Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
En este último domingo después de Pentecostés, la Iglesia nos recuerda, reafirma siempre al cerrar el año litúrgico con el mismo evangelio que nos vaticina la Parusía de nuestro Señor viniendo a la tierra en gloria y majestad con todas las calamidades, abominación y gran tribulación cual no se ha visto ni se verá jamás. Y debe servirnos esto para recapacitar en el espíritu de la Iglesia católica que es un espíritu parusíaco, apocalíptico, aunque ello no nos guste por deformación espiritual y por falta de predicación, por falta de énfasis y descuido de aquellos que tienen el deber de apacentar a los fieles. Sin embargo, la Iglesia quiere cada año concluir, terminar, finalizar el año litúrgico recordándonos la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo.
La Iglesia es y está siempre expectante hacia la Parusía de nuestro Señor, hacia el Apocalipsis que es el último y el único libro del Nuevo Testamento que tiene por objeto específico la segunda venida de nuestro Señor; por eso mismo es un libro de esperanza. Esperanza que tuvieron viva en la primitiva Iglesia aquellos primeros cristianos, manteniéndose en el fervor. Y sabrá Dios si es que no se ha perdido el fervor a lo largo de los siglos por no tener esa expectación y esa presencia apocalíptica que la Iglesia quiere que tengamos.
Tanto es así, que no sólo quiere terminar, culminar el año litúrgico con el Apocalipsis, con la Parusía de nuestro Señor que quiere decir su presencia, su manifestación, sino que al comenzar el año litúrgico con el primer domingo de Adviento vuelve a recalcar sobre el mismo tema. Entonces, el deseo de la Iglesia no solamente es finalizar, sino también comenzar el año litúrgico recordándonos la Parusía. Y eso teniendo en cuenta que el año litúrgico comienza con el primer domingo de Adviento que nos recuerda y nos prepara para la Natividad de nuestro Señor, su primera venida, la cual venida inconclusa sin la segunda y eso establece la armonía y la relación entre ambas.
Desdichadamente se ha olvidado tener en cuenta estas verdades, estas revelaciones de fe expresadas en la liturgia de la Iglesia. Y nos asombramos cuando oímos que los judíos teniendo las profecías de la revelación divina no hayan entendido, no hayan comprendido. Pero, ¿acaso no nos pasa peor que a ellos, teniendo nosotros todas las Escrituras completas y sin embargo no entendemos absolutamente nada? Peor aún, se calumnia, se condena y se tilda de loco a quien trata de hacer énfasis en esto. ¡Qué abominación!
Vemos cómo la epístola de hoy en consonancia con el evangelio nos habla de tener la inteligencia de las cosas de Dios. Es que la fe no es la ignorancia, las tinieblas y la oscuridad, sino que es la luz de la verdad sobrenatural; es la ciencia y la sabiduría de Dios; es la iluminación verdadera. Por eso es ignominioso un católico ignorante de su religión; es un indigno católico porque él debe ser luz del mundo y cada uno de nosotros debe serlo porque si no, seremos hijos de las tinieblas.
Esa es la gran abominación de la cual hoy se nos advierte; esa aberración espantosa de la cual habló por tres veces consecutivas el profeta Daniel y al cual se remite el evangelio de hoy. Y ¿qué nos dice el profeta Daniel cuando nos habla de la gran abominación de la desolación en el lugar santo en los capítulos IX, XI y XII? Allí, por tres veces consecutivas, él relaciona esa abominación desoladora, espantosa y repulsiva a los ojos de Dios, con la profanación del templo y la cesación del sacrificio perpetuo. Éste es la santa Misa Tridentina. Y si por tres veces Daniel relaciona esa abominación, ¿qué no diríamos hoy cuando vemos profanado el culto católico? Dicen los Padres de la Iglesia, que está relacionada con el culto de idolatría y por eso es detestable; por eso se profana el templo ya más de una vez con la imagen de Júpiter, con la del César, con la de Adriano, imágenes que son ídolos y no Dios.
Hoy se ve cómo se puso hace algún tiempo sobre el tabernáculo en Asís, en la Iglesia de San Pedro, el ídolo detestable de Buda, hecho de oro, sobre el tabernáculo, mucho peor que esa abominación de idolatría del Antiguo Testamento ¡mucho peor!
Observamos cómo hoy se está realizando ante nuestros ojos toda esa profanación de lo sagrado, de lo más sacro y de ahí la necesidad de estar vigilantes para no claudicar y para que no dejemos corromper la religión, el culto. Porque el culto católico, con la nueva misa y la nueva liturgia, corrompe el sacrificio perpetuo de la Cruz. Es un hecho evidente que tenemos que comprender a los ojos del misterio de la fe y si no comprendemos, no seremos católicos, seremos una pantalla, una apariencia, pero no católicos. Y ese dogma de fe encerrado en la fórmula de la consagración del cáliz ha sido desechado por la nueva liturgia profanadora, como han sido desechadas las palabras sagradas que constituían la esencia del sacrificio de la misa.
Esa adulteración no es impune, no puede quedar impune. No puede pasar desapercibida y por eso la necesidad de permanecer fieles a la Misa Tridentina, a la Misa de San Pío V, a la Misa Romana, so pena de no claudicar, de no apostatar, de no participar en un culto sacrílego, porque son sacrilegios los que hoy se cometen y todo esto en el nombre de Dios.
Pero, ¿de cuál dios? El dios de los judíos, el de los musulmanes, el de los budistas, pero no el Dios católico de la revelación católica, apostólica y romana que excluye los falsos dioses de los gentiles. Éstas son cosas que debemos manejar y recordar para no transigir y poder defender la verdad hoy, en medio de esta gran tribulación que, como recuerda Santo Tomás en el comentario al evangelio de hoy, “esa gran tribulación es una gran crisis doctrinal donde se claudica en la profesión de la doctrina católica”. La única manera de reconocer la doctrina católica, como dice San Agustín, es que ella es la misma en todas partes y es públicamente profesada y guarda la armonía, la concordancia con lo que siempre se ha dicho desde el origen.
Y ¿qué concordancia hay con lo que hoy se nos enseña como si fuese la religión católica y no lo es? Porque el ecumenismo no lo es, la libertad religiosa no es católica, los derechos del hombre no son católicos, el negar el infierno no es católico, el negar el pecado no es católico, son todos errores y herejías, uno detrás de otro. La misa no es una cena, es un sacrificio. Lutero fue quien quiso reducir la misa a una cena, Satanás es el que quiere reducir el santo sacrificio de la misa porque le recuerda su derrota.
Entonces no dejemos socavar la religión católica en la que hemos nacido y en la que tenemos que morir para salvarnos. Por eso la gran abominación de la que habla el evangelio de hoy, esa gran tribulación que si no se abrevian estos tiempos y su duración en honor a los elegidos, hasta estos caerán. ¡Terrible! ¿No es eso lo que está pasando hoy? Pues claro que está sucediendo. ¿Quiénes son los pocos obispos que se mantienen fieles, verticales en la verdad y en la santa intransigencia que no tolera el error? Distinto es tolerar al miserable pecador, pero no su error, no su pecado, es diferente y hay que saber analizar.
Los falsos profetas, ¿quiénes son?, ¿los marcianos? ¡No señor! Los falsos profetas son los obispos y los cardenales, los sacerdotes y el clero, quienes no son fieles; no son los chinos, ni los japoneses, ni los comunistas; son ellos, los malos prelados de la jerarquía de la Iglesia católica; es fuerte la comparación pero es nuestro Señor quien la prodiga, y ¡ay del que no la pregone así!; ese es el gran problema: que son muy pocos quienes hoy predican como debieran hacerlo. Porque no se trata de difundir sino aquello que está en el Evangelio, lo que es doctrina de la Iglesia, lo que es necesario para que nosotros perseveremos en la verdad y para que así podamos profesar públicamente la fe católica, apostólica y romana, sin innovación, sin cambio.
Ahora bien, nuestro Señor mismo nos da el ejemplo de la higuera, para que así, cuando se ve le reverdecer, se sabe, se conoce que el verano está cerca, lo mismo nosotros, cuando viéramos todas estas cosas, estos signos, para aquellos que tienen fe e inteligencia: “Sabed que Mi venida está pronta, está a las puertas mismas”; para que no lo olvidemos y para que eso sea el objeto de nuestra esperanza, de nuestra fortaleza, para que no claudiquemos ante la gran persecución. De ahí debemos sacar nosotros, mis estimados hermanos, la fuerza sobrenatural, la perseverancia y el espíritu verdaderamente católico y combativo en estos últimos tiempos que nos toca vivir y que no sabemos hasta cuándo se prolongarán porque la crisis dura y perdura y la carne se fatiga, el hombre se cansa.
Fue esto lo que pasó a los padres de Campos; creían que pronto todo se tendría que arreglar y al ver que pasaban los años y no era así entonces viene el desastre, o el contubernio, la componenda y a cuántos de los tradicionalistas no les pasa lo mismo, ¿“cuándo se arreglará esto, cuando se acabará esto”?; cuando Dios quiera. Lo importante es que si yo tengo que morir sin ver el cuándo y por defender la fe, lo haga como soldado de Cristo, sin cansarme a mitad del camino, ni estar creando falsas expectativas.
Pues así es, mis estimados hermanos, y los fieles que vengan deben tener muy claro que es un compromiso. Que cada uno debe defender la Tradición católica, apostólica y romana. Que fuera de ésta no hay fe ni Iglesia católica, y que no creamos a los falsos profetas y más aún, que no vamos a ser reconocidos; como dicen los Padres de la Iglesia: “Los mártires de los últimos tiempos serán mayores que los del principio por la sencilla razón de que tendrán que luchar directamente con Satanás”. San Agustín dice que: “Peor aún porque no serán ni siquiera reconocidos como mártires sino que serán despreciados”, a tal punto llegará la corrupción dentro de la Iglesia católica, no como Institución divina, sino en su parte humana que es vulnerable.
Esa es la advertencia apocalíptica con la cual finaliza la Iglesia el año litúrgico pero que nos invita a la esperanza de ver de nuevo aparecer a nuestro Señor, verlo venir en gloria y majestad; esa será la única consolación del verdadero católico en nuestros tiempos.
Pidamos a nuestra Señora, a la Santísima Virgen María, a Ella, que está íntimamente asociada a esa gloria, a esa presencia, a esa manifestación de nuestro Señor; será esa la verdadera victoria de los Sagrados Corazones de Jesús y de María cuando nuestro Señor vuelva glorioso y majestuoso.
P. BASILIO MERAMO
27 de noviembre de 2002.