Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
En este último domingo de Pascua a la Ascensión del Señor y durante todo este tiempo de los cuarenta días después de su Resurrección, nuestro Señor no hace más que consolidar su Iglesia, instituir su Iglesia, los sacramentos; todas las órdenes que imparte a sus apóstoles y que están en la Tradición de la Iglesia, cuya importancia es la transmisión desde el origen que es nuestro Señor y los apóstoles instruidos directamente por Él. Digo esto para que no olvidemos que aunque muchas cosas no están escritas, ¿cómo las sabemos? Justamente porque nuestro Señor las transmitió a sus apóstoles y en especial en estos cuarenta días antes de subir a los cielos para mandar el Espíritu Santo. Consolida la Iglesia para que reciban el Espíritu Santo.
Y vemos cómo los apóstoles entendieron después que vino del Padre y que va al Padre. Yo no dejo de asombrarme de cómo algunos Padres de la Iglesia se preguntaban hace dos domingos, en el tercero de Pascua, en lo referente al Evangelio que es el mismo de San Juan que estamos viendo hoy y que vimos el domingo pasado: que los apóstoles no entendían cuando decía que iba al Padre; pero ahora vemos que sí comprendieron que se refería a la tristeza que les podía quedar por su partida pero que lejos de ser congoja, les convenía.
Me extrañó cómo algunos exegetas y Padres de la Iglesia no han visto claramente con San Agustín, que no hay otra explicación de ese Evangelio, que se refería justamente como lo dice este santo: “Dentro de poco tiempo no me veréis y después me volveréis a ver”, y que ese lapso se refería al que ocurriría después de la Ascensión porque iba al Padre; y si bien se mira en todo el contexto del mismo Evangelio sí estaba expresado. Pero estas son las opiniones humanas y debido a ello muchas veces vemos dificultades donde el texto, un renglón más abajo nos está dando la luz; por eso algunos Santos Padres decían que se refería a los tres días de su muerte o al tiempo breve que iba a morir, sin hacer explícitamente alusión estos tres días. Pero hemos visto que nuestro Señor apenas resucita se queda cuarenta días, no va al Padre inmediatamente; es más, baja al Seno de Abraham donde estaban todos los Santos del Antiguo Testamento y espera para subir al Padre después de cuarenta días, el día de la Ascensión.
Nos muestra nuestro Señor en el Evangelio cómo hay que pedirle a Dios Padre en su nombre; Él nos dice, nos da la clave, no se le puede pedir a Dios Padre de cualquier modo. En esto es categórico nuestro Señor mismo, la Iglesia, sobre todo hoy, para que no creamos que a Dios se le puede pedir tan fácilmente cualquier cosa; si no se le solicita en el nombre de nuestro Señor no se nos concede; por eso el reproche a los apóstoles: “Hasta ahora nada habéis pedido, pedid en mi nombre y se os dará”. Vemos de esta forma cómo nuestro Señor es el intercesor, el medio, el camino exclusivo para llegar a Dios Padre.
No es en cualquier culto, cualquier religión, cualquier oración como hoy el ecumenismo pretende hacernos creer.
Si no es en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, no se le puede pedir absolutamente nada al Padre.
Es tremendo, pero así es, porque Él es la Revelación de Dios, la palabra del Padre y de ahí la exclusividad de nuestro Señor, la de la religión católica y el error del ecumenismo que hace pensar que cada uno, pidiendo por Mahoma, por Buda o por cualquier ídolo, tenga acceso a Dios.
Es más, nuestro Señor nos muestra cómo el Padre nos ama; porque hemos creído en nuestro Señor.
No hay necesidad de que Él ruegue al Padre por nosotros, porque el Padre primero nos quiere y nuestro amor es una correspondencia.
No lo olvidemos, es como una mujer que se siente más amada que lo que ella ama, si bien se mira la naturaleza de las cosas; por eso es el hombre quien propone matrimonio y la mujer que acepta y acepta cuando se siente amada; no tanto que ella ame si no que sienta amada y así sabiéndose amada ama; así es nuestra alma con respecto a Dios. Por eso hay que corresponder al amor divino. Aquí hay otra gran cosa, que solamente por el amor de Dios se comprende: el infierno. Aunque comúnmente éste ha sido explicado más bien en el aspecto de la justicia divina; pero mucho más, diría yo, que ésta, da la luz el mismo amor de Dios. Él, que es es amor y por no corresponderle se condena uno en el desamor que es el odio eterno. Y es curioso el por qué no se haya dado esa explicación más que la de la justicia, que ciertamente lo es, pero mucho más comprendemos el averno por el amor de Dios, por el bien, por la verdad, que con lo que tiene de malo, de castigo, de negativo, de odio; en sí mismo no se comprende, no se entiende; como no se explica el mal si no es por el bien, el error por la verdad, las tinieblas por la luz, el no ser por el ser.
De allí la gran responsabilidad de corresponder a ese amor de Dios y el que no lo hace con libertad de todo corazón, es el que se condena. Por eso existe el infierno. Qué más desastroso que detestar a alguien y estar en su presencia; es preferible estar apartado; eso es lo que hace Dios, no nos obliga, no les impone a los que se condenan a que estén en su presencia, pues tampoco la soportarían; pero se entiende mucho más por el amor que por la justicia, aunque no se excluya ésta.
Nuestro Señor nos muestra que el Padre nos ama primero, pero hay una condición: “porque habéis creído en Mí, que salí de Dios, que Soy Dios”. Luego para ser amados del Padre hay que creer en nuestro Señor que es Dios, no que es un gran profeta, un gran hombre, un gran sabio, un gran filósofo, un gran personaje, sino que es todo eso y además es Dios porque salió de Dios. No como los arrianos que negaban la divinidad de nuestro Señor, aunque podían admitir que era un gran hombre, un gran profeta, un gran personaje pero que no era precisamente Dios. Para que seamos amados del Padre hay que creer en nuestro Señor y creer que Él es Dios: “Porque habéis creído que salí de Dios”, y por eso vuelve al Padre después de su misión, y por eso le entienden ahora sus apóstoles: “Ahora sí te comprendemos, ahora sí que hablas claro”. Y eso también nos sirve en nuestro apostolado, en nuestra santificación para perseverar en la Iglesia católica, basada en la Tradición católica; no nos dejemos arrastrar cuando venga un protestante y diga “aleluya, alabado sea el Señor”; no todo el que lo tenga en la boca, o el que dice ¡Señor, Señor!, es de Dios y los protestantes vaya si lo tienen en la boca, parece que hasta lo llevaran en el bolsillo y que lo reparten cuando se les da la gana y así con las demás creencias.
¿Cómo pueden creer en nuestro Señor? No aceptan que nuestro Señor salió de Dios y que nació de la Santísima Virgen María; eso es lo que no admiten los protestantes y por eso mismo no quieren la Iglesia tal como nuestro Señor la instituyó y la dejó. Así vemos la importancia y la exclusividad de nuestro Señor para pedirle a Dios Padre y para que sigamos siendo amados por Él: porque hemos creído en nuestro Señor que salió de Dios. Afirma su divinidad. Por eso el Evangelio de San Juan es el más sublime, como un águila que ve desde lejos la presa, desde las alturas, con esa mirada profunda.
Se compara a San Juan con un águila, porque es el que mejor muestra, refleja o expresa por divina inspiración la glorificación de nuestro Señor que se va revelando poco a poco pero que se manifiesta plenamente, y aquí vemos cómo Él mismo lo dice: “Porque he salido de Dios”. ¿Y quién puede salir de Dios sino el mismo Dios? Por eso el Padre nos ama, es decir, porque somos hijos de la Iglesia católica, porque somos católicos, no judíos, protestantes, budistas o lo que sea; esa es nuestra gloria y por eso tenemos que tenerlo en claro para que no perdamos nuestra identidad de católicos y así podamos orar verdaderamente al Padre y que el Él nos conceda todo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos ayude a comprender cada vez más todo esto y que así podamos corresponder más a nuestro Señor Jesucristo y a Dios Padre. +
En este último domingo de Pascua a la Ascensión del Señor y durante todo este tiempo de los cuarenta días después de su Resurrección, nuestro Señor no hace más que consolidar su Iglesia, instituir su Iglesia, los sacramentos; todas las órdenes que imparte a sus apóstoles y que están en la Tradición de la Iglesia, cuya importancia es la transmisión desde el origen que es nuestro Señor y los apóstoles instruidos directamente por Él. Digo esto para que no olvidemos que aunque muchas cosas no están escritas, ¿cómo las sabemos? Justamente porque nuestro Señor las transmitió a sus apóstoles y en especial en estos cuarenta días antes de subir a los cielos para mandar el Espíritu Santo. Consolida la Iglesia para que reciban el Espíritu Santo.
Y vemos cómo los apóstoles entendieron después que vino del Padre y que va al Padre. Yo no dejo de asombrarme de cómo algunos Padres de la Iglesia se preguntaban hace dos domingos, en el tercero de Pascua, en lo referente al Evangelio que es el mismo de San Juan que estamos viendo hoy y que vimos el domingo pasado: que los apóstoles no entendían cuando decía que iba al Padre; pero ahora vemos que sí comprendieron que se refería a la tristeza que les podía quedar por su partida pero que lejos de ser congoja, les convenía.
Me extrañó cómo algunos exegetas y Padres de la Iglesia no han visto claramente con San Agustín, que no hay otra explicación de ese Evangelio, que se refería justamente como lo dice este santo: “Dentro de poco tiempo no me veréis y después me volveréis a ver”, y que ese lapso se refería al que ocurriría después de la Ascensión porque iba al Padre; y si bien se mira en todo el contexto del mismo Evangelio sí estaba expresado. Pero estas son las opiniones humanas y debido a ello muchas veces vemos dificultades donde el texto, un renglón más abajo nos está dando la luz; por eso algunos Santos Padres decían que se refería a los tres días de su muerte o al tiempo breve que iba a morir, sin hacer explícitamente alusión estos tres días. Pero hemos visto que nuestro Señor apenas resucita se queda cuarenta días, no va al Padre inmediatamente; es más, baja al Seno de Abraham donde estaban todos los Santos del Antiguo Testamento y espera para subir al Padre después de cuarenta días, el día de la Ascensión.
Nos muestra nuestro Señor en el Evangelio cómo hay que pedirle a Dios Padre en su nombre; Él nos dice, nos da la clave, no se le puede pedir a Dios Padre de cualquier modo. En esto es categórico nuestro Señor mismo, la Iglesia, sobre todo hoy, para que no creamos que a Dios se le puede pedir tan fácilmente cualquier cosa; si no se le solicita en el nombre de nuestro Señor no se nos concede; por eso el reproche a los apóstoles: “Hasta ahora nada habéis pedido, pedid en mi nombre y se os dará”. Vemos de esta forma cómo nuestro Señor es el intercesor, el medio, el camino exclusivo para llegar a Dios Padre.
No es en cualquier culto, cualquier religión, cualquier oración como hoy el ecumenismo pretende hacernos creer.
Si no es en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, no se le puede pedir absolutamente nada al Padre.
Es tremendo, pero así es, porque Él es la Revelación de Dios, la palabra del Padre y de ahí la exclusividad de nuestro Señor, la de la religión católica y el error del ecumenismo que hace pensar que cada uno, pidiendo por Mahoma, por Buda o por cualquier ídolo, tenga acceso a Dios.
Es más, nuestro Señor nos muestra cómo el Padre nos ama; porque hemos creído en nuestro Señor.
No hay necesidad de que Él ruegue al Padre por nosotros, porque el Padre primero nos quiere y nuestro amor es una correspondencia.
No lo olvidemos, es como una mujer que se siente más amada que lo que ella ama, si bien se mira la naturaleza de las cosas; por eso es el hombre quien propone matrimonio y la mujer que acepta y acepta cuando se siente amada; no tanto que ella ame si no que sienta amada y así sabiéndose amada ama; así es nuestra alma con respecto a Dios. Por eso hay que corresponder al amor divino. Aquí hay otra gran cosa, que solamente por el amor de Dios se comprende: el infierno. Aunque comúnmente éste ha sido explicado más bien en el aspecto de la justicia divina; pero mucho más, diría yo, que ésta, da la luz el mismo amor de Dios. Él, que es es amor y por no corresponderle se condena uno en el desamor que es el odio eterno. Y es curioso el por qué no se haya dado esa explicación más que la de la justicia, que ciertamente lo es, pero mucho más comprendemos el averno por el amor de Dios, por el bien, por la verdad, que con lo que tiene de malo, de castigo, de negativo, de odio; en sí mismo no se comprende, no se entiende; como no se explica el mal si no es por el bien, el error por la verdad, las tinieblas por la luz, el no ser por el ser.
De allí la gran responsabilidad de corresponder a ese amor de Dios y el que no lo hace con libertad de todo corazón, es el que se condena. Por eso existe el infierno. Qué más desastroso que detestar a alguien y estar en su presencia; es preferible estar apartado; eso es lo que hace Dios, no nos obliga, no les impone a los que se condenan a que estén en su presencia, pues tampoco la soportarían; pero se entiende mucho más por el amor que por la justicia, aunque no se excluya ésta.
Nuestro Señor nos muestra que el Padre nos ama primero, pero hay una condición: “porque habéis creído en Mí, que salí de Dios, que Soy Dios”. Luego para ser amados del Padre hay que creer en nuestro Señor que es Dios, no que es un gran profeta, un gran hombre, un gran sabio, un gran filósofo, un gran personaje, sino que es todo eso y además es Dios porque salió de Dios. No como los arrianos que negaban la divinidad de nuestro Señor, aunque podían admitir que era un gran hombre, un gran profeta, un gran personaje pero que no era precisamente Dios. Para que seamos amados del Padre hay que creer en nuestro Señor y creer que Él es Dios: “Porque habéis creído que salí de Dios”, y por eso vuelve al Padre después de su misión, y por eso le entienden ahora sus apóstoles: “Ahora sí te comprendemos, ahora sí que hablas claro”. Y eso también nos sirve en nuestro apostolado, en nuestra santificación para perseverar en la Iglesia católica, basada en la Tradición católica; no nos dejemos arrastrar cuando venga un protestante y diga “aleluya, alabado sea el Señor”; no todo el que lo tenga en la boca, o el que dice ¡Señor, Señor!, es de Dios y los protestantes vaya si lo tienen en la boca, parece que hasta lo llevaran en el bolsillo y que lo reparten cuando se les da la gana y así con las demás creencias.
¿Cómo pueden creer en nuestro Señor? No aceptan que nuestro Señor salió de Dios y que nació de la Santísima Virgen María; eso es lo que no admiten los protestantes y por eso mismo no quieren la Iglesia tal como nuestro Señor la instituyó y la dejó. Así vemos la importancia y la exclusividad de nuestro Señor para pedirle a Dios Padre y para que sigamos siendo amados por Él: porque hemos creído en nuestro Señor que salió de Dios. Afirma su divinidad. Por eso el Evangelio de San Juan es el más sublime, como un águila que ve desde lejos la presa, desde las alturas, con esa mirada profunda.
Se compara a San Juan con un águila, porque es el que mejor muestra, refleja o expresa por divina inspiración la glorificación de nuestro Señor que se va revelando poco a poco pero que se manifiesta plenamente, y aquí vemos cómo Él mismo lo dice: “Porque he salido de Dios”. ¿Y quién puede salir de Dios sino el mismo Dios? Por eso el Padre nos ama, es decir, porque somos hijos de la Iglesia católica, porque somos católicos, no judíos, protestantes, budistas o lo que sea; esa es nuestra gloria y por eso tenemos que tenerlo en claro para que no perdamos nuestra identidad de católicos y así podamos orar verdaderamente al Padre y que el Él nos conceda todo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos ayude a comprender cada vez más todo esto y que así podamos corresponder más a nuestro Señor Jesucristo y a Dios Padre. +
PADRE BASILIO MÉRAMO
5 de mayo de 2002
5 de mayo de 2002