Amados hermanos en nuestro Señor
Jesucristo:
Se nos muestra hoy en el evangelio al mayordomo
infiel. Parábola que no deja de presentar cierta dificultad. Por un lado
–aparentemente– hay una acción mala y sin embargo, nuestro Señor alaba esa
perspicacia del administrador desleal. A primera vista podríamos pensar que se
trata de un robo, de una falsificación que hace el trabajador hipócrita al
rebajar la cuenta y estaríamos muy mal parados porque sencillamente nuestro
Señor no podría alabar algo que fuese en sí malo, con un ejemplo malo, de robo o
de falsificación, como desgraciadamente algunos predicadores ligeramente se han
aventurado a decir; y por eso el padre Castellani, eminente exegeta, esclarece
estos puntos.
Y así otra cosa es que el mayordomo tenga facultad en
nombre de su amo, para hacer y deshacer dentro de ciertos límites, como pasa con
un administrador de amplias facultades, que se aprovecha abusando, estira un
poco más la manga y así se beneficia. Era lo que hacía este mayordomo, que sin
robar, sin falsificar, aprovechaba, como aquel que parte y reparte se queda con
alguna parte. Pudo de esta manera condonar parcialmente su deuda, porque si no,
no sería válida esa escritura, ese papel, si no hubiera tenido esa facultad. La
cuestión está en que lo hizo no en beneficio de su amo, sino para el suyo
propio, para granjearse la amistad cuando no tuviera ya aquel trabajo. Por eso
alaba nuestro Señor la sagacidad de ese mayordomo infiel, en el sentido que
acabo de decir, y lo pone de ejemplo para que los hijos de la luz seamos más
perspicaces que los hijos de este mundo, los hijos de las
tinieblas.
Vemos cómo nuestro Señor excluye la estulticia, que en
lenguaje vulgar es la estupidez. Mucha gente cree que la religión nos vuelve
tontos, imbéciles. ¡No señor! La religión nos dignifica, nos cultiva todas las
potencias del alma, entre ellas la inteligencia, y tanto es así que hay un don
de inteligencia, un don de sabiduría, un don de ciencia. Lejos entonces de la
religión y de la Iglesia esa santa bobería, esa estupidez que no es
característica de la sabiduría divina ni de la de la Iglesia, ni de la sabiduría
de los santos.
Otra cosa es la mansedumbre, la bondad, la paciencia,
pero un santo jamás será un tonto, un bobo o estúpido, un estulto. En eso
quieren convertir la religión los enemigos, Satanás. El católico no es un
castrado espiritual, que no ve, que no oye, ¡No señor! Tiene la luz de la fe y
los dones del Espíritu Santo, para que combata al mal y sea más sagaz, más
perspicaz que los hombres de este mundo en sus negocios. Y es una vergüenza que
esto suceda. Pero nuestro Señor sabía que iba a pasar y por eso nos pone el
ejemplo, para que no nos dejemos sacar ventajas.
¿Cómo es posible que el avaro piense y gaste más su
tiempo contando las monedas de su negocio que nosotros, por lo menos lo mismo,
en los negocios y en las cosas de Dios? Le pone mucho más amor el hombre de este
mundo a sus negocios, en los que tiene puestas la fe y su esperanza, que el
católico en Dios y en la Iglesia. Nuestro Señor nos advierte, para que tengamos,
por lo menos, esa misma sagacidad e intuición, y así poder defender el
patrimonio divino de la Iglesia y la fe contra los enemigos, contra todo aquello
que ataca a la Iglesia. Lo vemos hoy de una manera más evidente; faltan esos
hombres sagaces que defiendan a la santa madre Iglesia para no dejarnos
aventajar por el enemigo que está muy bien organizado y muy bien guiado, porque
hay una gran inteligencia en los misterios del mal, y esa gran inteligencia es
la de Satanás, la de Lucifer, uno de los ángeles más poderosos y brillantes que
había creado Dios, y que le dio la espalda por puro orgullo.
Y si la Iglesia y la santa religión están en situación
tan calamitosa, no es tanto por la culpa del maligno, de los malos hombres de
este mundo, sino por la culpa de aquellos que nos decimos católicos y que no
tenemos esa inteligencia, esa agudeza para defendernos de los malos, para
defendernos del mal. Es una actitud que claudica, es como el cuerpo que no tiene
vigor para repeler el virus, la enfermedad, y toda enfermedad hace mella en el
cuerpo que no es vigoroso; entonces, si el mal entra en la Iglesia es por la
falta de fuerza de sus miembros, de ingenio, de inteligencia, de espíritu de
combate, y éste ha sido viciado por el pecado del liberalismo; por eso San
Ezequiel Moreno Díaz, patrono de este Priorato, hizo escribir en el sarcófago
ese epitafio magnífico con letras grandes, para que quedara definido cuál era el
problema: “El liberalismo es pecado”.
Y ese liberalismo es el que nos hace claudicar, no ver
enemigos, no ver el mal que nos quita la energía de combatir como un organismo
sano y nos hace tolerantes, pacifistas, para que así el virus encuentre
facilidad en destruir el organismo; eso pasa en la Iglesia. Y todo aquel que de
algún modo lo combate es automáticamente puesto en un rincón, desechado; por eso
hoy abundan en la Iglesia esos obispos y cardenales tolerantes, pacíficos, sin
espíritu de combate por la verdad y el amor a la santa Iglesia.
Entonces, no es de extrañar que estemos en esta
situación, con la religión en flagrante decadencia; pero Dios permite todo eso
para mostrar que aun así su Iglesia es divina, aunque sufra acrisolada, como el
oro en el fuego, para que se purifique. Permite que haya esa angostura, esa
estrechez que nos toca sufrir si somos fieles y perseverantes en nuestro Señor y
en la santa Iglesia, en la Iglesia católica, apostólica y romana, aunque de Roma
nos vengan hoy la herejía y el error por vía de autoridad.
Ese es el gran misterio de iniquidad anunciado mil y
una veces por tantas profecías, por nuestra Señora en La Salette, en Fátima, en
Siracusa, donde no hizo más que llorar, llorar y llorar. ¿Y cuándo una madre
llora sin parar, sin decir palabra? Cuando ve el estado infeliz de sus queridos
hijos; pues bien, ese estado triste fue el que Ella manifestó con un llanto
incesante durante tres o cuatro largos días, en 1953, durante el pontificado del
papa Pío XII. ¿Y qué no diría hoy cuando ya han pasado cincuenta años y la cosa
es mucho más grave? Debemos por eso ser sagaces también en las cosas de Dios,
como por lo menos lo son los hombres con los asuntos de este mundo. Esa es una
parte de la moraleja de esta parábola que encontramos en el evangelio de
hoy.
La otra parte es que ese dinero inicuo, no robado, no
ha sido obtenido según la moral, porque yo puedo hacer que un objeto sea mío,
pero de un modo moralmente aceptable. Cuánta gente hace dinero con trabajos que
hacen daño, como lo puede hacer un farmacéutico vendiendo drogas abortivas, o
como lo puede hacer una gran empresa haciendo películas malas; no está robando,
pero sí está obteniendo un dinero, aunque propio, mal habido, dinero inicuo, de
iniquidad. El dinero ganado con la prostitución, clásico ejemplo del dinero mal
habido. Sin embargo, no es robado, le pertenece en justicia a la persona, por
eso no debe reintegrarlo. ¿Qué hacer con ese dinero? Granjearme el favor de Dios
haciendo limosna con él, porque si fuera dinero hurtado debería restituirlo en
justicia a su legítimo dueño y si no lo puedo hacer para no delatarme, sí debo
darlo de limosna a los pobres, pero eso es otra tema.
Lo que quiere decir nuestro Señor es que con todo ese
dinero mal habido, si nos arrepentimos de haberlo obtenido de un modo inmoral y
si hacemos limosna con él, nos ganamos el cielo. Qué esperanza se nos abre ante
un mundo que no hace más que pensar en ganar dinero sin importar de qué manera.
Y así, entonces, tenemos la segunda parte que nos ofrece nuestro Señor, para que
con ese dinero mal habido, una vez arrepentidos, aunque nos pertenezca, se nos
abran las puertas del cielo si lo empleamos bien dándolo al
necesitado.
Esa es la enseñanza que nuestro Señor nos deja en este
pasaje del evangelio de hoy, en esta parábola que nos ayuda a tener más
confianza en Dios y a ser más generosos, sabiendo que ese altruismo será
retribuido con la gloria del cielo.
Pidámosle a nuestra Señora, la Santísima Virgen María,
que tengamos esas disposiciones de corazón, para poder ganarnos el cielo a pesar
de los dineros mal habidos y que no nos dejemos aventajar por los hombres de
este mundo, que no sean más sagaces en sus negocios que nosotros en defender
nuestra santa religión y la santa madre Iglesia. +
P. BASILIO MERAMO14 de julio de 2002