Después de transcurrir el tiempo pascual éste se cierra con Pentecostés, es decir, con el envío del Espíritu Santo que vivifica a la Iglesia, que es su alma y la gran promesa de nuestro Señor, el Espíritu Santo es quien nos recordará todo lo necesario para nuestra salvación, para que la Iglesia perdure hasta el fin de los tiempos. Es importante tenerlo presente porque la Iglesia no es un ente muerto aunque esté hoy maltratada, ultrajada, pero sin embargo camina por esa unión con el Espíritu Santo, que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Y ésta nos vivifica también en el amor divino por la gracia; y no que hay olvidar que es una participación a la naturaleza divina de Dios y por eso somos como otros dioses, “seréis como dioses”, no por mérito propio como orgullosamente quiso Satanás hacerlo, sino por medio de nuestro Señor. Igual fue la gran tentación de la serpiente a Eva, a nuestros primeros padres, y es la gran atracción del hombre, el querer ser como Dios, no por obra y gracia de su ser, sino por propio derecho, por su propia dignidad, por su propia libertad, por su propia personalidad.
Ya se ve cómo en todo este ecumenismo, en todo este modernismo, está latente toda esa herejía de la divinización del hombre por sus propios méritos, por su propia naturaleza, por su propia dignidad; ese es el gran error, la gran herejía y será la gran apostasía que culminará representada en una cabeza que será el anticristo; antes de ella habrá muchos antecesores, predecesores que le prepararán el camino. Debemos estar vigilantes y saber a qué atenernos, para que no nos pase lo del camarón que se duerme y se lo lleva la corriente.
Católico que se duerme lo envuelve el torbellino de este mundo, que camina hacia la divinización del hombre sin la gracia de Dios, sin nuestro Señor Jesucristo, sin la Iglesia. Si se llegase a hablar de gracia, es una exigencia; esa es la idea de Henri de Lubac, que fue ensalzado por tamaña herejía; son hechos.
Y bien, después de festejar la Resurrección, la Ascensión de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, la Iglesia nos trae en este primer domingo después de Pentecostés el gran misterio del Padre, de la Santísima Trinidad, que especifica, que determina nuestra atención, nuestra creencia en Dios y eso es netamente sobrenatural. Porque a Dios se le puede conocer naturalmente, tributar un culto natural como dueño y Señor de todo lo creado, autor del universo; pero esa no es nuestra relación; la nuestra no es un culto o una relación natural, no es un conocimiento natural de Dios omnipotente, absoluto, infinito, eterno, sino que además es Dios Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Por ello ese gran dogma de esa multiplicidad relativa en Dios, que podría decirse es el gran misterio de la relatividad divina, porque nosotros podemos concebir, como lo han hecho los paganos, un Dios creador omnipotente, bueno, eterno, sabio, inteligente, bondadoso, absoluto. Lo inconcebible para ellos es que ese Dios eterno, absoluto uno sea a la vez trino sin que haya tres dioses, como farisaicamente alegaban los arrianos a los católicos, a San Atanasio, de creer en tres dioses al proclamar la Trinidad o al afirmar que nuestro Señor era también Dios y no simplemente un gran personaje, un gran profeta, un ser excepcional, pero sin reconocer su divinidad como hacía Arrio, el sacerdote judío de Alejandría.
Esa herejía se extendió por todo el universo y hubo necesidad de grandes sabios como San Atanasio para que se mantuvieran la llama y la luz de la verdad de los misterios de Dios. Y para que nuestro Señor sea verdaderamente Dios, además de ser hombre se requiere antes el reconocimiento y el conocimiento sobrenatural de la Santísima Trinidad, de la cual monseñor Lefebvre decía que era muy difícil predicar porque los misterios superan nuestra inteligencia, la razón y el entendimiento. Nos adherimos a ellos por un acato sobrenatural de fe que se liga al testimonio fidedigno de Dios, cree en su palabra.
Por ello es pecado contra la fe no creer en la palabra, en el testimonio de Dios y peor cuando esta prueba es nuestro Señor Jesucristo en persona, que se encarnó para revelar los misterios de Dios.
Toda nuestra fe se basa en la revelación de Dios, de su palabra, sin olvidar que se encarnó, porque la palabra de Dios es el Verbo eterno y éste se hizo carne, se hizo hombre. Pero como dice San Atanasio, no se convirtió la divinidad en carne sino que asumió la naturaleza humana, la carne. Decía que había que creer en la Santísima Trinidad y en la encarnación de nuestro Señor para salvarnos. Explicaba, además, que el Padre era eterno, que el Hijo era eterno y que el Espíritu Santo era eterno, pero se creía en un solo Dios, no había tres eternos y tres dioses, tres omnipotentes, sino un solo Dios en tres personas. Eso es lo que hace imposible a todo entendimiento creado, sea genio o normal, el conciliar que Dios, uno, absoluto, sea también a la vez relativo, porque las personas de Dios son una relación de origen, son en todo igual, en lo único que se distinguen y se diferencian es en un vínculo de procedencia.
Y, ¿qué quiere decir eso? Que el Padre no procede de nadie, es ingénito, que el Hijo procede del Padre como emana el pensamiento de la inteligencia, y por eso se condensa en su Verbo, que es el Hijo. El Hijo procede del Padre; esa unión que podríamos ver entre el pensamiento, entre los nuestros, nuestras ideas, nuestros conceptos y la inteligencia; pero mientras en nosotros es un accidente, en Dios no. Es una realidad que constituye una persona divina y por eso el Verbo es el Hijo del Padre, procede del Padre, que lo engendra como lo hace la inteligencia con el pensamiento y por eso se da esa comparación, esa relación, comparándola con el intelecto.
El Padre y el Hijo al verse el uno frente al otro, por decirlo así, no pueden sino suspirar de amor el uno por el otro y en esa exhalación de amor se genera el Espíritu Santo. Por eso la distinción es simplemente una relación de origen, no ya a la inteligencia como en el caso del Hijo sino al amor, a la voluntad de Dios. Son explicaciones que nos dan una pauta, una lejana idea, pero que nos pueden ayudar a comprender y por eso se llama el Espíritu Santo, por ese amor, por ese soplo de amor porque es de Dios.
Y así entonces creemos en la Santísima Trinidad y no en tres dioses sino en un solo Dios verdadero en tres personas. Eso es lo que significa cada vez que nos santiguamos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; proclamamos, profesamos ese dogma esencial de la Santísima Trinidad sin el cual es imposible salvarnos, sin el cual nadie cree sino es movido por el Espíritu Santo, por el Espíritu de Dios; por ello debemos guardar esa característica sobrenatural de nuestra fe, para que no degenere en una fe puramente natural. Eso es lo que nos distingue de los judíos, de los musulmanes, de los budistas y de todas las falsas religiones que no creen, que no aceptan y que no reconocen a la Santísima Trinidad y creen, más aún, que cometemos un pecado de idolatría al hablar, según ellos, de tres dioses.
Por eso San Atanasio explicaba que creemos en tres personas distintas pero en un solo Dios verdadero, no en tres dioses y así se cierra este misterio que contemplaremos por toda la eternidad después de haber pasado por esta vida efímera en esta tierra. Consideremos a Dios en ese y en todos sus misterios, como el de la Encarnación que es el segundo gran dogma de nuestra santa religión.
Pidamos a la Santísima Virgen María que cada vez más, a través de la oración y la meditación podamos penetrar estas creencias insondables de Dios que es lo que han hecho los Santos y que no estemos tan distraídos, dispersos, con la radio, la televisión, las revistas, las noticias; todo eso es nada por muy importante que pueda parecer, ante la Trinidad infinita de Dios.
De ahí que uno de los principales enemigos sean los medios de comunicación que impiden que el alma repose en la contemplación de las cosas de Dios, en la oración. Voy a decir algo que les va a chocar, pero es la realidad: desgraciadamente aquel que quiere rezar y acercarse a Dios, como no sabe hacerlo, se pone a hablar y a hablar y se dedica a una oración puramente vocal y como hay manuales que ayudan a ello, piensan que en eso consiste. Es un grave error y los libros de devoción son un auxilio, para que podamos a entender, como un piloto que ayuda a encender el motor. Pero no para que se conviertan en el centro de la oración.
Me da vergüenza decirlo, pero es así, lo vemos aquí en la capilla frente al Santísimo sacramento, “bla, bla, bla”; entiendan bien esto, no es que esté en contra, pero sepan hacer uso de esos libros de devoción ante el Santísimo Sacramento o ante Dios. Eso debe ser simplemente el inicio que nos dé la chispa para que nuestra alma, después, elevándose humildemente, llegue a reposar en Dios. Falta esa vida de oración, de vida interior y por eso la religión, para acabar, pareciera ser para esas beatas que lo único que saben hacer es “bla, bla, bla”, pues cuando rezan el Rosario no lo hacen con devoción. El santo Rosario es una excelente oración vocal y está mal dicho si yo no reflexiono en los misterios de la vida de nuestro Señor que son un Evangelio resumido. No es un puro hablar y hablar, detrás de todas las Avemarías está la meditación; de allí la conveniencia de anunciar el misterio y el fruto de ese él para que a lo largo de esa decena haya un recogimiento y una contemplación de los dogmas de Dios. No sé si está claro, pero es para señalar que debemos rezar con el corazón y no con la boca.
Debemos ir a la esencia de las cosas, a la intimidad, al corazón, a la médula, para que nuestra religión católica que hoy está siendo adulterada, corrompida, ultrajada, no sea el puro follaje superficial, como pasó con el judaísmo y el fariseísmo, que convirtió la religión del Antiguo Testamento en puro ritual externo y así, podamos entonces adorar a Dios en Espíritu y en verdad. Que no seamos fariseos quedándonos únicamente con lo externo, con el palabrerío sino ir al corazón, a la médula.
Es por eso que Dios ha permitido, sin ninguna duda, esta gran hecatombe, para que toda esa escoria, esa superficialidad, esa vanidad disfrazada de piedad y religión caiga; que así como el oro se acrisola con el fuego, así se purificará a los verdaderos fieles en los últimos tiempos que vivimos, al fuego, para que caiga la escoria, lo superficial y que quede realmente el oro.
Pidamos a nuestra Señora para que Ella nos ayude verdaderamente a contemplar y amar a Dios como Él quiere y se merece. +
PADRE BASILIO MERAMO
15 de junio de 2003