Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Escuchamos en este evangelio el relato de los dos milagros que
hace nuestro Señor Jesucristo, el de la mujer que padecía flujo después de
muchos años y el de la resurrección de una niña. Muestra ese poder que tiene
incluso sobre la muerte, Él mismo que ha dicho que resucitaría y que nos
prometió la resurrección universal de todos los hombres; que resucitaríamos con
nuestros propios cuerpos, unos para bien y otros para mal, manifestando así el
poder sobre la misma muerte, mostrando así que Él es el camino, la verdad y la
vida. La vida tanto natural como eterna, tanto del orden natural como
sobrenatural, la del alma, la resurrección del alma que revive cada vez que
arrepentida se confiesa; hay una resurrección sobrenatural de esa alma a la
gracia de Dios y por eso nuestro Señor hizo tres milagros de resurrección y con
la de Él, el cuarto.
Resucitó a la niña de la que la tradición dice que era hija de
Jairo, la del hijo de la viuda de Naím, un joven, y la de Lázaro, un hombre
mayor, y con estas tres resurrecciones dice San Agustín que muestra así los tres
grandes estadios de la vida espiritual, los que comienzan como niños, las que
continúan como adolescentes o jóvenes y la de los que culminan como hombres ya
maduros.
Así invita nuestro Señor a que tengamos en Él esa fe que, como
vemos, a veces pedía para hacer sus milagros y a veces no; en ocasiones la
exigía como una concausa o causa moral para hacer el milagro, pero otras no. A
Lázaro no le preguntó si quería ser resucitado o no, si tenía fe o no, sino que
lo resucitó, tampoco al hijo de la viuda de Naím. Pero la fe siempre está
implícita, sea antes, cuando la pide, o si no después, para que creyendo vean y
tengan fe y crean que Él es el Cristo, el Mesías. Pero lo que más le importaba a
nuestro Señor no era tanto hacer el milagro sino la predicación del evangelio, y
los prodigios que hacía eran como para que a aquella gente le fuera más fluida
su conversión y creyeran así en su predicación del Evangelio. El Evangelio que
fue predicado por los apóstoles y que será enseñado hasta el fin del mundo; de
ahí lo esencial en la Iglesia, la exhortación que no puede faltar; podrán faltar
los milagros, pero no la predicación de la palabra de Dios y esa es la obra
misionera de la Iglesia.
En la resurrección que hace nuestro Señor de esta niña nos muestra
que Él tiene ese poder sobre la vida y sobre la muerte. La hora suprema que no
podemos olvidar; nacemos para morir pero morimos para vivir eternamente en Dios
si fallecemos en su gracia. Que la pereza carnal no nos impida pensar en la
muerte, nos haga tenerla allá, alejada, sino que cada día estemos conscientes de
ella; es más, aun sabiendo que vamos a morir tener presente esa inmolación de
cada día, ofreciéndosela a Dios y así sacrificando nuestra vida y no viviendo
como aquellos a los cuales alude San Pablo que su dios es el vientre, el placer,
que son enemigos de la Cruz de Cristo y que sufren pero no saben inmolarse
ofreciendo ese sufrimiento.
El cristianismo nos enseña a ofrecer los padecimientos y esa
ofrenda es justamente la inmolación que hizo nuestro Señor de su propia vida, la
que nos deja su testamento en la Santa Misa, la que tenemos que hacer nosotros
voluntariamente cada día y así vivir católicamente, no como vive el mundo que
quiere alejar la muerte a todo precio; no se quiere hablar de ella, se la quiere
apartar, hacer desaparecer, ocultarla; no se quiere velar un muerto en su casa,
les da miedo, asco, pánico, cuando es saludable despedirse de los seres queridos
rezando por ellos y no que queden abandonados en esos sitios velatorios. Puede
haber necesidad, pero que no sea esa la costumbre, porque nadie quiere en
definitiva tener el muerto en casa cuando eso forma el espíritu cristiano, da
ejemplo a toda la familia, hace recapacitar y también ayuda para implorar por el
alma del ser querido.
Hoy no se entierra sino que se crema; la cremación siempre ha sido
condenada por la Iglesia ya que es antinatural; el cadáver debe corromperse
naturalmente, no violentamente; esa es una costumbre masónica y de paganos, todo
lo demás hay que dejárselo al proceso natural de aquello que fue tabernáculo del
Espíritu Santo y por eso no debemos olvidar que incluso nuestra vida en esta
tierra es una lenta muerte para resucitar en Cristo nuestro Señor; sólo eso nos
hace alejar de los gozos y de los placeres terrenos, del mundanal ruido, como
aquellos que dice San Pablo que “viven para el vientre, para el placer y son
enemigos de la Cruz de Cristo”. La gente pidiendo las cenizas de lo que no es
más que un chicharrón o las cenizas del curpo que fue cremado antes, porque no
se crea que le van a guardar a la familia, y dar pulcra y santamente lo que
quedó allí cremado.
No reflexionamos ni razonamos como deberíamos en esas cosas es
saludable pensar en la muerte y ofrecer cada día ese lento acercarnos a ella con
la esperanza en la resurrección, en Jesucristo, en la de resucitar en cuerpo
glorioso como nuestro Señor Jesucristo, a su imagen. Tengamos esa fe profunda en
Él y en la resurrección a través de Él.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen, que está en los
cielos; a Ella, asunta después de su resurrección anticipada sin pasar por la
corrupción cadavérica, pues su cuerpo era inmaculado por lo que se habla de una
dormición, porque fueron muy breves los instantes de su muerte siendo elevada a
los cielos como Reina de todo lo creado, pero queriendo asociarse a los
sufrimientos y a la muerte de nuestro Señor que era inocente, inmolado, para
redimirnos de la muerte.
Ella quiso ser corredentora muriendo por amor a nuestro Señor, por
eso Santo Tomás y toda la escuela tomista fieles a él hablan de la muerte de
nuestra Señora de una manera que la gente no se escandalice con una mala
explicación o idea inexacta. Claro está que cuando Santo Tomás habla de la
muerte de nuestra Señora no la asemeja en nada a nuestra muerte ya que nosotros
sí sufrimos corrupción; Ella quedó incorrupta, su muerte fue breve y solamente
para asociarse más a la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo,
demostrándonos así su amor a Dios y a nosotros como hijos suyos y también su
amor a la Iglesia.
Pidamos a Ella, a nuestra Madre, que nos cobije y nos proteja bajo
su manto y que podamos vivir una vida cristiana; que nos socorra en el momento
culminante de nuestro paso por la tierra que será la hora y el día de nuestra
muerte. +
PADRE BASILIO MERAMO
11 de noviembre de 2001
11 de noviembre de 2001