La Iglesia, ciertamente inspirada por el Espíritu Santo, siempre ha reservado para este último domingo cerrar su ciclo litúrgico en la perspectiva del Apocalipsis, con un Evangelio eminentemente apocalíptico.
El Apocalipsis es el único libro profético del Nuevo Testamento y es la clave de todas las profecías y de toda la Sagrada Escritura, de ahí la dificultad de su correcta interpretación y por ende la dificultad que tuvo en ser admitido después del inicio como libro canónico. Esta misma dificultad es también el origen de tantos errores y herejías ventiladas al malinterpretarlo. La Iglesia quiere que lo tengamos presente en el cierre del año litúrgico, porque con el Apocalipsis tenemos en perspectiva la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo; por eso, lejos de ser el Apocalipsis un libro de terror, es un libro de esperanza y todos los acontecimientos que presagian la segunda venida de Nuestro Señor por muy calamitosos y desastrosos que sean, son un motivo de esperanza, porque nos anuncian que Nuestro Señor está próximo a venir, gran esperanza de nuestra religión. Esa fue la esperanza de los primeros católicos en la Iglesia primitiva, esperanza que hoy, desgraciadamente, está alejada y olvidada.
Sin la segunda venida de Nuestro Señor, la obra de la Redención estaría incompleta, imperfecta; no quedaría plenamente coronada. Por eso la Iglesia quiere presentar ante nuestros ojos, al finalizar cada año, la perspectiva de la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo en gloria y majestad, y si tenemos del Apocalipsis esa visión catastrófica, ella no es más que un aspecto, una cara de la moneda, la otra cara es de alegría. Nuestro Señor nos advierte que antes de que El venga habrá una gran tribulación, habrá la abominación de la desolación en el lugar santo, como predijo el profeta Daniel y que está relacionado con este pasaje del Evangelio de San Mateo (que es como una síntesis del Apocalipsis), donde describe una gran consternación de todo el cosmos, de todo el universo: gran tribulación, falsos cristos, falsos profetas y la abominación en el lugar santo. El lugar santo es la Iglesia de Dios, por eso alude al profeta Daniel, ya que si nos remitimos a los capítulos IX, XI y XII de su libro, donde habla reiteradamente de esa abominación, de esa desolación espantosa en el lugar santo, hace consistir esa abominación del verdadero culto y del verdadero sacrificio hecho a Dios, en la abolición del sacrificio perpetuo.
Comenta San Jerónimo que el sacrificio perpetuo es la Santa Misa, la Misa católica, el culto solemne de la Misa católica, es decir, la Misa que nosotros celebramos todos los santos días, y que por un misterio de iniquidad ha sido oficialmente desechada por otra nueva, ¡es terrible! Pero, en conciencia me veo obligado a decirles, mis amados hermanos, con la simple inteligencia de lo que dice el profeta Daniel, lo que interpretan San Jerónimo y otros Padres, cotejándolo con lo que ha pasado en la Iglesia con Vaticano II y la Misa de siempre.
La persecución que es por lo menos parte de esa abominación, de esa desolación que estamos viviendo, de esa profanación, que en definitiva es una idolatría, la idolatría que constantemente, a todo lo largo del Antiguo Testamento, está siendo fustigada por Dios. Y podemos preguntarnos con asombro ¿por qué en la Biblia las tres cuartas partes son del Antiguo Testamento y una pequeña parte del Nuevo, cuando es más importante el Nuevo Testamento que el Antiguo? Pues, para alertarnos incesantemente el celo por la profanación del culto, la idolatría, los ídolos, las enfáticas advertencias de mantener el verdadero culto, misión del pueblo elegido y, si no, leamos y veremos siempre lo mismo.
¿Por qué esa insistencia? Justamente, para que hoy nosotros volviéndolo a leer y releer hasta el cansancio, descubramos finalmente que estamos cayendo en lo mismo, en esa adulteración, en esa profanación del verdadero y único culto a Dios; triste realidad en la que vivimos hoy. Los templos vaciados de todo su contenido sobrenatural, de todo su contenido religioso, de todo contenido de Dios, para venir a convertirse en museos de la desfachatez. Desacralización de la nueva liturgia, del sacerdocio, de la vida religiosa y, en definitiva, la desacralización de la Iglesia.
Por todo lo anterior debemos entender que la verdadera y única Iglesia de Dios, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana está allí donde está el verdadero culto, y el verdadero culto está garantizado única y exclusivamente por la verdadera Misa, la Misa de siempre, o la llamada Misa de San Pío V. La nueva, en cambio, es la garantía de la abominación, de la desolación en el lugar santo, porque en su lugar ha excluido el sacrificio perpetuo, el sacrificio perenne. Porque no vemos con suficiente fe lo que sucede; todo nos da igual. ¡Pues no! No es lo mismo. El Antiguo Testamento hace relevancia en la absoluta diferencia y ordena distinguir entre el verdadero Dios y los falsos dioses de las otras religiones.
Quiere entonces el Evangelio de hoy mantener viva la esperanza en la segunda Venida de
Nuestro Señor, saber que asistimos a la abominación y que se vive la gran tribulación. Santo Tomás, que se refirió a ella, interpreta que esa corrupción y destrucción de la doctrina sería casi total, si Dios, por su infinita misericordia no abreviase aquellos días y que aun los buenos, los que profesan la buena doctrina caerían seducidos por el error; tal será la presión. Y hoy lo vemos a nuestro alrededor, dentro de la misma Fraternidad Sacerdotal San Pío X, sacerdotes que no soportan la presión del entorno y se pierden por falta de integridad moral, por la falta de cohesión, la cual viene de la convicción de estar en la verdad y el resultado es que se van; lo mismo les pasa a algunos fieles.
Por tanto, no es el número ni la cantidad de fieles o de sacerdotes lo que hace a la esencia de la Iglesia, sino la fidelidad y la calidad de esa fidelidad incondicional a Dios, a Cristo y a su Iglesia. No es el ecumenismo, ni el modernismo fornicario de las falsas religiones. Esa es la gran tribulación, mucho peor que el Sol se oscurezca y que la Luna desaparezca, o que se caigan las estrellas, físicamente hablando, porque mucho peor que desaparezca la luz del Sol es que desaparezca la luz de Dios, que es la fe. Por eso la necesidad de la firmeza, la cohesión de la convicción sobrenatural de la fe católica y de la exclusión de toda idolatría, otra religión, y otro dios que no sea Dios uno y trino.
La gran persecución la tenemos encima y que no se la niegue: ¿por qué yo no puedo celebrar la Misa de siempre en la catedral?, ¿por qué no se puede decir en cualquier iglesia cuando es la verdadera Misa? Porque está perseguida. ¿Por qué se persiguió a Monseñor Lefebvre, por qué se le persigue aún, y no solamente a él sino a todos los que seguimos su ejemplo, a los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X, por qué? Por la sencilla razón de que hay que abolir la Misa de siempre, hay que abolir el verdadero culto, para que se entronice la idolatría dentro del lugar santo. Y si Dios permite todo eso es como un castigo, como una purificación, por no haber sabido valorar el regalo inmenso de darnos su cuerpo y su sangre para que comulguemos con alma pura; de damos todo lo que nos da la Iglesia Católica y que desconocemos; nos brinda su amistad, su amor, y el hombre, ¿qué hace? Le voltea su espalda, no solamente los infieles sino los fieles, los que nos decimos católicos; de ahí la necesidad de esta purificación y de pedirle a Dios que si nos ha dado la gracia de conocer la fidelidad a Nuestro Señor a través del verdadero culto, a través de la verdadera Misa, no claudiquemos; que perseveremos sabiendo que está más pronto que remoto, aunque pueda ser muy largo, porque, comparado el tiempo con la eternidad, no es nada ese pronto de la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo en gloria y majestad.
Roguemos a Nuestra Señora, la Santísima Virgen María, nos ayude a mantenemos de pie ante esta crucifixión de la Iglesia que es el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo y que podamos permanecer fieles a través de todas estas tribulaciones y acrisolar nuestras almas para ver muy prontamente a Dios.
BASILIO MERAMO PBRO.
26 de noviembre de 2000