Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
La Iglesia nos propone en el Evangelio de este día la misericordia de Dios. Nuestro Señor aprovecha la presencia de los escribas y los fariseos que, como letrados, son los más celosos religiosos del pueblo de Israel; estos murmuran por ver que la gente común y corriente, los pecadores y los publicanos, se acercan a nuestro Señor, que no era ningún príncipe remilgado, ningún señorito bonito que no permitiera a la gente más humilde acercarse a Él; esto era inadmisible para esta elite religiosa cuyo pecado de soberbia llegaba al punto de despreciar al pueblo y a todos los demás creyéndose únicos y privilegiados, buenos, santos. Nuestro Señor entonces aprovecha para hacerles ver que es otra la idea que se debe tener de Él, quien ha venido por los pecadores, o sea por absolutamente todos.
A excepción de nuestra Señora la Inmaculada, únicamente Ella, por una gracia especialísima que la preservó de la corrupción de todo yerro, el resto, todo hombre que viene a este mundo, es un pecador. Por eso viene Dios, para remediar el pecado, el mal y toda la miseria que conlleva. Somos débiles, una raza deteriorada después de la caída de nuestros primeros padres, quienes fueron creados en estado de perfección. Pero después del pecado nacemos ya con el lastre que se va acrecentando a través y en el transcurso del tiempo por la suma de todas las faltas.
El peligro del naturalismo consiste precisamente en olvidar, como lo hace Rousseau, al decir que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. El hombre nace malo a raíz del pecado original y por eso un niño que no tiene uso de razón se inclina a lo malo; ven sus padres que toma las cosas sin permiso, dice mentiras y todavía no es capaz de pecar porque aún no tiene suficiente juicio; ese capricho que vemos es a causa del pecado original, mal que queda aun después del bautismo, afectando nuestro cuerpo y nuestra carne. Esto explica que el hombre no nace bueno ni es la sociedad la que lo corrompe, porque si fuera bueno la sociedad lo sería también y ésta no es buena porque el hombre no lo es, y no somos buenos porque no luchamos contra nuestras malas inclinaciones y pasiones.
Nuestro Señor muestra en estas dos parábolas lo que Él viene a hacer: buscar la oveja descarriada, la perdida, dejando al resto, y esta oveja somos todos nosotros. Que hay mucha más alegría en el cielo por un pecador que hace penitencia, que por noventa y nueve justos, nos muestra la misericordia de Dios. Misericordia que no es más que el amor sobre las miserias nuestras ya que normalmente se ama lo bello, lo bueno, lo puro, lo perfecto; y, ¿cómo va a amar Dios en nosotros esa belleza, esa pureza que no tenemos? Es entonces un amor que reposa sobre las desdichas humanas. Dios hace todo lo posible por buscarnos, por encontrar al pecador para que se convierta y se arrepienta. Pero ¡ay, si no nos arrepentimos! Se torna en un drama porque Dios ya no puede seguir siendo misericordioso, no nos puede seguir amando y cuando en la hora de la muerte le rechacemos, ese es el estado de las almas que se condenan eternamente en el infierno.
Dios hace todo durante la vida que tengamos pero ¡ay de aquel que no corresponda!, porque ya Dios no puede hacer más, con todo su poder infinito no puede obligar a que un alma le ame si ella no quiere. Ese es el precio de la libertad, tanto humana como la de los ángeles.
Hoy se pregona la libertad para todo menos para recordar que ese albedrío en primer lugar lo tenemos para corresponder voluntariamente al amor divino que Dios nos tiene. De ahí se desprende todo lo demás; dice San Agustín: “Ama a Dios y haz lo que quieras”, porque ya no puede hacer otra cosa sino corresponder con ese amor a Dios. Y no el amor que el mundo entiende como tal, por libertad; esa es una concepción pagana y antinatural, desenfreno para los hombres de vestir como mujeres, con aretes y colas y las mujeres vestidas como hombres, comportándose como ellos. No sigo enumerando, pero cada uno podrá incrementar la lista. No es para eso la libertad, para nuestros caprichos ni para nuestros egoísmos sino para corresponder al amor de Dios y encaminar todos los actos de la vida a esa correspondencia del amor divino y más aún, cuando Él se ha Encarnado y muere en la Cruz. Lo terrible es no darnos cuenta de ello.
Pero más espantoso todavía es no recordar al mundo de hoy en su impiedad, el eterno castigo justamente merecido por no amar a Dios, porque Él no puede obligar al alma a que le ame. Lo mismo que un hombre no puede obligar a una mujer a que lo quiera, porque eso no es posible, pues mucho más imposible es que Dios nos fuerce, porque incluso un hombre puede engañar y seducir a una mujer insistiendo para lograr al fin y al cabo una respuesta según sus deseos, pero Dios no puede valerse de esas argucias porque respeta infinitamente esa decisión libre de su criatura, y el amor solamente con amor se paga.
Esa es la gravedad de conculcar y profanar y no corresponder al amor divino, a la misericordia que Dios y nuestro Señor Jesucristo nos tienen. Por lo mismo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente. Tenemos el ejemplo de la Magdalena, quien después de ser una gran pecadora, De tener cinco maridos sin ser ninguno de ellos el verdadero, llega a ser una gran santa, porque después de arrepentida vivió como una verdadera anacoreta, en una cueva, haciendo sacrificio y penitencia. María Egipciaca que desde los catorce años aproximadamente se prostituyó no por necesidad sino por placer y ya arrepentida se retiró al desierto, y quien poco antes de morir fue descubierta, cuenta su vida y pide la comunión al santo que la encontró, para morir santamente después de una vida de pecado, purificándose durante más de cuarenta años en la soledad y aridez del desierto.
Ejemplos extremos que nos sirven para saber que, por muy pecador, lo grave no es el haber pecado sino el no arrepentirse; eso es mucho más grave. Dios nos invita a la contrición para que nos salvemos. Esa es la idea de las dos parábolas y por eso hay que insistir, para que sea mucho más fuerte la misericordia del amor divino que la obstinación en el pecado cuando no nos queremos arrepentir del mal hecho. Esa es la esperanza que debemos tener porque muchos en su yerro desesperan temiendo que Dios no les conceda el perdón y es un gran error, porque nuestro Señor se muestra misericordioso y dispuesto siempre a perdonar. Nadie desespere por grave y bajo que haya caído, porque Dios no lo rechaza, ni lo detesta ni lo aleja, todo lo contrario, lo va a recibir. Eso era lo que pensaban los escribas y fariseos, que los pecadores no tenían acceso a Dios; pues todo lo contrario nos demuestra nuestro Señor.
Pidamos a la Santísima Virgen María, a la Inmaculada, que nos ayude a comprender estas cosas y tengamos siempre la esperanza en la misericordia de Dios. +
PADRE BASILIO MÉRAMO
9 de junio de 2002