Con este primer domingo de Adviento se inicia el año litúrgico alrededor del ciclo de Navidad. Es la preparación, una especie de Cuaresma para la Natividad de nuestro Señor; corresponde al color morado de penitencia y de oración que caracteriza este tiempo, para prepararnos a festejar la Navidad. Puede asombrarnos que comience el año litúrgico con el evangelio que hace alusión al fin de los tiempos, al Apocalipsis, a la segunda venida de nuestro Señor; no solamente que comience el año litúrgico con esta visión apocalíptica, sino que también termine cada año con la misma visión, con el texto paralelo de San Lucas que leemos hoy en San Mateo. Esto nos da una idea de hacia dónde debe dirigirse la mirada durante nuestra vida aquí en la tierra y no creer como sucede, que no hay que pensar en el Apocalipsis, porque esas son cosas que están más allá de nuestra comprensión, y debemos dejarlas de lado; mientras, la Iglesia nos incita a ello con este inicio del año litúrgico apocalíptico, e igual remata con la misma idea, con el mismo concepto, con la misma noción.
La Iglesia es una Iglesia esjatológica, apocalíptica. Digo esjatológica y no escatológica porque como explica el padre Castellani, escatológico sería lo pornográfico, lo inmundo, lo sucio y no lo último, como quiere decir esjatón. Hasta en eso el error paladinamente se ha filtrado y universalizado, pues no es de extrañar que en todo lo que forma parte de lo apocalíptico, del último libro del Nuevo Testamento y el único libro profético que es el Apocalipsis, haya tanto error, haya tanta confusión y haya tanto pánico, cuando es otra la realidad para el católico. En realidad es de esperanza, no de miedo, no de confusión.
Para los malditos, para los que no son hijos de Dios, para los que han rechazado a la Iglesia y a Dios nuestro Señor, sí serán días de calamidad y de miseria, pero para aquel que sufre persecución por ser fiel a nuestro Señor, esa es su esperanza: que venga nuestro Señor en gloria y majestad a liberarnos del maligno y que venga su reino. Como lo dice el Evangelio, cuando veamos estas cosas es porque el reino de Dios está cerca; el reino que pedimos en el Padrenuestro, que venga a nosotros su reino, es el objeto de nuestra redención y la de todo el universo sometido al pecado. Porque el mundo, tal como lo vemos hoy, no es como lo concibió Dios en su inicio; fue modificado profundamente por el pecado de los ángeles y el de Adán más todos los nuestros.
De ahí el gran mal, y todo lo malo que podamos ver y que escandaliza a tanta gente. ¿Cómo un Dios tan bueno permite el mal? Éste fue introducido por el pecado de apostasía de los ángeles, por la de Adán, por la nuestra, sin olvidar la gran apostasía y deicidio de los judíos.
Tenemos esa tara y de ahí todos los males, todas las enfermedades y aun la misma muerte. Pero Dios es tan poderoso que lo permite y a pesar de todo termina haciendo lo que Él quiere y hacia eso nos encaminamos. La historia de la Iglesia recorre una persecución permanente con épocas más o menos agudas, hasta la última de todas, que será la peor. Dios las permite para purificar a los que verdaderamente lo aman y la gran purificación final, la cual estamos viviendo ya, no hace más que recordarnos la pronta venida de nuestro Señor. Se evoca la imagen de la higuera y de todos los árboles que cuando ya comienzan a retoñar y a dar frutos es porque el verano está cerca.
Si reparamos en los acontecimientos dentro y fuera de la Iglesia, vemos cómo todas aquellas cosas no hacen más que acelerar la pronta venida de nuestro Señor que debemos tener siempre presente. Por eso la Iglesia la presenta en el primer domingo de Adviento, que nos prepara para la Navidad de nuestro Señor y complementa la primera con la segunda venida de Él, sin la cual la primera quedaría truncada; el plan primigenio de Dios quedaría truncado y eso no puede ser. Por tal razón, el evangelio de hoy habla de que está próximo el reino de Dios. Y no es que haya contradicción cuando se dice que el reino ya está en esta tierra y que comienza con la gracia, con la Iglesia.
Evidentemente ese reino todavía no está en todo su esplendor como debiera ser, porque no es nuestro Señor el que reina sino el príncipe de este mundo que es Satanás. Pero el reino de Dios tendrá que venir, para que culmine en esa plenitud y todo quede sumiso a Él como Rey de la creación. Vendrá en gloria y majestad, no como en su primera venida en la humillación, en esa profunda humildad, sino ya como Rey y juez del Universo.
Ese debe ser el objeto de nuestra esperanza, como lo fue para la Iglesia primitiva y en eso consistía el resorte de su espiritualidad y de su santidad para no caer en el pecado, para no caer en un mundo rodeado de paganismo como el que nos toca vivir. Por eso Satanás es contrario a todo aquello que evoca la Parusía de nuestro Señor, cuando es la misma liturgia de la Iglesia la que nos coloca frente a este hecho, pero que desgraciadamente –hay que decirlo–, por error o por ignorancia, por dejadez del clero y de los teólogos, estas realidades no son puestas en evidencia sino que se dejan de lado; es otro el espíritu de la Iglesia y de la liturgia, como podemos ver en los dos evangelios, el del comienzo y el del final de cada año litúrgico.
Es más, podemos preguntarnos: ¿tiene algo que ver la Navidad con la Parusía? Sí, tiene mucho que ver, porque son dos venidas las de nuestro Señor. La primera venida, cuando se encarnó y nació, quedaría incompleta, trunca, sin la Parusía, sin la segunda venida en gloria y majestad. No se nos puede olvidar que nuestro Señor es Rey y que el pecado distorsionó el plan divino y no puede quedar así distorsionado por siempre. Luego, algún día, tarde o temprano, ese anhelo de la humanidad toda, una, reunida no en un falso Cristo, sino en el verdadero, esté formando un solo rebaño y bajo un solo pastor y Él será reconocido y aclamado como el Rey de todos, por todos y de todas las naciones. Sin esa segunda venida quedaría trunca, chueca, no solamente la historia, sino la misma realeza de nuestro Señor Jesucristo.
De allí que antiguamente se le pintaba como el gran Señor, el Pantocrator, el Omnipotente o el Cristo glorioso, cuando se tenían más vivas esas realidades postreras y últimas que están relatadas en el Apocalipsis y que no hacen más que anunciarnos la segunda venida de nuestro Señor, sin la cual la primera quedaría entonces maltrecha, sin coronación, sin perfección. Por eso la Iglesia en su sabiduría la asocia con el primer domingo de Adviento no un evangelio conforme a la primera venida, a la Natividad del Señor, sino a la segunda, a la Parusía, para que quede así el contraste patente.
Tengamos siempre presente esto y no caigamos en el error, en la confusión, en visiones parciales de las cuales surgen herejías como la del progresismo.
Progresismo que consiste en procurar esa gran unión de la humanidad, pero no en Cristo, sino en el hombre. Todo lo que Dios promete a través de Él, el diablo lo quiere prometer a través no de Cristo, sino del Anticristo y he ahí la explicación profunda de por qué ese rechazo a todo lo apocalíptico, esa ignorancia, esa falta de exegesis.
Aquellos sacerdotes venerables que han hablado, que han estudiado, han sido perseguidos cruelmente como lo fue el padre Castellani, acosado hasta volverlo casi loco, en Manresa, poniéndole inyecciones que se les aplican a los demente, cuando era el único doctor sacro en Teología que ha habido en toda América durante los quinientos años de su existencia. Fue acechado, incluso por un obispo que hoy es cardenal, Jorge Mejía, argentino, judío, uno de los principales enemigos del padre Castellani, eyectado de la Compañía. ¿Por qué? Porque había dedicado su vida a interpretar el Apocalipsis de acuerdo con los Padres de la Iglesia y no solamente él, sino también el padre Florentino Alcañiz que murió casi loco y perseguido por iguales motivos y así mismo otros padres, prácticamente todos jesuitas, pero perteneciendo a una Compañía donde ya no reinaba el espíritu de San Ignacio, sino el espíritu de Satanás.
Ese espíritu antiexegético, antiapocalíptico, es el que desgraciadamente impera en la teología anormal que podríamos decir está en boga, no de ahora sino desde hace unos cuantos siglos, porque el error viene de larga data, pero cada vez insinuándose más y por eso la alergia muchas veces, de hablar de estas cosas, cuando la Iglesia en su verdadero espíritu nos pone frente a ellas.
Y nos pone como objeto de nuestra esperanza, de nuestra redención, como dice el evangelio de este día, “levantad la mirada porque está cerca vuestra redención”. Son palabras que hay que sopesar, meditar, que están en las Escrituras, en los evangelios y que requieren una exégesis, una interpretación, una fuente, para no caer en un puro alegorismo, que no es más que hacer de los evangelios o del Apocalipsis un libro de mala fantasía, porque hasta a eso se ha llegado. Pregúntenle a un sacerdote por cualquier pasaje del Apocalipsis y van a ver qué es lo que contesta.
Lo peor es que en el fondo hay una gran ignorancia. La Iglesia no es ignorante, es sabia, por tanto, hay necesidad de predicar estas cosas y que los fieles las tengan presentes, porque es el espíritu católico, el de la Iglesia; más en estos tiempos cuando presenciamos esos inicios de gran confusión, de esa gran apostasía que presagia el pronto advenimiento de la segunda venida de nuestro Señor y que la Iglesia quiere que cada año lo asociemos a la primera, a la Navidad de nuestro Señor y que por eso le trae tanto al finalizar como al comenzar el año litúrgico, para que de la meditación de estas cosas saquemos provecho espiritual. Que vivamos de esa verdadera esperanza sabiendo que todos esos males, por terribles que sean, no hacen sino acercar ese gran bien que es nuestro Señor apareciendo glorioso y majestuoso, volviendo a la tierra como lo vieron los apóstoles y sus discípulos el día de la Ascensión.
Ese es el objeto de nuestra esperanza para que podamos también sobrellevar esta dura crisis, esta persecución que excluye a nuestro Señor de la Iglesia para entronizar al Anticristo dentro de Ella; ese es el mensaje de Fátima, que no se ha querido revelar, es el mensaje que dice La Salette explícitamente: “Roma perderá la fe y será la sede del Anticristo, el clero estará en la depravación más atroz, cloacas de corrupción serán los monasterios, las casas religiosas”. Ese es el mensaje también del tercer secreto de Fátima, por eso nuestra Señora en todas las verdaderas apariciones hace recordar esto; en una de ellas, sin palabras, como en Siracusa, no hizo más que llorar durante cuatro días consecutivos, como una madre que ve que sus hijos se pierden y no puede hacer otra cosa más que llorar. Hay que ver si un hijo al ver llorar a su madre no se regenera (porque ya es lo último que puede hacer una madre por un mal hijo), al condolerse del llanto de una madre. Por eso nuestra Señora llora para ver si queda alguno de buen corazón en esta humanidad que viéndola en ese estado se convierta y así poder salvar sus almas.
No debemos olvidar, mis estimados hermanos, que esta asociación apocalíptica que hace la Iglesia es objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza y así no caigamos en ese error de exegesis, de teología, de interpretación, que ha relegado el Apocalipsis a un cuento de fantasías sin realidad, que lo hacen inescrutable, que no tiene sentido, como desgraciadamente ha ocurrido dentro de la Iglesia.
Hoy vemos un falso culto, una falsa misa como la nueva; yo espero, mis estimados fieles, que todos los que vienen se convenzan de la necesidad de guardar la verdadera Misa, porque la nueva es falsa, no es la católica, apostólica y romana; es una adulteración, una corrupción muy sutilmente realizada. Pero esa es la realidad, la degradación del culto de la religión, porque Satanás no quiere las verdaderas Misas que le recuerdan su derrota, el día en que nuestro Señor murió en la Cruz.
Tengamos presentes todo esto cosas para que podamos prepararnos a la pronta Natividad de nuestro Señor y también recordar su segunda venida gloriosa y que sea ese el objeto de nuestra esperanza y así seamos más fieles a Dios nuestro Señor y a la santa Iglesia a través de la mediación de nuestra Señora, la Santísima Virgen María. +
PADRE BASILIO MERAMO
2 de diciembre de 2001