Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Nos encontramos en el tiempo de Pascua, que nos invita a dirigir la mirada al cielo, a no fijar en esta tierra nuestra morada, a atravesar esta vida como cuando se pasa un puente, sin fijar sobre él la morada. Ese es el mensaje de la Pascua, que deseemos las cosas de Dios, del cielo y que desechemos, nos desapeguemos de todo lo terrenal, efímero, como los placeres, los deseos de la carne, el poder, la vanagloria y mil cosas más que atan nuestra alma a esta tierra.
Decía San Juan de la Cruz que “tanto está uno amarrado con una gran cadena como con un pequeño hilo; la diferencia está en que la hebra es más fácil cortarla, y si no lo hacemos, estamos tan amarrados con ese pequeño cordón como con una gran cadena”, y esas ataduras son las que debemos cortar, sean gruesas cadenas o un pequeño filamento el que nos ate.
La Pascua es el tiempo en el cual nuestro Señor, después de su resurrección, permaneció aquí en la tierra consolidando su Iglesia hasta el día de su Ascensión, instituyendo los sacramentos y dejando los fundamentos para que su Iglesia se propagase por el mundo hasta que Él volviera. Nuestro Señor dice a sus apóstoles: “Dentro de poco no me veréis, mas poco después me volveréis a ver”. ¿Qué significa este poco de tiempo que los apóstoles no entendían y que nosotros tampoco comprendemos y que incluso grandes santos interpretan de modo distinto pero que si bien se mira sólo tiene una sola explicación? Es la que da San Agustín, porque algunos dicen que se refería a los tres días que estaría muerto y que después resucitaría; claro que sí puede ser, o en términos generales haciendo alusión no sólo a los tres días pero sí a su muerte y después a su resurrección.
Pero San Agustín, con la profunda intuición y agudeza que lo caracteriza, arrolla con su genio a casi todo el resto de los Padres y por eso Santo Tomás a veces toma el ejemplo de interpretación de San Agustín en oposición a casi todos los otros. Podemos hacer lo mismo ahora porque él dice que se refiere a todo el tiempo de la ascensión hasta cuando vuelva, pero que ese tiempo, es el presente de la Iglesia militante que nos parecerá poco cuando veamos el final. Igual que cuando llegamos al término de un viaje largo, por la misma alegría de haber llegado, nos parece que fue corto.
¿Qué es el tiempo con respecto a la eternidad?, nada. ¿En qué podríamos darle más fundamento a esta interpretación de San Agustín? Al simple hecho que ha pasado inadvertido por esos exegetas, y es que el Evangelio dice: “Porque me voy al Padre”, y nuestro Señor va al Padre después de la Ascensión y no antes; entonces es lógico y evidente que no se refiere al hecho de su Pasión, a los tres días, porque no fue al Padre, incluso fue a los infiernos, al seno de Abraham y va al Padre después de cuarenta días.
Ahora, cómo es posible, cómo no se dan cuenta si es evidente que no cabe otra interpretación que la de San Agustín, aunque no se sabe si San Agustín le da el respaldo que menciono, pero basta releer el Evangelio para que veamos claramente que este santo tiene razón y es una profecía hecha para la Iglesia militante, para nosotros durante todo este peregrinar hacia la eternidad, hacia la verdadera patria, y que este tiempo es de sufrimiento. “Lloraréis y gemiréis, y el mundo se gozará”, por eso quizás a veces la gente que aparentemente vemos en este mundo viviendo placenteramente y regocijándose es la más infeliz; el verdadero discípulo pena y gime; sufre una mujer que va a parir, porque Dios considera este tiempo para todos y para cada uno y para toda la Iglesia como un parto, como un dar a luz al cielo.
Y vemos cómo nuevamente se ratifica esa interpretación que para mí es la única y la exclusiva, la de San Agustín, porque no cabe otra. Todo este tiempo se convertirá de dolor en alegría y nos parecerá poco cuando hayamos llegado al cielo, cuando hayamos sido engendrados no naturalmente sino sobrenaturalmente para gozar eternamente de Dios y no sólo nosotros sino toda la Iglesia de Cristo que anhela a su esposo, que espera que Él venga el día del juicio final; esa es la gran promesa. Es un evangelio eminentemente apocalíptico en el pleno sentido; el Apocalipsis, la gran profecía de la segunda venida de nuestro Señor en gloria y majestad, con la antesala de dolores y de sufrimientos, de herejías, de apostasías como lo vemos actualmente y como ya lo advirtiera nuestro Señor: “¿Acaso cuando yo venga encontraré fe sobre la tierra?”. ¿Qué fe queda? Prácticamente ninguna; la única que queda es la de aquellos que dispersos por el mundo son fieles a la sacrosanta Tradición católica, apostólica y romana y los demás, mis estimados hermanos, no tienen fe. Es hora de decirlo, es así la gran dispersión de la Iglesia, esa es la triste realidad, la gran agonía, el gran dolor.
Pero aquellos que tenemos fe porque guardamos la sacrosanta Tradición debemos tener esto muy claro porque será la única condición para mantenernos firmes con nuestra Señora al pie de la Cruz en esta segunda crucifixión de nuestro Señor Jesucristo, en su cuerpo místico que es la Iglesia. Y esto por obra de la misma jerarquía que se dice católica pero que no confirma a los hermanos en la fe, que tenemos que desobedecer para guardar la fe. Ese es el dilema, la contradicción y la necesidad de que haya obispos que pueden decirlo, pero que no lo hacen. Hay que expresarlo; si lo veo así lo tengo que decir en conciencia y es una vergüenza que no haya cardenales, que no haya obispos, que no haya prelados, jerarcas en la Iglesia, ni aun los buenos que así lo vean, con esa claridad y con esa fe, cuando es el único medio de perseverar en la verdad, de no claudicar como lo hicieron los discípulos de monseñor De Castro Mayer, los padres de Campos.
¡Qué vergüenza! Ese es un ejemplo para que la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, fundada por Monseñor Lefebvre, esté alerta y no haga caso al coqueteo seductor de la gran ramera que bebe el cáliz lleno de la sangre de los mártires y se enseñorea con los poderosos, con los reyes de esta miserable tierra. Esto está en las Escrituras, pero hay que leerlas, interpretarlas, armonizarlas y aplicarlas a estos tiempos apocalípticos ya señalados por el dedo del cielo, por el dedo de nuestra Señora en La Salette, Fátima y Siracusa, por hablar sólo de las apariciones indudables, de las sólidas, y con eso basta.
El mundo jamás verá eso, ni podrá verlo porque carece de fe, no ama la verdad. Somos un puñado, poco interesa, lo importante es que esos pocos seamos luminosos por esa fe sobrenatural, por la fidelidad a nuestro Señor y que sepamos sufrir esta agonía, estos dolores de parto que nos engendran y acrisolan a la vida sobrenatural y a la eterna.
Ese es el mensaje y la aplicación práctica y concreta del Evangelio en estos tiempos que vivimos. De otra manera existimos en el aire como bobos sin doctrina, sin Escrituras, sin la palabra de Dios, como acontece, o como protestantes con la Biblia debajo del brazo pero para interpretarla a su modo.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos ayude a comprender estas cosas y que al leer y releer los Evangelios vayamos descubriendo todo aquello ya dicho y profetizado para acrisolarnos en la fe y que no la perdamos en medio de esta gran apostasía de las naciones de los gentiles. Y poder, aunque pocos, aunque reducidos a un puñado de fieles dispersos por el mundo, ser representantes de la verdadera y única Iglesia católica, apostólica y romana, mientras el resto patina en el error y camina hacia el infierno, llámense Papas, cardenales, monjas, monjes o como se quiera; porque para salvarse hay que tener la fe católica, no la ecuménica, no cualquiera, sino la fe sobrenatural que confiesa a la Santísima Trinidad y la Encarnación del Verbo de Dios en las entrañas de la Santísima Virgen María.
Pidamos a nuestra Señora para que Ella nos consolide en la verdad y poder permanecer fieles a la santa Iglesia Católica aun en la peor de las persecuciones y tribulaciones por las cuales podamos y pueda pasar no solamente cada uno de nosotros sino la Iglesia, verdadera perseguida, la Iglesia católica, que es la tradicional. +
PADRE BASILIO MERAMO
21 de Abril del 2002