Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Nos encontramos en el cuarto domingo de Adviento. Estos cuatro domingos presagian los cuatro mil años que van desde la creación de Adán y su contiguo pecado, a la espera y venida del Salvador. Digo cuatro mil años, porque eso es lo que poco más o menos atribuye la Tradición de la Iglesia, desechando las fábulas, mitos y estupideces, como decía San Juan Crisóstomo, el patrón de los predicadores, que desde aquella época ya refutaba esa idea infundada de atribuirle miles y millones de años al universo y la creación del hombre. Cuatro domingos que nos preparan para la Natividad de nuestro Señor.
Por lo mismo, la Iglesia en su liturgia durante este tiempo de Adviento nos presenta la figura de San Juan Bautista, precursor del Señor, comparado a los ángeles no porque fuese un ángel en su naturaleza sino por la misión que tuvo; porque ángel es aquel que tiene la misión de anunciar a los hombres las cosas de Dios. Y él fue quien anunció y más que anunciar, señaló con el dedo la presencia de nuestro Señor, el Verbo Encarnado del cual él “no era digno ni aun de atar la correa de sus sandalias”. Figura que nos prepara para ese espíritu de Navidad tal como él preparó para que el pueblo elegido aceptara la predicación de nuestro Señor Jesucristo y a nuestro Señor mismo ya que era su precursor, el gran pregonero y la voz de aquel que clamaba en el desierto, que era nuestro Señor Jesucristo en persona y San Juan su portavoz. Predicaba el bautismo de mortificación, es decir, la penitencia, la conversión de corazón hacia Dios y la negación de todo aquello que se opone a Dios, y que se cifra en el pecado.
El pecado está arraigado en una triple raíz, en una triple concupiscencia y de ahí provienen todas las malas inclinaciones, que si no las atacamos a tiempo, se convierten en perversión; eso es lo que genera los crímenes y abominaciones que vemos y que con un espíritu a veces impío, se le atribuye a Dios ese mal, cuando Él es la Bondad Suma, la Misericordia Infinita. El corazón perverso del hombre no se convierte y se sede no sólo por la triple concupiscencia, sino también como ministro del demonio que siempre trama el mal, por ser el gran enemigo del hombre y de Dios; el demonio nos odia como imagen y semejanza de Dios. Por tal razón quiere destruirnos y que nos condenemos eternamente en el infierno. Esa es la obra de Satanás, el maldito, por no querer servir a Dios; esa es su desgracia, ese fue el primer pecado y la primera apostasía y Dios le quitó la sabiduría pero no el poder, ese poder que ostenta porque Dios se lo ha dejado justamente para que sirva de acicate, de espuela para el bien, para la virtud, para la santidad.
El mal coadyuva para aquellos que aman a Dios, quien saca del mal un bien para aquellos que son de Él, para los que se transforman a Dios. Esa es la conversión, el bautismo de penitencia que predicaba San Juan Bautista.
Y la Iglesia presenta al Bautista en este tiempo de Adviento para que nos convirtamos a Dios. La conversión tiene muchas etapas en nuestra vida y si no nos decidimos, cada vez retrocederemos más en la vida espiritual; si no se avanza se retrocede; y esa transformación culmina en la santidad sublime de la cual nos han dado ejemplo los santos. Por eso requiere y tiene muchas etapas. No creamos entonces que se trata simplemente del cambio del infiel, del ateo, del que odia y se opone a Dios, sino también la transfiguración del cristiano, del bautizado, del fiel, para que quite todo escollo u obstáculo, todo aquello que imposibilita la gracia para fructificar o producir sus efectos.
Por eso hay que allanar todo monte que dificulta en nuestra alma esa acción de la gracia. Nuestra soberbia, orgullo, vanidad, odio, rencor, envidia, todas esas pasiones que hacen que no nos adhiramos a Dios totalmente porque impiden que la gracia produzca plena en nuestro corazón y nos impide de verdad amar de todo corazón a Dios.
Insiste pues el Evangelio con el ejemplo de San Juan Bautista para que alise todos esos repliegues de nuestra alma, del corazón y que habite plenamente Dios en nosotros como templos sagrados del Espíritu Santo, como tabernáculo que es nuestra alma en estado de gracia; teniendo así esa participación; no lo olvidemos, la gracia como una colaboración de la Naturaleza Divina y por eso nos asemeja a Dios.
Esa fue la gran tentación del Paraíso: que el hombre quiso procurársela por sí mismo dictaminando qué era lo bueno y lo malo para sí, como acontece hoy. El mal y el bien ya no son una cosa objetiva, sino que en este modernismo apóstata cada uno es doctor y maestro de su moral, de lo bueno y de lo malo; por eso ya nadie se avergüenza de besuquearse y de amancebarse en público, porque cada uno determina en el fuero de su conciencia si está bien o está mal; una libertad absurda, de pecado.
Esa es la moral del mundo moderno y la que desgraciadamente predican hoy los falsos profetas que invaden la Iglesia Sacrosanta de Cristo. Tragedia por la cual no debemos claudicar; todo lo contrario, nuestro deber es recordar que el bien y el mal son cosas objetivas en sí mismas. Tan objetivas que por eso se va al cielo o al infierno eterno. Tan objetivo es que si para ir al cielo hay que creer con fe, para irse al infierno no hace falta la fe; de ahí el peligro, la facilidad y la puerta ancha para condenarse, porque para salvarnos necesitamos la e y ésta con la gracia santificante; pero para condenarnos no la necesitamos; por eso es ancho el camino que lleva al infierno, camino adornado hoy con flores, perfumes y halagos para que la gente se deslice tontamente y Satanás se salga con la suya.
Es necesario recordar estas cosas por el bien de nuestras almas y que ese bien lo tengamos presente en esta Navidad; para eso ha venido el Señor, para eso se Encarnó. No echemos a perder el fruto de su Encarnación y Redención que es el de salvarnos, no condenarnos, y así amemos eternamente a Dios en el cielo después del transcurso de esta vida una vez que hayamos muerto en estado de gracia. Ese es el propósito de la verdadera Iglesia. No la falsa Iglesia de los pseudoprofetas, de los anticristos, sino la Iglesia de Cristo y ya sabemos que la verdadera Iglesia se reconoce por la fidelidad a la Sacrosanta Tradición, a la revelación de hoy. Por eso en la Epístola San Pablo dice que lo que se requiere de los dispensadores de las cosas de Dios, de los Ministros de Dios es la fidelidad y no sólo a sus ministros sino también a los fieles.
De ahí viene el nombre de fieles, fidelidad a nuestro Señor, a su Palabra, al Verbo de Dios y a la Iglesia de Dios. Luego ese es el signo infalible para detectar la verdad y distinguirla del error: la fidelidad, esa es nuestra misión y por eso la gran persecución de todo lo que no es la Iglesia de Cristo contra los que son de Cristo por fidelidad.
Seamos fieles y pidámosla a Dios nuestro Señor en estas Navidades. Tengamos presente la lealtad de la cual Nuestra Señora dio prueba al pie de la Cruz; que Ella sea nuestra sustentadora, nuestra fortificadora para permanecer siempre devotos en ese amor del cual Ella nos dio ejemplo. Pidámosle entonces a Ella ese apego y ese amor hacia su amado Hijo. +
BASILIO MERAMO PBRO.
23 de diciembre de 2001