Amados
hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
En
este tercer domingo después de Pascua, ya pasó la época de la comunión Pascual
que la Iglesia nos pide; sin embargo, aquellos que no la hayan hecho por
cualquier circunstancia, con culpa o sin ella, la pueden hacer cuanto antes,
con la confesión que pide la Iglesia sin fijar la fecha, por lo menos una vez
al año, como para decir que somos católicos; entonces no nos olvidemos del
precepto de la comunión pascual.
Vemos
la incógnita ante las palabras de nuestro Señor Jesucristo; no olvidemos que
los apóstoles estaban tristes, acongojados, nerviosos, atribulados por todos
los eventos que se sucedían y que nuestro Señor también les había indicado: su
Pasión, su muerte y la persecución. Los apóstoles estaban apesadumbrados y
nuestro Señor les quiere dar ánimo, por eso les dice: “Dentro de poco ya no me
veréis; mas poco después me volveréis a ver”. Este poco tiempo que “no me
veréis” y que “me volveréis a ver”, los Padres y los Santos de la Iglesia lo
han interpretado de diversos modos. Para mí no cabe sino un solo modo y es el que
le dio el gran San Agustín, que muchas veces se da el lujo de interpretar en
forma distinta a todos los otros Padres, y es tal su ingenio y su genio que
santo Tomás lo pone en la balanza al mismo nivel, como si la sola opinión de
San Agustín equivaliese a la de todos los otros por esa perspicacia y
profundidad sobrenatural.
Lo
que sucede es que a veces un sentido no excluye otro. Y puede ser el caso el de
este poco de tiempo que los Padres de la Iglesia dicen que se refiere a los
tres días que estaría en el sepulcro, que no lo verían durante ese tiempo hasta
que resucitara durante los cuarenta días. Pero San Agustín dice que se refiere
al lapso que va después de la Ascensión a su segunda venida cuando venga en
gloria y majestad. Y en realidad, si lo miramos así, es la única
interpretación, aunque no excluya la otra. Pero podremos decir que es una
explicación suprema, porque si analizamos el contexto, lo dice muy claro,
“porque me voy al Padre”; y ¿cuándo nuestro Señor va al Padre? Después de la
Ascensión. Luego el tiempo que Él considera “poco”, es toda esta historia de la
Iglesia y de la humanidad, desde la Ascensión hasta la Parusía.
Vemos
entonces cómo la apreciación de este pasaje del evangelio es eminentemente
apocalíptico, no lo olvidemos, no me cansaré de decirlo; porque esa fase de los
novísimos, de las postrimerías no hay que ignorarla, sobre todo hoy más que
nunca cuando nos encontramos en una situación verdaderamente angustiosa que
evoca el fin de los tiempos, y que no hay que confundir con el fin del mundo;
porque en el ínterin entre el fin de los tiempos y el del mundo está el reino
de nuestro Señor Jesucristo sobre esta tierra, para juzgar no solamente a los
muertos sino también a los vivos.
Todo
lo que sucede es a veces de difícil explicación, como la primera resurrección y
la segunda, que tan mal traída está por la exegesis contemporánea, deudora de
muchos errores que se han repetido. Sabios como los padres Castellani, Eusebio
de Pesquera, Rovira o Alcañiz, han tratado de corregir ese error infructuosamente,
porque también, desafortunadamente, hay que decirlo, en la predicación, en la
exegesis y en la teología se introducen en la Iglesia modas, corrientes que se
imponen y si no se tiene y no se agudizan la inteligencia y luz sobrenatural,
se repite y se copian esos mismos errores. Yerros que les valieron a los judíos
no distinguir la primera venida de la segunda. Por eso crucificaron a nuestro
Señor, porque no fue el rey que ellos esperaban. Y si a ellos les fue así por
ese error de moda, político o lo que fuera. Quién sabe si no nos está yendo tan
mal a causa de eso, por una mala concepción del reino de nuestro Señor
Jesucristo sobre esta tierra, sobre vivos, y digo esto de paso pero dada su
importancia, para que nos demos cuenta.
No
hay que confundir el fin de los tiempos con el fin del mundo. Porque todo lo
anunciado apocalípticamente está para el fin de los tiempos, la gran crisis, la
gran apostasía, la gran hecatombe dentro de la Iglesia zarandeada, sacudida por
Satanás, las horas de las tinieblas. ¡Ay de nosotros si nos equivocamos y no lo
vemos!, ¿cómo nos defenderemos? Hay que estar alertas, vigilantes y con
verdadero espíritu de fe pedir esa inteligencia de los misterios de Dios.
San
Agustín dice, entonces, que todo ese tiempo desde la Ascensión de nuestro Señor
hasta su segunda venida, es cuando que no le verán, pero que será poco, porque
cuando ya venga todo el tiempo que antes nos habría parecido largo, parecerá
entonces corto. Como siempre pasa aquí con lo de este mundo, con grandes inconvenientes
esperando un evento, y cuando se da, todo lo que se sufrió, se pasó y lo que se
esperó, parece que no existiera; pues algo parecido y mucho más será cuando
aparezca nuestro Señor. Esa es la gran esperanza y la necesidad de que nos
encuentre santos y no carnales, con los deseos de la carne, que como dice San
Pedro en la epístola de este día, “combaten contra el alma”, contra el
espíritu.
Y
sabrá el diablo si el mundo de hoy no es carnal, cuando todo es pornografía,
desnudez de la moda en las mujeres, esa desvergüenza, ya no hay pudor ninguno,
más les valdría salir en cueros para que por lo menos tuvieran frío o para que
se asen con el sol, a ver si aguantan. Por eso no podemos ser ingenuos, ni
católicos tontos, ni bobos, no dejarnos engañar por un mundo satánicamente
carnalizado; él sabe que llevamos la concupiscencia en la carne, en las venas,
en la sangre y que tenemos que luchar contra las pasiones con látigo, rejo y
martillo y hacha y machete, pero hay que hacerlo. No se pueden vencer las tentaciones
sino con oración, sacrificio y penitencia, para tener medio domado al animal
que llevamos dentro, que surge cada vez que la razón específica formal del
hombre se obnubila.
De
allí la definición del hombre, animal racional, y cada vez que esa razón se
aminora, sale el animal, que es él quien mata, odia, fornica, se degenera. Ese
es el peligro del alcohol, ¿por qué creen que emborracharse es pecado mortal?
Porque quita la razón, y ¿qué emerge?, el bruto; por eso debemos tener cuidado
de nosotros mismos. Si a todo esto le agregamos el mundo y el demonio, ¿dónde
vamos a parar?
Por
eso estamos como estamos. Queremos una religión light, fácil, donde no
haya pecado, donde no haya mal sino lo que a mí me parezca, lo que a mí me
plazca. No usemos la libertad como dice San Pedro, “a manera de velo”, sino que
la utilicemos como hijos de Dios; y hoy ¿qué se hace de la libertad? Se
convirtió en libertinaje. Contrario a lo que dice nuestro Señor. Porque el
libre albedrío basado en la verdad es lo que nos hace hijos de Dios y seres
realmente libres. Debe ser una libertad en la verdad y no en el pecado, no en
el error como hoy se quiere y como San Pedro lo señala en su epístola; no es un
escudo la libertad para hacer lo que el hombre quiere según sus apetitos animales,
sino los espirituales, según los de Dios; no olvidemos que lo que tenemos los
hombres en común con los animales es el procrear, el comer y el dormir.
Así
que ¿dónde está la libertad del hombre? Es una libertad pecaminosa, no de
animal, porque es lo que tenemos en común. Por eso entonces hay que
sobrenaturalizarlo para no quedar en la pura animalidad sino que venga a lo que
es superior, a lo que es del alma, a lo que es del espíritu, a lo que es de
Dios y así podamos usar bien ella y no como un escudo que nos permita hacer lo
que queramos, que es lo que hace hoy la juventud, el hombre y la mujer
modernos, “hacer lo que se me dé la gana, no estoy sujeto a nada ni a nadie, ni
a Dios, porque elijo la religión que quiero, el culto que más me convenga”.
Libertad religiosa, ¡maldita, herética y
apóstata! Es una verdadera apostasía.
Por
eso en el evangelio de hoy, toda esta vida aquí en la tierra hasta la segunda
venida de nuestro Señor, es comparada a un parto, como nos muestra San Agustín
hablando de ese poco de tiempo “en que no me veréis y otro poco me volveréis a
ver”. Toda la vida histórica de la Iglesia está comparada a un parto, a un
dolor, pero que después desaparece. Quiere decir que nuestra vida espiritual,
la conversión de los infieles, la vida sobrenatural privada y la pública, de
cada uno, es como dolores de un alumbramiento, pero que ese malestar después se
convierte en alegría, en gozo, por haber dado un hombre al mundo. Así da la
Iglesia hombres para el cielo, esa es su misión, la de sufrir y la de parir
cristianos para Dios y que ese penar, ese sacrifico, esa tristeza, se
conviertan en alegría.
Pero
hacia el fin de los tiempos esos tormentos se acrecientan; cuando la hora de
dar a luz se acerca es cuando más terrible y de aflicción es el momento; lo
mismo lo será para la Iglesia. No debemos entonces desesperarnos. Esa es la
importancia de la interpretación de San Agustín sobre las congojas de la vida
en general, de la Iglesia y sobre todo al fin de los tiempos antes de la
segunda venida de nuestro Señor. De ahí ese estrechamiento de la Iglesia, ese
repliegue que lo vemos en la medición del templo en el Apocalipsis, reducida a
un pequeño rebaño fiel, porque: “no todo el que dice ¡Señor, Señor!” es de
Dios.
Desgraciadamente
no todo el que hoy se dice católico lo es, puesto que yo no puedo ser católico
y modernista al mismo tiempo, estar en ruptura con la Tradición de la Iglesia,
perseguirla, eso es una contradicción, pero es parte de los dolores de parto de
los cuales hoy nos habla el evangelio. Por ello hay que sufrir con gozo, para
así poder resistir, y con verdadera fe seguir permaneciendo fieles a nuestro
Señor, para que cuando Él venga, nos encuentre vigilantes y esperándolo y no
dormidos.
Ese
es el mensaje del evangelio de hoy si bien miramos, si bien lo interpretamos y
vemos la esperanza que encierra y eso debe entonces reconfortarnos,
fortificarnos para que podamos seguir adelante en medio de un mundo carnal, de
un mundo que en definitiva odia a Dios y se opone a la su obra.
Pidamos
a nuestra Señora, a la Santísima Virgen María, que nos ayude para que seamos
fieles y así nuestro Señor nos encuentre dignos de ser suyos. +
P. BASILIO MERAMO
11 de mayo de 2003
11 de mayo de 2003