Y como la caridad exige la fe, vemos entonces la importancia de la fe como fundamento de todo el orden sobrenatural que tiene la virtud. Porque, podrá haber virtudes naturales, necesarias, para que sean el soporte de la gracia y sobre naturalicen toda nuestra vida, pero si no hay virtudes sobrenaturales, si no hay fe, nos quedamos en el orden pura y meramente natural. Se socava el fundamento sobrenatural de la caridad viniendo a ser una caridad adulterada, profanada, viciada como la que se predica hoy, no ya en el nombre de Dios sino en el nombre del hombre. La caridad exige la fe, exige la verdad; porque la fe, como lo define Santo Tomás de Aquino, tiene por objeto la verdad primera que es Dios, luego todo el orden sobrenatural consiste en esa relación trascendental ante Dios como verdad primera y que conculcada esa verdad primera, constituye lo que es el pecado contra el Espíritu Santo, la impugnación de la verdad conocida.
Por lo mismo nuestra relación está fundamentada en la verdad. No lo olvidemos, sobre todo hoy, cuando el combate es cruel, duro, tenaz y prolongado. Si no nos sostenemos en el orden trascendental de la verdad y digo trascendental, porque es directamente con Dios y ante Dios que nos juzgará a todos y a cada uno de acuerdo con esa respuesta y conformidad de nosotros con la verdad. Sin esa relación trascendental con la verdad no hay fe, no hay esperanza, no hay caridad, no hay virtud sobrenatural y eso, desgraciadamente, lo tenemos olvidado. Y esa es la causa por la que claudican todos aquellos que de algún modo se dejan llevar de falsos espejismos, por no centrarse en esa relación de verdad sin la cual no hay caridad, no hay orden sobrenatural. Porque las virtudes morales, las virtudes cardinales sobrenaturales, no se pueden dar sin el fundamento sobrenatural de la fe y sin la caridad que las corona, las nutre y las vivifica a todas.
La fe no es un sentimiento, no es un deseo, es una adhesión de nuestra inteligencia movida por la voluntad bajo la gracia de Dios, del Espíritu Santo a esa verdad primera, a Dios como Él se conoce, como Él se nos revela. De ahí la necesidad de la revelación para tener el cabal conocimiento de Dios dentro de lo que cabe en el orden humano en el que nos encontramos. No es pues una cuestión de sentimiento, ni de deseos ni de capricho y aun me atrevería a decir, ni de los piadosos, de los cuales está lleno el infierno.
Ser católico implica esa postura doctrinal, de respuesta a Dios como verdad primera de nuestra fe. Porque Dios se nos manifiesta a través del conocimiento que podamos tener y ese entendimiento se adquiere por inteligencia de la verdad, sentido de inteligencia que no tienen los seres que no son racionales y por no ser racionales no tienen libertad ni son susceptibles del orden sobrenatural de la gracia y de la virtud. Una piedra, un perro, un gato, no tienen el privilegio que tenemos como seres racionales capaces de poder conocer a Dios como se nos manifiesta y se nos ha manifestado. Por eso precisamente, se nos enseña en el catecismo que hemos nacido para conocer, amar y servir a Dios y para verle y gozar de Él después, eternamente, en el cielo.
Ese es el gran error, el grave error, la gran confusión, no solamente del mundo, que ya de por sí ha ido lejos de Dios, de los principios del Evangelio, de la verdad primera, de la verdad suprema y por eso lejos de la moral, sino que lo peor de esa confusión y de ese error, campea hoy dentro del ámbito de la Iglesia. El misterio de iniquidad de los hombres de Iglesia que no tienen esa respuesta ante la verdad primera, por lo que la fe se pierde cada vez más camino de la gran apostasía a la que nos dirigimos.
Vemos que la única manera de protegernos de ese error es permanecer firmes en la fe, como dice san Pedro, “porque el diablo anda a nuestro alrededor como león rugiente buscando a quién devorar”; de ahí la necesidad de esa adhesión a la verdad de la fe sobrenatural. Ser testimonios como un faro, como una antorcha en medio de esta oscura tempestad y del gran peligro que es Roma invadida por el error y la confusión.
Personalmente me avergüenza que un cardenal colombiano, el cardenal Castrillón, zorro viejo, sea el encargado actualmente de homologarnos al error que hoy campea dentro de la Iglesia en contra de la fe y de los derechos de Dios. Digo que es un zorro viejo porque él tuvo a su cargo servir de intermediario entre el gobierno de entonces y el narcotraficante más poderoso del mundo, Pablo Escobar, para llegar a un acuerdo, con el que se entregara protegiéndole su integridad y su vida y lo logró, claro está; la cárcel fue hecha enteramente por él y donde quisiera, más bien fue un búnker de protección para él y en esa entrega mediaba nuestro cardenal, que si lo veo se lo digo en la cara porque si engaña a los españoles y a los europeos, a mí no, ni como católico ni mucho menos como colombiano, porque es más astuto de lo que parece.
Tampoco nos debe extrañar que se nos halague por todos los medios para que dejemos de ser esa antorcha de luz, de fe y de verdad; debemos tener muy claro cuál es la misión fundamental: ser los testigos fieles a Dios, a la Iglesia católica, apostólica y romana. Aunque por otra parte se nos tilde de lo peor, de herejes, de cismáticos o de lo que fuese, sabiendo que somos los hijos más sumisos, más obedientes y más fieles de la Iglesia católica, apostólica y romana. Somos más romanos que ellos mismos que están en Roma. O ¿qué habrá más de romano que la Misa tridentina, la llamada Misa de San Pío V, que es la Misa romana, la de todos los Papas, el misal romano que ellos han desterrado? Somos mucho más romanos que ellos. Ellos usurpan el nombre de romanos porque si lo fueran verdaderamente dejarían no solamente que la Misa romana se diga por todo el mundo, sino que dejarían de perseguirnos.
Nos persiguen por no claudicar, por no abandonar la verdad, por no perder la fe sin la cual no hay caridad, no hay amor ni a Dios ni al prójimo. Por tanto, lo que se predica hoy es una falsa caridad, cuando no una filantropía filosófica de corte masón, pero no ese amor sobrenatural a Dios y a nuestro prójimo. De ahí la gran obra misionera de amor, de convertir a los infieles, a los herejes,a los cismáticos, a todos aquellos que están en el error porque no conocen ni aman a Dios. Por esto la ley de la caridad que corona todo el orden sobrenatural y que hace a la santidad de la Iglesia y de nuestras vidas, no puede existir sin esa conexión a la verdad primera de la fe, sin esa sujeción a Dios.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que manifestemos firmes nuestra fe como Ella la sostuvo al pie de la Cruz viendo al Hijo muerto, como hoy podríamos nosotros ver a la Iglesia. Aunque la Iglesia jamás morirá, sí sufrirá su pasión y cruel reducción. Que no perdamos la fe en la Iglesia católica, apostólica y romana fuera de la cual no hay salvación. Que podamos ser testigos de la Iglesia, los testigos de nuestro Señor, de la fe, como lo fueron los mártires si fuese necesario. Esa adhesión a la verdad implica tal pasión, ser capaces de dar generosamente nuestra sangre si Dios así lo exige; eso hicieron los primeros cristianos, esa fue la simiente de la sangre de los mártires.
Tenemos que estar preparados doctrinal y moralmente, porque cualquier cosa puede pasar. Quien está con Dios nada teme porque vive de la fe, vive de la esperanza y vive de la caridad, esas tres grandes virtudes teologales, y así podemos marchar mientras dure nuestra vida en esta tierra con la vista puesta en el cielo, y no aburguesarnos, no aflojar, no desesperanzarnos, y con ánimo siempre valiente como guerreros hacer de nuestra vida una cruzada espiritual por Dios y la Iglesia hasta que Él quiera y como quiera. De ahí entonces, poder vivir para la verdad, vivir de la fe, por la fe y con el misterio de fe.
Pidamos a nuestra Señora que haga enriquecer en nuestras almas y en nuestros corazones esas cosas elementales para que nosotros las valoremos y vivamos de ellas y sean nuestro sagrado tesoro, la fe en Dios, la fe en la Iglesia. +
PADRE BASILIO MERAMO
30 de septiembre de 2001