Amados hermanos en nuestro Señor
Jesucristo:
Nos acercamos cada vez más a
la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, y después a su resurrección,
por lo cual la Iglesia quiere que nos preparemos santamente a través de toda la
Cuaresma para que así mismo podamos festejar su gloriosa resurrección.
En el Evangelio de hoy se
nos relata la transfiguración de nuestro Señor ante los tres apóstoles
preferidos. Habiéndoles anunciado ya su Pasión, no quería dejarlos
apesadumbrados; decide entonces de algún modo mostrarles, no a todos sino a los
más cercanos, a los preferidos, su gloria; para que en el momento de los hechos
tuviesen un apoyo y no sucumbiesen por el pesar, por el dolor, y que a la vez
pudieran sostener a los demás apóstoles y discípulos. Podemos preguntarnos ¿por
qué elige a Pedro, a Santiago y a Juan? A San Pedro lo elige porque era el
discípulo que más amaba a nuestro Señor, por eso también fue elegido como la
piedra, el fundamento de la Iglesia, como Sumo Pontífice. A Santiago lo eligió
por su valor, por eso nuestro Señor dijo de él que era hijo del trueno. Y a San
Juan porque era el discípulo virgen al que nuestro Señor por eso mismo más
amaba, por su pureza, por su inocencia.
De todos modos lo importante
es ver cómo se transfigura nuestro Señor. ¿En qué consiste esa transfiguración?
Simplemente en dejar relucir su divinidad relumbrante con todo el poder en su
cuerpo, tal como debió ser desde el primer instante de su Encarnación, un
cuerpo glorioso, resplandeciente, luminoso; pero que nuestro Señor justamente,
por querer sufrir y morir en la Cruz, reprimió la resplandescencia de su
divinidad en la naturaleza humana, en su cuerpo, para hacerlo pasible,
susceptible de sufrimiento, de sacrificio y de muerte. De lo contrario, no
hubiera habido pasión, ni Cruz, no hubiera habido muerte. Justamente en eso
consiste su anonadamiento, en que se
hizo nada.
No es como mal interpretan
la mayoría de teólogos y exégetas, para quienes el hecho de la Encarnación era
rebajarse; eso es un error. La Encarnación no es un minimizarse, sino una expansión
del poder omnipotente de la divinidad, capaz de asumir la naturaleza humana. No
consiste el mermarse en asumir la naturaleza humana, eso demuestra precisamente
el poder de Dios. Por eso digo que teológica y exegéticamente es una
equivocación, aunque no hayan caído en cuenta; de allí también los protestantes
hacen su herética teología.
Nuestro Señor no se niega
haciéndose hombre, no hay una dialéctica del ser y del no ser y la síntesis,
esa es la famosa y revolucionaria retórica hegeliana que crea la contraposición
para llegar al ser. Así no actúa Dios sino muy al contrario: la divinidad en
todo su poder omnipotente tiene esa capacidad de asumir una naturaleza y
sustentarla con su ser divino; y más aún, eso lo podía haber hecho cualquier
persona de la Santísima Trinidad, pero la Divina Sabiduría estimó que fuese el
Hijo quien se Encarnara y no las otras dos personas que son el Padre y el
Espíritu Santo, que aunque pudieron muy bien encarnarse no lo hicieron por
cierta conveniencia. (Tema que da lugar a otra larga explicación y que en este
momento desviaría la atención).
Pues bien, nuestro Señor
para poder remediar como criatura humano, tenía que tomar una naturaleza que no
gozara e irradiara en el cuerpo esa divinidad y lo hiciera glorioso y por eso
se anonadó, para poder morir y sufrir por nosotros y que se operara la obra de
la redención y de la salvación de las almas derramando Él su sangre. Él siendo
verdadero Dios también era verdadero hombre y como hombre quería tributar a
Dios Padre y a la Santísima Trinidad lo máximo que se le puede como criatura
tributar a Dios: el sacrificio de sí mismo. Por eso el sacrificio de nuestro
Señor es en primer lugar ofrecido al Padre y a la Santísima Trinidad; ese es el
obsequio que hace el alma de nuestro Señor como hombre al Dios Padre.
Es un misterio y como tal es
difícil de explicar; pero si alguna aclaración cabe es ésta; aunque no agota el
tema, nos ayuda a comprender el significado del sacrificio de nuestro Señor
Jesucristo. Y así Él les manifiesta a estos tres discípulos preferidos esa
gloria que su humanidad, que su cuerpo debía tener desde el primer instante de
su Encarnación y que tendría después de la resurrección.
Esa glorificación de los
cuerpos también es la que Dios de algún modo nos participará y promete para
aquellos que resuciten en su gracia, para que resucitemos a semejanza, no
igual, pero sí a similitud del cuerpo glorificado de nuestro Señor en cuerpos
celestes, mientras que los condenados resucitarán en cuerpo de miseria, no de
bianventuranza y por eso sufrirán eternamente las penas del infierno.
El infierno,
heréticamente, ha sido negado por Juan Pablo II
. Es lamentable que un Papa
de la Iglesia católica lo niegue; es uno más de sus graves hechos. Es doloroso
meter el dedo en la llaga, en la herida, pero es necesario con tal de estar
despiertos y vigilantes ya que se duerme en la calma y la anemia espiritual. Si
se tuviese un poco más de fe el grito llegaría al cielo. Digo nuevamente: es
una desgracia de la hora presente que no haya obispos a la altura, que como una
voz que clama en el desierto afirmen los dogmas de fe que hoy se niegan; eso es
lamentable, pero cierto, aun en los
obispos de la Tradición falta garra, empuje.
Hay que rezar para que los
haya así, por lo menos uno que con mitra y báculo en mano afirme ante Dios y la
opinión pública las cosas como son; porque es una vergüenza que se conculque
públicamente la doctrina católica y no haya un doctor en la fe que lo señale,
pues toca a los obispos esta responsabilidad, este deber, del cual adolecen, y
falta también un castigo para nosotros, por nuestra parsimonia,
despreocupación, flojedad. No estamos viviendo a la altura de los
acontecimientos; queremos ser católicos pero alcanzamos apenas la apariencia,
el nombre, y eso Dios no lo quiere. Dios quiere católicos en sentido pleno
porque a los mediocres los desecha, y esos forman multitud; quiere, aunque sea
un pequeño rebaño, que sea fiel. Dios no quiere uno adormilado; quiere pocos,
pero buenos.
Es suficiente lo que ha
pasado para seguir profesando un catolicismo mediocre; dejemos de ser católicos
tradicionalistas comodones, porque esta vida es una lucha, un combate entre
Dios y Satanás en la cual no hay democracia que valga, no hay descanso; es una
lucha titánica hasta la muerte porque es una lucha espiritual.
Que no nos dejemos arrollar
por el mundo que corrompe a cada instante; ya no pongamos una vela a Dios y
otra al diablo; seamos consecuentes. Por eso quizás los obispos, aunque se
mantengan en la verdad, no dan la talla que exige esta batalla; les falta el
vigor, la fuerza y toda la doctrina y el peso de la verdad que sostenga al
pequeño rebaño disperso por el mundo. Esa es la verdadera Iglesia católica, el
pequeño grupo, el pusillus grex disperso por el mundo del que habla San
Lucas, porque la Iglesia oficial ha caído en la apostasía, y se reviste de
catolicidad, pero es sólo apariencia, es un disfraz.
Tan graves son los sucesos
que el único obispo que se mantuvo firme y al pie, al lado de monseñor
Lefebvre, fue monseñor Antonio de Castro Mayer, pero ahora seducidos por la
Roma modernista sus discípulos han claudicado, aunque ellos así no lo
reconozcan. Cuando se hacen pactos con el enemigo se transige, y si el enemigo
en última instancia es Satanás, qué pacto puede haber. La fe no es cuestión de
alianzas, concordatos, ni diálogos; es asunto de adhesión, aceptación o
rechazo; no hay más, no hay término medio, “Conmigo o contra mí”, dijo nuestro
Señor y “El que no está conmigo está contra mí”. No hay más, blanco o negro, sí
o no y lo demás son superficialidades y engaños, sutilezas del demonio para
enredarnos en el error, cuando está en juego la fe.
Pidamos a nuestra Señora, la
Santísima Virgen María, evocar esa gloria de la transfiguración de nuestro
Señor en la hora presente de crisis para no sucumbir ante el dolor y el peso de
la pasión de la Iglesia. Para seguir creyendo en la Iglesia a pesar de los
curas y del Papa, por aquello de que, “No todo el que dice ¡Señor, Señor!
entrará en el reino de los cielos” y no todo el que diga “soy Papa, soy Papa”
lo es. La Iglesia ha padecido a más de cuarenta antipapas y para los últimos
tiempos está profetizado que habrá algún otro. No está entonces por demás
tenerlo presente.
¿Quién es el falso profeta
del Apocalipsis con dos cuernos que semejan al cordero pero cuya boca habla
como el dragón y que está al servicio de la bestia del mar? Los dos cuernos son
la mitra y, si es parecido al cordero, quién más que un obispo; y si de obispos
se trata, bien podría ser el obispo de Roma, el Papa. Satanás no es tonto, no
va a buscar a cualquier obispo, apunta a la cabeza. El antiguo exorcismo de
León XIII, que hoy se suprimió, dice que la Santa Sede será asediada porque el
demonio querrá instalar allí su trono. Luego, no es para extrañarse o
escandalizarse al oír hablar de la posibilidad de un antipapa porque es
doctrina e historia de la Iglesia; que no haya sacerdotes que lo digan por
ignorancia, miedo o cualquier otro motivo es otro asunto; no es correcto
desinformar a los fieles, hay que tenerlos muy bien advertidos, porque nuestra
fe en la Iglesia es una fe de luz, de sabiduría, no es ni de tontería, ni de
estupidez, ni de oscurantismo y la luz de la verdad todo lo ilumina aunque no
todo lo entendamos.
Pidamos a nuestra Señora esa
luz de la fe para permanecer íntegros y puros en ese dogma virginal y así poder
salvarnos. +
P. BASILIO MERAMO
24 de Febrero de 2002
24 de Febrero de 2002