Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:
No quiero dejar pasar inadvertido el hecho de que el jueves pasado fue la fiesta de Corpus Christi, que pasó eclipsada por los avatares del mundo moderno, como era de esperarse en un mundo impío que no permite que se rinda la debida gloria a Dios. La prueba de ello está en que pasan estas fechas importantes y en aras de esa misma actividad no se les permite a los fieles, aun queriéndolo, glorificar a Dios, asistir a la Santa Misa celebrada con el esplendor y la gloria que ameritan ocasiones como la de Corpus Christi.
Hoy trae el Evangelio la parábola de los convidados que se excusan ante la invitación de unas bodas, y puede que nos asombre esa actitud, la ira de quien convida ante los invitados que se niegan a asistir con muy buenas excusas en apariencia, humanamente miradas, pero que en realidad no tienen validez, porque ante Dios, cuando Él llama, ninguna razón es suficiente para negarse. Si no entendemos esto aquí en la tierra, lo entenderemos de un solo golpe y hasta el
estremecimiento de nuestra alma, el día en que comparezcamos ante El. Bajo ningún aspecto, esas excusas que nos parecen válidas, humanamente hablando, lo son. Porque es Dios quien nos llama. Dios, que es la plenitud de ser, que es el bien sumo, la suma perfección, la suma bondad, la suma caridad, que es nuestro principio y nuestro fin último. Por tanto, ningún hombre puede justificar un rechazo ante el llamado de Dios, El llama a todos los hombres, sin distinción.
Dice Santo Tomás que Dios da siempre todo lo necesario para la salvación del alma y quien no se salva es por su propia culpa ya que libremente la rechaza; la libertad rechaza a Dios y por eso el alma se condena.
Esta parábola de los excusados la debemos conocer todos nosotros. Como siempre le sacamos el cuerpo a Dios, no ocupa para nosotros el primer lugar y lamentablemente, hay que decirlo, los cristianos, nosotros, los católicos, muchas veces -si no es la mayoría de las veces- tenemos a Dios como objeto de segunda categoría. Hay que reconocer esa miseria; no lo tenemos como si fuese lo único, lo más importante y a todo lo demás como añadidura; no, la prueba está en que si
nosotros examinamos cada uno nuestra vida, ¿en qué depositamos nuestros deseos? ¿Nuestras esperanzas? ¿Nuestros objetivos?
No digo ya que en el mundo, porque el mundo está condenado por su propia naturaleza, el mundo rechaza a Dios; pero los católicos, que no rechazamos a Dios, que decimos adorar a Dios, en realidad no amamos a Dios sobre todas las cosas, y eso es triste, muy triste, no ponemos a Dios en el lugar que debe tener en nuestra vida, en nuestra existencia y así lo dejamos relegado a objeto de segunda categoría. ¡Cuántos prefieren su familia, su mujer, sus hijos, su herencia, su trabajo, su profesión, su progreso, sus riquezas o aun en la pobreza desean otra cosa que no es
Dios, como ganarse la lotería, ser rico, viajar, gastar, gozar!
Y en eso nos pasamos toda la vida, y si nos hablan de Dios, no digo el ateo que no cree, sino el católico, éste responde: Sí, voy a Misa (pero muchas veces como una obligación y no de corazón), o rezo para no perder la costumbre (en el mejor de los casos), pero sin verdadera devoción interior; todo eso se convierte en una religión superflua, de boca hacia fuera, pero no hay verdadera oración interior, no es el alma la que ora. Así transcurre nuestra vida, distraídos, vil y miserablemente distraídos, ¿por qué? Por no tener la mirada puesta en Dios, la mirada puesta en el cielo, sino que miramos desgraciadamente demasiado hacia esta tierra y nos duele todo aquello que representa un trabajo o un sacrificio por Dios, mucho más en el mundo moderno. La maldita, miserable y diabólica televisión, que es el pan de cada día, pero decimos: "en eso no hay nada de malo".
Es que aunque no hubiera nada de malo y que todos los programas fuesen buenos, nos distrae estúpidamente, porque vivimos sin reflexionar, sin pensar para qué vivimos y por qué vivimos. Si no entendemos esto ahora, lo vamos a entender y de un solo golpe cuando nos llegue el momento de comparecer delante de Dios. ¡Ay del susto, del pánico que nos dará...!
De ahora en adelante debemos prepararnos y enfocar toda nuestra vida hacia Dios; no nos excusemos: he comprado bueyes o lo que sea, un carro, un vestido, unos zapatos y no puedo ir, que me he casado y no puedo asistir. Nos demuestra Dios que ni los objetos materiales, ni los objetos morales o espirituales como la familia y los bienes de la familia son válidos para anteponerlos a Dios y esa es la razón, la moraleja de esta parábola de los convidados que se excusan. Se justifica la indignación de quien invita. Reflexionemos y que esta parábola nos sirva de guía.
Nos recomienda además la liturgia de este día en la primera epístola de San Juan, que no debemos olvidar, no debemos extrañarnos si el mundo nos aborrece. Es normal que el mundo nos aborrezca. Si el mundo no aborrece al católico, es un grave síntoma, porque un mundo separado de Dios, opuesto a Dios, en consecuencia aborrece a los que son de Dios. No busquemos la amistad del mundo, la connivencia con el mundo, la fraternidad con el mundo. La amistad a la manera del mundo, como tantas veces la deseamos en nuestra vida social, nos forma espíritus que terminan por despreciar a Dios, alejándose de Dios. Es esto lo que corrompe las sociedades, porque las elites sociales no buscan a Dios, buscan congraciarse con el mundo, empezando por el presidente y hasta el último de los integrantes; todos buscamos congratularnos con el mundo y ¿de qué nos sirve eso? De nada; pura vanidad y puro orgullo que tienen su costo en los dineros y las riquezas que en todo ello se invierten.
Por el contrario, San Juan dice: "Que nuestra caridad no sea de boca; quien vea a su hermano en la pobreza, ayúdele". Y qué decir del espectáculo que se ve en ese sentido no sólo aquí en Colombia sino en el mundo, como prueba de que ya no se es católico, de que la sociedad ya no es católica. "Si no hay amor al hermano no puede haber amor a Dios" -dice San Juan-; y hoy, que se habla tanto de amor y de caridad, resultan falsos ese amor y esa caridad. ¡Cuan lejanos estamos de la ley de Dios, que es una ley de amor! Nuestro Señor murió por nosotros -como dice San Juan-; esa es la prueba de su amor, y nos exige que en retribución de ese amor nosotros también
seamos capaces no ya de morir por Dios, sino por el hermano, por el prójimo. Pero eso, ¿se ve en este mundo?, ¿se ve en esta sociedad?, ¿lo vemos realizado como un ideal en nosotros? Lamentablemente hay que decirlo, ¡no! Debemos meditar y reflexionar todas estas cosas para que nuestra religión no sea vana, no sea superflua.
A raíz de esa superficialidad y de esa vanidad Dios ha permitido todos los desastres físicos, morales y espirituales del siglo XX, siglo que ha sido atroz: primera guerra mundial, segunda guerra mundial, persecución en España en la guerra del 36, persecución de los Cristeros en México, conflictos y guerras por todas partes, terremotos, ciudades arrasadas, de Armero no quedó piedra sobre piedra y cuántas ciudades más; México, casi destruido en aquel gran terremoto, todo el sufrimiento debido a la violencia que produce la miseria.
Espiritualmente la Iglesia humillada, postrada, reducida prácticamente a su mínima expresión, abolido el verdadero culto a Dios, porque han querido abolir la Misa de San Pío V y solamente algunos valientes, fieles a la Tradición, la mantienen. Pero, ¿qué vienen a ser? Un grano de arena en la inmensidad del mar... De hecho, la Tradición está abolida oficialmente.
Este solo punto es muy grave porque no se trata únicamente de la Misa, ella es consecuencia de que la Iglesia ha sido profanada y vaciada, y no sabemos qué más irá a permitir Dios. Todo eso Dios lo ha permitido, pero no lo ha querido. Dios no quiere el mal, lo permite muchas veces, pues de todas formas El siempre saca un bien, una lección; todo colabora en provecho de aquellos a quienes Dios ama y de ahí la necesidad del amor a Dios. Si Dios ha permitido todo eso, podrá entonces permitir mucho más, justamente para que reflexionemos, para que recapacitemos y
para que nuestra Religión Católica, Apostólica y Romana no sea una religión de segunda categoría, sino que tengamos a Dios en el primer lugar y le amemos sobre todas las cosas. Pidamos a la Santísima Virgen María que nos ayude a tener ese amor del cual San Juan, el discípulo amado, nos enseña y nos pide en la epístola de hoy que amemos a Dios y a nuestros hermanos. +
BASILIO MERAMO PBRO.
25 de junio de 2000
25 de junio de 2000