Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Después de celebrar el primer domingo del tiempo de Pentecostés y el misterio de la Santísima Trinidad, la Iglesia quiere conmemorar, próxima a esa fecha y durante este mes de junio, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que relativamente es nueva o moderna, pero que es tan antigua como es el amor de Dios y más aún el amor de nuestro Señor Jesucristo crucificado. El corazón es el símbolo, el signo, la imagen que expresa y que manifiesta ese amor; éste, aun en los humanos; pero el humano es apenas el reflejo divino, del de Dios, y por eso la celebración de hoy nos manifiesta el amor divino de nuestro Señor que Encarnado se inmola en la Cruz.
Dios es en sí mismo amor y se refleja en esa vida de la Santísima Trinidad que a sí mismo se basta, que no necesita absolutamente de nada; pero como el querer es difusivo de sí como el bien que se desborda hacia afuera por amor, Dios crea el universo y a nosotros. Pero no solamente nos crea por ello, sino que quiere también que gocemos eternamente de él, y por eso, todo el universo debe converger hacia Él a través de las criaturas inteligentes como los ángeles y los hombres.
Y ese primer rechazo a la adoración de Dios en esa primera gran apostasía de los ángeles, de las virtudes de los cielos que debían corresponderle libremente, pero muchos no lo hicieron, condenándose así eternamente en el infierno, que es la carencia, la falta de adhesión a Dios; solamente así se explica sin excluir el motivo de la justicia, sobre todo hoy, el infierno que quieren negar, porque se preguntan cómo es posible que si Dios es bueno exista el infierno. Pero es que el querer de Dios tiene sus exigencias; todo es por adoración y ésta exige una correspondencia de la criatura que ha sido creada con inteligencia y voluntad para conocer, amar y servir a Dios; por eso hay que tener en cuenta esas características ineludibles del amor. Porque éste en sí mismo es exclusivo, absoluto, no admite otra cosa; es categórico, donde no existe, por vía de los contrarios hay odio, y de ahí el gran dilema de nuestra respuesta libre a ese querer de Dios, a esa elección que cada uno debe hacer y que hará no solamente a todo lo largo de su vida sino en el último instante de su paso por esta tierra.
La Iglesia es imagen de ese amor que tiene nuestro Señor a los hombres; por eso el matrimonio es imagen de esa unión de la Iglesia con Dios. Y la Iglesia siempre ha insistido en que es indisoluble; aun el mismo matrimonio natural es exclusivo y no acepta divisiones y de ahí la desgracia del hombre si no elige bien. No basta, como piensa el actual mundo, cualquier amor, o como también acontece, llamarle así a cualquier cosa, profanando el divino. Hay exclusión de otra concepción; la salvación fuera de nuestro Señor, de la Iglesia, no existe y no puede existir, son las exigencias de ese amor divino. Y son tan terribles esas demandas, tan celoso es el amor, que si no se responde, está y existe la condenación eterna, ese estado de falta de caridad y de eterna desesperación en el odio por no estar sustentados en el querer de Dios.
Esas llamas que afligen los sentidos, el cuerpo, no harían sino distraer un poco el dolor del alma en ese estado de desamor y de odio; para que nos demos cuenta como pálida imagen de lo que quiero decir, como cuando tenemos un dolor fuerte, si aparece esta molestia en alguna otra parte del cuerpo distrae la intensidad del inicial; así, lo peor del infierno no serían las llamas eternas sino el estado de oposición a Dios, de falta de amor a Él y, por ende, de odio. Muy distinto es el cielo para aquellos que responden al querer divino, donde se goza amando.
Esa es la importancia de la elección permanente y constante que debemos hacer todos los días, hasta el último suspiro, pidiéndole a nuestro Señor la gracia de la perseverancia final y que no nos dejemos eclipsar por falsos amores que nos separan de Dios; como decía San Agustín: “Dos amores crearon dos ciudades, el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo creó la ciudad de Dios, y el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, creó la ciudad del hombre”. Esta última ciudad es la que tiene carta de residencia, la de la revolución, la del nuevo orden mundial, la del imperio no solamente de las finanzas que dominan el mundo, sino del dominio del príncipe de este mundo que culminará con el reino del anticristo por no haber aceptado el Reino de Cristo, por no haber aceptado la ciudad de Dios.
Pero así y todo, el Sagrado Corazón nos promete su victoria final sobre todo mal. Esa es nuestra gran esperanza, porque solamente así podemos perseverar, si somos fieles al amor de nuestro Señor. Fidelidad para con la Iglesia católica, apostólica y romana; no se puede eludir y no por una falsa concepción de Iglesia como pretende la libertad religiosa que hace facultativa esa respuesta de amor a nuestro Señor. No es autoritaria, es grave, es una exigencia del amor que es más fuerte que la muerte y cuando no se le responde, engendra la muerte. Ese es el terrible estado de separación, de ruina eterna de las almas que se condenan.
Debemos en consecuencia cada día mirar nuestra salvación con la esperanza que nos da el Sagrado Corazón. Esa confianza tiene un nombre y se llama fidelidad. Que tengamos a nuestro Señor Jesucristo, que guardemos su palabra porque quien le ama la guarda, como Él mismo lo dice. Tenemos que defender su palabra. Esa es la misión de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, guardar la palabra y el Evangelio de Dios, el depósito de la fe en medio del mundo impío donde el enemigo ha copado todos los puestos de gobierno y ha infiltrado la Iglesia; eso es lo que quieren decir todos los mensajes de nuestra Señora, eso mismo nos dice la Sagrada Escritura, que nuestro combate como cristianos católicos, como fieles a nuestro Señor no es un combate contra la carne, o sea contra los hombres de carne y hueso, sino que en última instancia es contra espíritus malignos, contra Satanás.
Mirado con ojos de fe, es el terrible estado en el que nos encontramos. Por eso, monseñor Lefebvre no quiso inventar nada sino simplemente transmitir como un apóstol de la Iglesia, como un verdadero misionero, lo que él recibió y quiso legarlo hasta el fin. Esa es la misión de la Fraternidad como la única institución de la Iglesia, que como tal quiere y mantiene viva esa palabra de Dios, no a medias, no con componendas, sino con la libertad de los hijos de Dios, de la palabra de Dios, del Espíritu Santo que sopla por doquier.
Ahí está el origen del ataque contra esta institución y por eso el “sambenito” que nos toca llevar con mucha altura no solamente a los sacerdotes sino también a los fieles, sin asustarnos, para poder fielmente corresponder a ese amor de Dios. No es que la Fraternidad se crea la Iglesia, sino que es la parte sana de la Iglesia que defiende públicamente la palabra divina, porque se trata de los actos públicos, ya que los actos privados de nada sirven cuando el debate es público. Eso fue lo que siempre quiso la revolución, que el sacerdote y la religión no salieran de la sacristía y eso se nos pide, que no hablemos, que no gritemos, que no digamos, y esa es la oposición. Todos los fieles tenemos que entenderlo para permanecer unidos en la verdad y en la fidelidad al amor de Dios, salvar las almas, poder convertir a aquellos que de buena voluntad estén en el error, y defendernos del enemigo hasta que se conviertan. Porque la Iglesia espera que algún día llegue la conversión de los judíos, del pueblo elegido, que por rechazar el amor de Cristo azota a la Iglesia hasta ese momento de su conversión y por eso la Iglesia gime con dolores de parto.
Debemos por lo mismo pedirle a nuestra Señora, a Ella, que tuvo ese amor inigualable y virginal, excelso. Nadie puede amar a Dios y a nuestro Señor Jesucristo como Ella le amó, porque correspondió plena y virginalmente a ese amor. Amor virginal que el mundo tiene olvidado y que, antaño, cuando alguien se casaba, siempre se tenía en mente la virginidad, la fidelidad de la mujer que contraía las nupcias, símbolo de esto es el vestido blanco que hoy ha perdido su significación. Nuestra Señora es entonces la expresión del amor limpio que corresponde a nuestro Señor. También el amor puro de San Juan, el discípulo amado entre todos los discípulos por haber permanecido virgen, es decir fiel, adhesión espiritual sin contaminación, sin corrupción.
Por eso también la Iglesia celebra la fiesta de las Vírgenes, de las mujeres vírgenes; con los hombres habla de doctores, confesores porque hay toda una concepción que irradia y representa ese amor. Amor que como ejemplo de pureza dio nuestra Señora con su vida. Pidámosle a Ella que espiritualmente permanezcamos vírgenes en esa respuesta de amor para excluir el pecado que nos corrompe, contamina y separa de Dios. Esa es la santidad que pide a todos nosotros la Santa Madre Iglesia. +
PADRE BASILIO MÉRAMO
7 de junio de 2002