En esta fecha normalmente se celebra una sola Misa en cada iglesia o en cada
comunidad religiosa (aparte de la Misa Crismal, celebrada por el Obispo, en la cual
se bendicen los Santos Óleos) en la que comulgan los demás sacerdotes que no
dicen Misa. Esa Misa tan solemne es la memoria de la Cena del Señor, en la cual
Nuestro Señor consagró el pan y el vino anticipando el sacrificio que iba a ofrecer
en la cruz y que posteriormente, en las Misas que decimos, viene a ser la renovación
incruenta del Sacrificio del Calvario. En consecuencia, el Jueves Santo la Iglesia
festeja la institución de la Santa Misa realizada por Nuestro Señor el día anterior a
su crucifixión.
También celebra la Iglesia el sacramento del Orden, o sea la ordenación de los
doce apóstoles. Los sacerdotes festejamos en este día la institución del sacerdocio
unida a la institución de la Santa Misa ya que están íntimamente ligadas. El
sacerdote es el hombre del sacrificio; la Santa Misa y el sacrificio son ofrecidos por
el sacerdote. El misterio de la Santa Misa, de la Eucaristía, que es en primer lugar el
Santo Sacrificio de la Misa y en segundo la Comunión, que es una participación
muy íntima y muy estrecha en este Santo Sacrificio, tienen una importancia vital.
Por esta razón, si no se tiene la Santa Misa como un Sacrificio, queda
desnaturalizada de su esencia; de allí la importancia de reafirmar en la Misa ese
acto del Sacrificio, ese carácter de sacrificador del sacerdote, y no como hoy día, en
que el sacerdote ejerce un papel de mero presidente que preside o encabeza al
pueblo. Este es un grave error teológico; el sacerdote no es presidente de nada; el
sacerdote es otro Cristo sacramentalmente instituido por Nuestro Señor con el
orden que le imparte, para que siendo otro Cristo, pueda reproducir
sacramentalmente el mismo sacrificio que Nuestro Señor ofreció en el Calvario. Eso
es lo que desgraciadamente los protestantes no pueden entender. La nueva
concepción de la liturgia y de la Misa hacen que ese carácter desaparezca, quede
sepultado cuando se dice que la Misa es sencillamente una cena. ¡No! No es
simplemente una cena, es cena y algo más, es el sacrificio de Nuestro Señor que se
ofrece en su Cuerpo, en su Sangre, en su Alma y en su Divinidad para que lo
comamos; no es el ágape al cual se refiere San Pablo en su primera epístola dirigida
a los Corintios al recomendarles que no vayan a la iglesia a comer. ¿Por qué?
Porque antiguamente estaban juntos el Santo Sacrificio y la comida -el ágape- y eso
poco a poco degeneró por el inconveniente de los que tenían y llevaban qué comer
al lado de quienes nada tenían y nada llevaban, lo que empezaba a crear una especie
de tensión y de distracción al confundir lo uno con lo otro; por eso San Pablo,
sabiamente inspirado por el Espíritu Santo, comenzó a predicar en contra de ese
ágape o cena que tenía lugar junto con el Santo Sacrificio de la Misa y fueron
entonces separadas una cosa de la otra. Sería pues ilógico volver a convertir la Misa
en una simple cena o comida reprobada ya por el mismo San Pablo.
Realiza entonces Nuestro Señor un misterio inefable, misterio de fe, mysterium
fidei esencial; porque luego, si no se cree que es el misterio de fe, ¿qué es? No sería
nada y ese misterio de fe que nosotros recibimos es la Sangre y el Cuerpo de Cristo,
lo cual se cree por la fe.
Por todo lo anterior, se nos pide que no bebamos ni comamos indignamente el
Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; claro está, todos somos indignos
en cuanto somos miserables y pobres criaturas humanas, pero si tenemos el
corazón sucio por el pecado mortal, esa es la indignidad con la cual no se puede
recibir la Eucaristía ya que esa Comunión sólo serviría para nuestra propia
condenación. De ahí la necesidad de acudir a la confesión cada vez que incurramos
en pecado grave, en pecado mortal; los veniales no nos excluyen de comulgar; al
contrario, si vamos arrepentidos esa misma comunión nos los borra, pero no así el
pecado grave. Por eso debemos comulgar siempre con un corazón que no tenga, por
lo menos en la memoria, conciencia de pecado mortal que recurramos a la santa
confesión para limpiarnos, para lavar nuestras almas. Nuestro Señor nos lega ése,
Su testamento: la Santa Misa y el Sacerdocio.
En esta misma ocasión Nuestro Señor protagoniza un ejemplo de profunda
humildad. Él, como Señor y Maestro, no escatima humillarse hasta el punto de
lavar los pies a sus discípulos. San Pedro -que no concebía aquel gesto se opone, a
lo cual Nuestro Señor agrega, que si no se deja lavar los pies no tendrá parte con El,
es decir, no tendrá lugar con El en el cielo. Accede entonces Pedro y dice que no
solamente lave sus pies sino también manos y cabeza. Nuestro Señor le enseña que
aquel que está limpio, que se ha bañado, no necesita lavarse más que los pies por el
polvo del camino, pero que el resto del cuerpo está limpio. Sin embargo, allí, en
medio de sus doce apóstoles había un traidor: Judas.
Siempre habrá un traidor a nuestro lado. Nuestro Señor, con suma paciencia lo
soporta, espera hasta el último momento que se convierta, que se arrepienta.
Incluso Judas, después de traicionarlo, por no confiar en la bondad, en la
paternidad de Dios, de Nuestro Señor, pudiendo arrepentirse aun después de
haberlo entregado, no confió en Dios; se desesperó y se ahorcó.
No nos debe escandalizar el hecho de que Nuestro Señor cuente con un traidor
entre sus apóstoles. ¿Para qué? para dejarnos una gran lección; ¿cuál lección?, que
siempre, cuando hacemos el bien, habrá alguien que nos traicione, alguien que
trabaje en contra y por eso dentro de la misma Iglesia hay traidores y de ellos sabe
Dios. Los grandes herejes, los grandes heresiarcas salieron siempre de la Iqlesia,
fueron traidores; el mismo Lutero fue monje agustino; Arrio, sacerdote en
Alejandría. Todas las grandes herejías y los cismas son originados por alguien que
traiciona a la Iqlesia, un traidor a Nuestro Señor, un traidor a la verdad. Por eso,
para no traicionar ala Iglesia, para no traicionar a Nuestro Señor, hoy más que
nunca debemos permanecer líeles a la doctrina de la Iglesia, fieles a la Sacrosanta
Tradición en la cual no hay error, ni puede haber error; porque la Iqlesia, durante
dos mil años de existencia, no pudo jamás equivocarse, y si hay errores, ellos vienen
de la innovación, de los cambios; este es el gran problema del modernismo, del
progresismo, errores introducidos impíamente dentro de la Iglesia.
Pablo VI dijo al respecto que el humo de Satanás había entrado en la misma
Iglesia y esto provocaba autodestrucción, autodemolición; entonces no nos
extrañemos de ver en la Iglesia tantos cambios que en definitiva hacen perder la fe,
hacen progresar las sectas protestantes por doquier. Es horroroso, hace cincuenta
años ser protestante era un estigma, había muy pocos y podían señalarse con el
dedo; hoy no, ya tienen carta de ciudadanía gracias a la libertad religiosa que
destruye el principio que sostiene a la Iglesia Católica como la única religión
verdadera y la única religión por la cual nos salvamos.
En esta Semana Santa pidamos a Nuestra Señora poder permanecer como Ella al
pie de la Cruz, para configurarnos e identificarnos con Nuestro Señor Jesucristo
crucificado, que sufrió terriblemente la peor de las muertes, la muerte lenta por
asfixia en la cruz y todo por amor hacia los hombres, por amor hacia nosotros para
salvarnos. Que nuestro corazón tenga esa respuesta de amor para con Dios. Eso es
lo que Dios quiere; nuestro amor, y por eso el primer mandamiento es amar a Dios
sobre todas las cosas. Pidamos a Nuestra Señora el poder amarlo al igual que Ella lo
amó, amarlo con todo nuestro corazón, y así retribuir el amor que Nuestro Señor
nos prodiga desde la Cruz. +
Basilio Méramo Pbro.