En primer lugar quiero saludar a todos los fieles, tanto a aquellos que me conocen como a los nuevos, y manifestarles la alegría de volverme a encontrar de paso por aquí, en Madrid.
Vemos en el evangelio de hoy cómo los fariseos van hacia nuestro Señor para tentarlo. Uno de ellos, que era doctor de la ley, teólogo podríamos decir nosotros, jurisconsulto, que no le pregunta para aprender, para instruirse, para disipar las tinieblas de la ignorancia en la cual todos nacemos, sino precisamente para tentarlo, no porque les interesase la verdad ni cuál era, sino para buscar una excusa y así tener con qué reprender a Jesús. Nuestro Señor le responde interpretando, como en el Antiguo Testamento, que el mandamiento más grande era el amor a Dios, y el del prójimo.
Esa es la importancia de la caridad, entendida como siempre nos ha enseñado la Iglesia católica, la de hacer el bien a los demás. Por eso dice que amemos al prójimo como nos amamos a nosotros mismos, es decir, del mismo modo, que nosotros nos amamos, procurándonos el bien. Y el mayor bien es la salvación de nuestras almas; el amor al prójimo consiste en querer lo mejor de los demás, aun de los pequeños y la salvación de sus almas y eso por amor a Dios sobre todas las cosas.
Por tal razón, se da la santificación, por la caridad, el amor; de otra manera sería la perversión de la religión católica, la corrupción de todas las Sagradas Escrituras y de toda la Iglesia católica. Lamentablemente hoy se nos predica una falsa caridad y un falso amor. Y la prueba está en que los pecados más aberrantes se cometen en nombre del amor, del amor adulterado y mal entendido, o ¿qué se hace en la mayoría de las películas y de las novelas? En nombre del amor toda una juventud pervertida, manoseándose en las calles, como si eso fuese lo más natural y normal de este mundo.
Y en nombre del amor, peor todavía, se niega el infierno, diciendo ¿cómo será posible que exista si Dios es amor? Y en nombre del amor, Jacques Maritain, el gran filósofo francés, llegó a afirmar que el averno estaría vacío, ¿y qué es un averno vacío? Pues directamente, como si no existiera. Desocupado, decía él, porque incluso podría redimirse hasta a Satanás, y no en vano Maritain fue el padre de la libertad religiosa del Concilio Vaticano II. En nombre del amor, de la caridad, se nos predica otra religión y el ecumenismo que quiere mancomunar a todos los hombres sin dogmas que dividan. Y en nombre del amor, falsear el amor; el anticristo llegará a esta tierra para promover un paraíso terrenal bajo una falsa paz y un falso amor. Hay que estar prevenidos, mis estimados hermanos; nos toca estar vigilantes, porque en nombre del amor, de la caridad, hoy se va camino hacia la apostasía.
Si se niega al enemigo, se niega el combate y vemos cómo en el evangelio de hoy los fariseos, los judíos, a cada paso, las veinticuatro horas del día, acechan para combatir a nuestro Señor. Y en nombre de un falso amor se niega a los enemigos de la Iglesia, al judaísmo, a la masonería, que son los tentáculos y el instrumento de Satanás para destruir la Iglesia que sufre hoy su pasión como la sufrió nuestro Señor en manos de los hebreos. Y de ahí la necesidad de tener espíritu de combate, de vigilancia en esta tierra, porque es una lucha permanente, primero contra nosotros mismos, contra nuestras pasiones, nuestros apetitos y también contra todo aquello que no quiere aceptar que reine nuestro Señor.
Entonces, cómo se va a hablar de verdadero ecu-menismo cuando no se quiere aceptar al verdadero amor a Dios para que le reconozcamos como al Dios Único y Trino. El Dios de la religión católica y de la revelación no es el dios del judaísmo ni el de los musulmanes; ni tampoco es el dios de los budistas ni de cuanta religión hay por ahí, sino el Dios de la revelación católica, de la Iglesia católica, y ese es el gran vaciamiento que estamos viviendo hoy; por eso la gran crisis y la necesidad de recordar el combate, de combatir para defender nuestra religión. Por lo mismo, en defensa de la fe, monseñor Lefebvre fue quien hizo todo lo que hemos visto y continúa haciéndolo a través de la Fraternidad San Pío X por defender la fe; eso es lo que explica toda su actitud, ese es el principio, el motor, el deber que tiene cada católico de preservar su fe ante todos los enemigos de la Iglesia, tanto externos como internos, que se proponen destruir la santa madre Iglesia.
Ahora bien, sin fe se vacía también la caridad, porque ésta supone tanto la esperanza como la fe; pero una caridad sin fe, como la que predica el modernismo actual, el ecumenismo actual, es una falsa caridad. En consecuencia, es la falsificación de toda la doctrina, de toda la religión cuando se nos predica la caridad sin la fe. Y la fe es una adhesión de nuestra inteligencia a la verdad primera revelada que es Dios; es una relación con la verdad primera y ésta me dice: Dios Trino, que es Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, cuya segunda persona se encarnó, murió en la Cruz y fundó la Iglesia con unos sacramentos, con una jerarquía, con un sacerdocio. Todo eso hace a la institución divina de la Iglesia que no se puede cambiar ni socavar como se está haciendo por vía de la autoridad, porque hoy la revolución ha llegado a destruir las organizaciones por la autodemolición, es decir, la autodestrucción, socavando la jerarquía en sí misma, de modo que vemos el padecimiento tan terrible y cruel que vivimos y la gran tentación de sucumbir a la presión.
La prueba de esa presión la tenemos con la reciente caída y traición, porque así hay que decirlo, de los padres de Campos, que se han dejado engatusar por el cardenal Castrillón, que me duele decir, es colombiano, mucho más sutil y sagaz que otros antecesores suyos. Si no tenemos cuidado también nosotros sucumbiremos, y no podemos aceptar entrar en el panteón de las religiones aunque nos den todos los derechos y privilegios como el de la santa Misa, porque será un altar más en el panteón. No lo olvidemos, no podemos creer como algunos han querido pensar, que Roma está cambiando. Sí, está cambiando, pero de táctica como la serpiente, que muda de piel pero sigue siendo la misma. Y es un misterio de iniquidad, porque Roma debiera ser la luz de la verdad, la cátedra de la infalibilidad, y ¿qué vemos hoy? Está convertida en tinieblas, en confusión, lo cual nos hace pensar en la profecía de La Salette: “Roma perderá la fe y será la sede del anticristo”. Eso nos dice la Santísima Virgen María.
No puede haber cosa más terrible y dolorosa para un católico, que ver que de allí, de donde debiera salir la luz de la verdad, pulula el error, el engaño, la mentira, la confusión, como de ese reencuentro de Asís renovado y aun el mismo Vaticano con todas las religiones, sin respetar la tumba del primer Papa, San Pedro, que allí se encuentra. ¿No basta eso para hacer abrir los ojos a los fieles que todavía se creen católicos, pero que no lo son? Porque la Iglesia católica no puede predicar el error, la confusión y las tinieblas, no digo ya la herejía, pero ni aun el error.
No puede haber una fe errónea como la que hoy vemos en la gran mayoría de los que se siguen diciendo católicos. Les han robado, vaciado su fe, y les proponen una nueva y falsa caridad, un falso amor a Dios. Por eso hoy es ineludible de nuestra parte mantenernos firmes en la fe, porque el demonio anda como un león rugiente a nuestro alrededor, para ver a quién va a devorar, como dice san Pedro en una de sus epístolas. No podemos olvidar, no debemos dormir y permitir que nos dé la anemia espiritual y perdamos la capacidad de combate, que no es más que la capacidad del martirio, ya que a eso estamos llamados cada uno de nosotros si Dios así lo requiere, ser testigos, es decir, mártires de Cristo, de la Iglesia de nuestro Señor; para eso tenemos el sacramento de la confirmación, que nos afianza en la fe como soldados de Cristo, no como mercenarios, ni como traidores.
Pero vaya si no hay un pecado contra ese santo sacramento de la confirmación en el cual se nos da la plenitud de la gracia del Espíritu Santo. Si hay un sacramento que podríamos decir del Espíritu Santo, es ese, en el cual se nos da la infusión plena de la gracia y el vigor para consolidarnos como soldados fuertes y aguerridos en la fe recibida en las fuentes bautismales. Eso precisamente falta hoy, hay una claudicación y un verdadero pecado contra el Espíritu Santo; no somos capaces de defender nuestra religión con el tesón que se nos exige sacramentalmente.
¿Dónde están los obispos, los cardenales y los sacerdotes católicos? Sobran los dedos de la mano, porque estábamos seguros de por lo menos cinco obispos católicos fieles: los cuatro de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X y monseñor Lisinio, sucesor de monseñor de Castro Mayer que acaba de claudicar, para tener en su lugar ahora al susodicho monseñor Rifán. Digo esto con toda firmeza, porque no es de hoy, desde hace dos años en el jubileo, la última vez que lo vi le increpé frente a la Escala Santa, para decirle, advirtiéndole que él no era fiel transmisor de lo que decía monseñor de Castro Mayer y que hacía pasar sus ideas (buenas o malas, en eso no me meto), como si lo fuesen. Ahora, dos años después, me da la razón la Historia, cuando claudican treinta sacerdotes que eran la gloria de monseñor de Castro Mayer. Transigen engañados, sin malicia, como cede una doncella de quince años en las manos de su seductor.
Igual que a ellos, se nos engaña en Asís; por eso es un deber que cada sacerdote advierta a los fieles, porque cada uno de nosotros tiene que dar cuenta ante Dios, por eso tenemos ese sacramento, no lo olvidemos, la confirmación. Para que si es necesario y si Dios así lo quiere, muramos y demos nuestra vida en buena hora, con el mejor acto de inmolación. Pero, ¿qué inmolación va a haber si no hay capacidad de combate, de sacrificio, de lucha y de entrega, de amor a la verdad? Se hace cualquier cosa en nombre de la verdad y así volvemos a lo mismo, a un falso amor y por eso tenemos una falsa Iglesia, una falsa religión que culminará en esa gran apostasía y de lo cual nos daremos cuenta demasiado tarde, cuando tengamos al anticristo sobre nuestras cabezas.
Entonces quedaría la Iglesia reducida a un pequeño rebaño que será excluido, maltratado, perseguido, pero que está y huye al desierto, allí donde el dragón querrá matarlo pero no podrá por la intervención de la mano de Dios.
Por lo mismo, no debemos olvidar que no es un combate contra el hombre sino contra los espíritus, contra los demonios, de allí también el cuidarnos del tiempo que nos desgasta, no escandalizarnos cuando vemos incluso a algún sacerdote de la Fraternidad ir por malos pasos porque se deja engañar o se cansa con el transcurso del tiempo. Debemos anclarnos no en el tiempo que pasa y que fluye sino en la eternidad de la verdad católica que está en la Tradición católica, apostólica, romana. Esto nos hace mucho más romanos que todos los cardenales que están en Roma vendiendo la Iglesia; duele decirlo pero hay que hablar y pedirle a la Santísima Virgen María que nos ayude a mantenernos de pie como Ella lo estaba frente a la Cruz y como, gracias a Ella, lo estuvo también San Juan mientras que los demás apóstoles cobardemente huían. La cobardía y el miedo.
Todo lo contrario, se necesitan soldados de Cristo, valientes, y si tenemos miedo como a veces es legítimo, no sucumbir ante él teniendo la esperanza puesta en Dios y sabiendo que nuestra Madre nos protegerá; por eso debemos acudir siempre a Ella, ser sus hijos fieles y asimismo así serlo de la Iglesia católica, apostólica y romana.
Pidámosle a Dios y a la Santísima Virgen, a través de su ayuda, esa gracia para no claudicar en la hora presente. +
P. BASILIO MERAMO
15 de septiembre de 2002