San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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domingo, 4 de septiembre de 2011

DUODÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Escuchamos en este evangelio cómo les dice nuestro Señor a los que estaban allí presentes que muchos desearon ver lo que ellos veían u oír lo que ellos oían y no lo vieron ni lo oyeron, muchos profetas y reyes.

Cómo es posible que muchos profetas y reyes del Antiguo Testamento hayan deseado ver y oír lo que ellos oían y veían, es decir, a nuestro Señor Jesucristo, al Mesías, y no sería porque de algún modo conocieran el misterio de la Encarnación, el Mesías encarnado y para conocer eso, también conocer el misterio de la Santísima Trinidad sin el cual es imposible la Encarnación de nuestro Señor como Hijo de Dios hecho hombre. Nos puede asombrar, porque hay un grave error muy extendido en medio del ámbito clerical y de los fieles; hay muchos predicadores y teólogos que afirman –y esto no es la primera vez que lo digo, pero lo repito para que se quede grabado–, hay, dicen, un error descomunal: que la diferencia entre nosotros, es decir entre el Nuevo y el Antiguo Testamento consiste en que nosotros conocemos la Encarnación y la Santísima Trinidad y en el Antiguo no se conocían.

Vemos, sin embargo, que nuestro Señor habla de muchos profetas y reyes que quisieron ver “lo que vosotros veis y oís y no lo vieron y no lo oyeron” y ¿cómo van a desear ver y oír sino es porque lo conocen de algún modo? Ese modo es la fe sobrenatural en la Santísima Trinidad y la Encarnación; entonces la diferencia no está, no consiste en un desconocimiento de esos dos misterios básicos para que haya la fe, si no en el modo de conocerlos. Es más, no sería la misma fe; una fe que no crea en la Trinidad y en la Encarnación no es la fe de nuestra religión, sencillamente no sería nuestra misma fe que la de Abraham, Isaac y Jacob. Para que sea la misma fe tiene que haber el mismo objeto. Pero por no seguir la explicación simple y profunda de Santo Tomás y sí seguir a veces modas teológicas que se imponen, o el prestigio errado de una comunidad, y que se hacen ley, moneda corriente y así pensamos que en el Antiguo Testamento no se había revelado la Santísima Trinidad. Sí se había revelado, lo que pasa es que no era una revelación explícita y pública para todos sino, como dice Santo Tomás, para los mayores, los patriarcas y los profetas, o como el rey David que escribió los Salmos directamente describiendo hechos de la vida de nuestro Señor, y que tenían la obligación de adoctrinar y de catequizar al pueblo. Ellos conocían el misterio de la Encarnación y por eso desearon ver lo que ellos veían y oían pero que no lo vieron ni lo oyeron.

También en otro pasaje dice: “Moisés deseó ver mi día”, entonces conocieron aquellos personajes esos dos misterios y el pueblo creía en ellos de un modo implícito, con lo cual la diferencia entre el Antiguo y Nuevo Testamento consiste en que en el Nuevo hay la explicitación para todos de lo que en el Antiguo no era para todos sino para unos pocos, puesto que el pueblo no estaba suficientemente preparado; era rudo y de difícil condición y así, entonces, se tergiversarían esos dogmas que no eran del conocimiento público y explícito para todos. Pues tan duros eran, que en cuarenta días de ausencia de Moisés los encontró adorando al becerro de oro; el mismo becerro que simboliza el espíritu judaico que anima al judaísmo y que debemos tener cuidado de no caer en él y resultar adorando el becerro de oro, el dinero; ambicionando el poder y las riquezas y las glorias de este mundo y no la gloria de Dios.

Por eso nuestro Señor les decía con estas palabras que eran privilegiados, que somos privilegiados, porque hemos visto a nuestro Señor, le hemos oído; en cambio ellos no, lo desearon pero no podían verlo ni oírlo.

Sale al paso un doctor y perito en la ley, y le pregunta a nuestro Señor qué tenía que hacer para salvarse y nuestro Señor le responde con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la ley? Y aquel responde magistralmente como doctor que era: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu espíritu” (no es que el alma sea distinta al espíritu, sino que es el alma espiritual, porque los animales también tienen alma, que es el principio de vida pero no es espiritual, es un alma material y por eso no son inmortales como es inmortal el alma del hombre. Los vegetales tienen alma vegetal y los animales alma animal y nosotros tenemos alma espiritual y por lo mismo inmortal).

Que adoremos entonces a Dios con todo nuestro ser y amemos al prójimo como a nosotros mismos, en eso se resumen los diez mandamientos de la Ley de Dios, pero este doctor, como buen judío y fariseo que conocía las Escrituras, las que no solamente hace falta conocerlas, sino interpretarlas rectamente, la destruía porque tenía un concepto errado de lo que era el prójimo, “¿y quién es mi prójimo?”. Porque para ellos el prójimo era sólo la familia, los amigos, los allegados, los conocidos y los seres queridos; pero el resto, los demás, no; esos no son mi prójimo y no me importan. Así entonces, aun con el conocimiento de esa ley de amor la destruían por no tener de ésta una correcta interpretación.

Por eso nuestro Señor les quiere mostrar que el prójimo es todo hombre con el que yo me encuentre en esta vida, y le relata el caso del hombre que es asaltado y lo dejan medio muerto en el camino y por allí pasa un sacerdote que debiera ser el primero en reconocer allí a su prójimo pero sigue de largo; pasa también un levita y sigue de largo y un “maldito” samaritano, como eran considerados los samaritanos para los judíos, que no eran judíos, ya que el concepto de “judío” viene desde la división de las diez tribus del norte, Samaria incluida, con las dos del sur, de Judá. De allí viene el nombre de judíos y samarios, los que fueron pisoteados y llevados al exilio y por eso los judíos los consideraban como réprobos, pero eran la misma Israel de Dios y, sin embargo, los consideraban como a lo peor.

Y este buen samaritano se compadece, lo ayuda, lo cura, lo lleva a la posada, le ofrece todo el auxilio que necesita y nuestro Señor le pregunta: “¿Quién de éstos crees que fue el verdadero prójimo?”. Y el doctor le responde: “El hombre que le ayudó”. A lo cual agregó Jesús: “Bueno, ve y haz tú otro tanto”. Hagamos nosotros otro tanto. Mi prójimo no es solamente mi familia, mis hermanos, mis seres queridos, o mis amigos, dice Jesús; sino todo hombre con el cual yo me tope y que esté en necesidad, que ocupe de mí y que yo le pueda ayudar, a eso me lleva el amor al prójimo sin el cual no hay el verdadero amor a Dios; este amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo que es su efecto y por eso no hay mayor expresión de amor que dar la vida por los demás, por la verdad, por Dios.

Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen, conservar ese amor a Dios y al prójimo en nuestros corazones para estar en condiciones de corresponder al amor que Dios nos tiene. +


Padre Basilio Méramo
26 de agosto de 2001