Amados hermanos en nuestro Señor
Jesucristo:
Vemos en este evangelio cómo nuestro Señor hace el
milagro del paralítico en presencia de todos y cómo los judíos siempre estaban
protestando, al asecho, en oposición a nuestro Señor, mientras que el pueblo de
algún modo le era favorable y le pedía sus favores y sus
milagros.
Según algunos buenos predicadores y exegetas, con este
milagro nuestro Señor manifiesta por primera vez implícitamente su divinidad,
porque ¿quién sino sólo Dios puede perdonar los pecados? Y eso fue lo que hizo
nuestro Señor habiéndoles dicho que era muy fácil decir, “levántate y anda” o
decir “tus pecados te son perdonados”, pero lo difícil es hacerlo. Nuestro Señor
demostró al curar al paralítico que podía decirlo y hacerlo. Por eso los judíos
le impugnan de blasfemo, porque solamente Dios podía perdonar los pecados, y
ellos ante lo que veían y oían, en vez de ser cautos y prudentes, acusándolo,
hacían, hacen todo lo contrario.
Podemos preguntarnos la razón por la cual nuestro
Señor no afirma su divinidad de una manera explícita desde el primer instante de
su vida pública, y en vez, hace esta revelación implícita, gradual, progresiva.
Sencillamente debemos recordar que en el mundo pagano los dioses eran moneda
corriente, las divinidades que bajo formas humanas se vengaban de los hombres o
traficaban con los hombres. Nuestro Señor no podía de primer momento ser
confundido con ninguno de esos dioses de la mitología y mucho menos cuando el
pueblo judío luchaba encarniza-damente contra esos dioses
paganos.
Nuestro Señor va revelándose poco a poco para ir
preparando así las mentes y los corazones y no ser confundido con uno de esos
dioses paganos del Olimpo que eran asiduamente combatidos. Esa es la razón por
la cual nuestro Señor se va manifestando poco a poco, va mostrando su divinidad
hasta que después, al fin, lo dice claramente, explícitamente, para que creyesen
tanto los judíos como los paganos.
Y esa relación trascendental del pecado, como nuestro
Señor al perdonarle los pecados al paralítico nos muestra, nos hace ver nuestra
condición pecaminosa, condición que tiene toda criatura por el hecho de haber
sido hijos de Adán. El pecado que es delante de Dios, el pecado contraviene el
orden de las cosas, el orden que Dios ha establecido según su sabiduría; el mal
moral no es malo porque Dios lo diga por un acto de su voluntad, sino que es
malo porque no corresponde a la naturaleza de las cosas que están en consonancia
con su sabiduría. Por eso el pecado es contra Dios, delante de
Dios.
Conculcamos ese orden, aunque muchas veces, cuando se
peca, no se piensa en eso, y aquí podríamos decir que ese grave error de una
moral o de una concepción que ya Santo Tomás tildaba de herética, era atribuir a
la voluntad de Dios y no a la sabiduría divina lo bueno y lo malo. Un gran
filósofo como Occam –que es un desastre– decía: “Si Dios me manda a adorar una
burra como si fuera Él, yo tendría que obedecer y agradaría a Dios”; decía él,
el muy burro; imposible que Dios me mande adorar a una burra, es absurdo, pues
el voluntarismo consistía en eso, en hacer depender toda la moral, el orden de
las cosas, de la voluntad de Dios, porque Dios era libre y todo se sometía a su
libertad y a su voluntad. Ya Santo Tomás había dicho que era una herejía y no
sólo una impiedad atribuir estas cosas a la voluntad y no a la sabiduría de Dios
que es el que le da peso y medida a todas las cosas, el que les da una
naturaleza, y que el orden moral se basa en esa relación que hay entre la
naturaleza de esa cosa y su fin.
Dios entonces prohíbe algo no porque dictamine que sea
malo, sino porque es malo en ese orden de cosas conforme a la naturaleza, según
su sabiduría. Y por eso todo pecado vulnera esa relación de las cosas entre sí y
relacionadas con Dios, con la sabiduría de Dios, con el orden impuesto por Dios.
El pecador es un disociador y esa es nuestra condición, lamentable, al ser
pecadores. Cada vez que pecamos vulneramos el orden de la sabiduría divina
impuesto a las cosas; de ahí el gran error del indiferentismo de quitar esa
idea, esa noción del pecado, cuando se piensa que uno puede salvarse en
cualquier religión, creer que todas las religiones son buenas y otro, afirmar
que todas son malas.
Finalmente dicen que no hay pecado. Como hoy acontece,
eso es una realidad, la gente hoy se besuquea en la calle, , como si fuera lo
más normal del mundo, y así otros pecados que se cometen en la vida pública y
¡ay del que diga algo!, ¡ay del que recrimine!, porque se ha perdido la noción
de pecado. “Yo hago lo que me da la gana”, en definitiva esa es mi voluntad, no
la voluntad de Dios; lo cual es un error como lo acabamos de ver. Tenemos así la
voluntad del hombre, entonces es bueno o malo de acuerdo con mi voluntad, o a mi
parecer, y si tengo ganas de salir desnudo, así salgo, porque la gente sale hoy
desnuda a la calle; no me digan que va vestida una mujer con el ombligo al aire
o con medio seno afuera o como fuese, porque si eso es andar vestido... ¡Válgame
Dios!
No es una exageración ni una consideración de un cura
beatongo, porque yo no soy tal, ni me voy a escandalizar por ver una mujer
desnuda; pero sí me doy cuenta de que eso no es acorde con la naturaleza
decaída... que tenemos, porque no es normal que el hombre vea a una mujer en
cueros y no tenga tentaciones; ; las cosas como son. Debe haber un poder social,
una moral, y que eso hoy se conculque es la prueba de que no hay noción de
pecado, que no existe, está abolido.
¿Y si no existe el pecado qué queda? No hay orden, no
hay sabiduría, mejor dicho, se destruye todo el orden que Dios ha puesto en las
cosas. De ahí la gran revolución que hay en la sociedad moderna con toda esta
inmoralidad pública que vemos y que corresponde a ideas falsas y nociones falsas
y que atentan contra la religión, contra Dios. De ahí la gravedad de todo esto,
porque se vicia toda nuestra relación con Dios, que debe ser una relación
ordenada y debida como Él lo ha querido según su divina
sabiduría.
En definitiva, en este estado de las cosas se
conculca, se ofende la sabiduría divina, el orden que Dios ha impuesto a todas
las cosas y el hombre se convierte en un revolucionario; así nos demos o no
cuenta, el hecho es objetivo. Con este milagro del paralítico, queda establecida
esa relación de pecado afirmada por el evangelio y que nosotros no debemos
olvidar hoy día viviendo en un mundo donde reina el
indiferentismo.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María,
que nos ayude a perseverar y aunque seamos pecadores no pequemos tanto o por lo
menos no gravemente para que nuestra vida sea más de santidad que de pecado.
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P. BASILIO MERAMO
6 de octubre de 2001
6 de octubre de 2001