Amados hermanos en
nuestro Señor Jesucristo:
Esta es la tercera
Misa de Navidad y corresponde a la Misa del día. La primera fue la Misa de
medianoche, de gallo; y la segunda, la Misa del alba o de la aurora. Con estas
tres Misas la Iglesia quiere manifestar lo sublime que es esta fiesta de la
Natividad de nuestro Señor Jesucristo, de la Navidad, por lo cual en esta
tercera Misa, la Iglesia ha elegido se lea el evangelio de San Juan con el que
finalizan todas las Misas.
San Juan, el
discípulo amado, es representado por el águila para simbolizar su alto vuelo,
agudeza y profunda visión al situar al Verbo desde su origen en la Trinidad.
Dice en su evangelio: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en
Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio en Dios”. Ese principio es
el Verbo que se hace hombre y: “en Él estaba la vida, y la vida era la luz de
los hombres, y la luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la han
recibido”. “Existía la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a
este mundo”. “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”. “Pero a todos
los que le recibieron, que son los que creen en su nombre, dioles potestad de
llegar a ser hijos de Dios”. Es taxativo, fundamental, nos sitúa directamente
en el orden sobrenatural; el concepto de Dios se adquiere por el conocimiento
natural, pero el concepto de Cristo nos introduce directamente en el plano de
lo sobrenatural, en el orden sobrenatural de la fe.
Por eso, al pronunciar
el nombre de nuestro Señor Jesucristo no queda más que arrodillarse y adorarlo
como a Dios, como al Verbo Encarnado. Es lo sublime de la religión católica que
excluye toda falsa religión, todo otro nombre, toda otra posibilidad de
salvación, cualquier otra iglesia, y eso hay que reafirmarlo hoy en medio de
tanta confusión en materia religiosa, de salvación y en materia de gracia. Por
eso San Juan es taxativo, no deja lugar a dudas, proclama esa fe y la
generación eterna de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que es lo que
quiere significar esta tercera Misa, la generación eterna en Dios del Verbo que
procede del Padre; el Padre que le engendra desde toda la eternidad, desde
siempre, y que por ese Verbo se han
hecho todas las cosas; el universo y toda la creación converge en nuestro Señor
Jesucristo. Es Rey de Reyes, Cristo Rey.
Desgraciados
aquellos hombres y pueblos que no quieren someterse al suave yugo de nuestro
Señor y no quieren reconocerle. Y ¡maldita, mil veces maldita sea la libertad
religiosa que le niega el derecho de exclusividad a nuestro Señor! Por eso, es
una herejía el ecumenismo que flagela y destruye la Iglesia, que pretende
destruir la majestad de Dios y eso el mundo no lo ve, porque no tiene fe; no se
consideran estas verdades a la luz sobrenatural de la fe y por eso la Iglesia
está siendo cada vez más reducida a un pequeño rebaño fiel a nuestro Señor.
No podemos dejar
pasar sin advertirlo, debemos estar vigilantes, que no en vano festejemos la
Natividad de nuestro Señor. Si Él no es el Cristo, si Él no es el Ungido,
¿quién es el Verbo de Dios entonces? Habría que ver qué significado tiene la
Navidad. Toda la religión católica caería por tierra. Se socavan la religión y
la Iglesia católica al permitir la posibilidad de salvación no en el nombre de
Cristo sino en cualquier falsa religión, como era lo que proclamaba esa falsa
santa: la Madre Teresa de Calcuta.
Y que Dios y ustedes
me perdonen, mis estimados fieles, pero es la verdad a la luz de la fe; ¿cómo
es posible que el apostolado de ella consistiera en que cada uno se puede
salvar, ya sea un buen pagano, un buen musulmán o un buen judío? Eso es
filantropía, no es la caridad de Dios que debe predicar a Cristo; el apostolado
es atraer a los infieles y a todos los hombres al nombre de nuestro Señor
Jesucristo; ese es el apostolado de la Iglesia y no lo que hoy se predica, “que
cada uno sea bueno en su creencia, según su conciencia”. ¿Cuál conciencia? La
inconsciencia que da un mundo impío y ateo que por orgullo no quiere reconocer
la sumisión y la sujeción de todos y de cada uno de nosotros a nuestro Señor
Jesucristo y proclamar que Él es el Rey de Reyes, que es la revelación del
Padre como acabamos de ver en la epístola; antaño, y como pasó en todo el
Antiguo Testamento, Dios hablaba a través de los profetas, pero después ya no
habla a través de los profetas sino a través de su Verbo mismo, de su Palabra
que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Palabra de Dios, eso
quiere decir el Verbo, el Hijo de Dios.
No es posible perder
la noción de estas verdades fundamentales, necesarias para ser católicos; es un
ejemplo de cuán diluida está la doctrina y la verdad católica, el fundamento de
nuestra sacrosanta religión; y cuán profanado el nombre de Jesús, su cruz y su
Iglesia. Debemos reanudar esos principios fundamentales de nuestra religión
para que nuestra fe se enaltezca, sea pura e inmaculada; una fe afirmativa, no
una fe diluida; una fe que ya no es fe sino un puro sentimiento religioso, eso
no es fe sobrenatural, a ese sentimiento religioso no se le puede llamar ni
considerar jamás fe, y ese es el concepto de fe de los protestantes, un
sentimiento avalado por la conciencia y la libertad del hombre; y ¿cómo es
posible que hoy se enseñen todas estas cosas, que destruyen la fe y hacen que
las tinieblas en el mundo sean más densas que cuando vino la luz, nuestro Señor
en persona, a disipar las tinieblas del mundo?
Por tanto, no hay
autoridad en la Iglesia y no la puede haber jamás si va en contra de la luz, de
la verdad y de la doctrina católica. Lo que hay, cuando no se cumple con el
sacrosanto deber, es una claudicación; caiga la piedra a quien le caiga, pero
lo debemos tener claro para seguir profesando la fe católica, apostólica y
romana, para seguir perteneciendo a la Iglesia de Dios, a la Iglesia de nuestro
Señor Jesucristo, y no que nos abracemos en un sincretismo religioso “sin
dogmas que dividan en unión con todos los hombres” en la sinagoga de Satanás,
que es la obra del judaísmo, obra de la masonería; esa no es la Iglesia
católica.
De esta tribulación,
creemos que saldrá la Iglesia acrisolada, purificada, pero hay que cuidarnos de
no ser consumidos en esa purificación; para no ser consumidos y destruidos
tenemos que permanecer con la llama de la fe encendida y que no se diluya en un
sincretismo religioso del cual la Iglesia es una de tantas creencias más; eso
es lo que propaga el ecumenismo, eso es lo que significan esas reuniones y
ceremonias inter religiosas de Asís y de la misma Roma, profanando la tumba de
San Pedro, primer Papa de la Iglesia católica. Todo esto nos hace reflexionar
para que esta Navidad sea una proclamación de fe, un acto de fe vivido y no un
sentimiento religioso o una opinión sino un dogma de fe, porque la proclamación
de la fe implica nuestra salvación.
Esta es la época de
apostasía que nos tocó sufrir: oscuridad, tinieblas, con muy poca luz,
apagándose la fe que todavía queda en los fieles que, perdidos y descarriados,
vagan como ovejas sin pastor; hay que alimentarlas con el pan de la verdad y la
verdad es Dios y Dios es nuestro Señor Jesucristo. Esto es lo que proclama como
un águila San Juan evangelista, el discípulo amado, el discípulo preferido y
además primo de nuestro Señor, como atestiguan los Padres de la Iglesia.
Pidámosle a nuestro
Señor esa fe en Él, que nos santifica; no puede haber obra de santificación si
no hay fe, y sin fe no puede haber caridad ni amor a Dios; por tanto, la fe es
esencial, es uno de los fundamentos de la Iglesia católica y esa fue la fe que
tuvo nuestra Señora. Ella, que creyó como ningún otro mortal en la divinidad de
su Hijo, siendo Ella una criatura, por lo que se consideraba a sí misma indigna
de tan altas grandezas a las cuales Dios la llamó, a lo que apenas supo
contestar: “Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Sierva de
Dios, como quien dice la sirvienta de Dios, eso es la criatura ante Dios, somos
siervos y Dios nos llama a ser hijos, asimilándonos a nuestro Señor Jesucristo
y que por lo mismo se nos da en el Pan Eucarístico, en la Sagrada Hostia; eso
significa la Comunión, no es un pedazo más de pan, como lo creen hoy.
¡Hasta dónde hemos
llegado y quién sabe hasta dónde llegaremos en la destrucción y demolición de
la Iglesia! por obra y mérito de los mismos pastores, de la misma jerarquía; eso
es lo terrible y doloroso. Debemos aferrarnos cada vez más a nuestra Señora
para que Ella nos proteja, nos conforte y nos consolide en la fe y en el amor a
su Santísimo Hijo. +
P. BASILIO MÉRAMO
25 de diciembre de 2000
25 de diciembre de 2000