Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Vemos en este Evangelio una advertencia rotunda y tajante, escalofriante, que nos hace nuestro Señor. Que tengamos cuidado de los falsos profetas, los que tienen apariencia de ovejas pero son por dentro lobos rapaces. Esto no lo dice ninguna vieja chismosa, ningún cura furibundo, sino que lo dice, con toda ciencia, sabiduría y verdad, nuestro Señor Jesucristo. Y ¿quiénes son esos falsos, mal llamados profetas?
Porque a profetas los hemos conocido en el Antiguo Testamento y la Iglesia se basa en ellos; Santo Tomás nos dice que el último fue San Juan Bautista. Cuando nuestro Señor habla de los profetas no puede referirse a ninguno de ellos ni a profetas en el mismo sentido para el futuro, puesto que ya quedaba cerrada esa vía profética como fuente de la revelación católica, y Santo Tomás, interpretando este pasaje, dice que los profetas son en la Iglesia los doctores y los prelados, es decir, los que tienen un lugar en la jerarquía de la Iglesia y que apacientan a las ovejas, a los feligreses. Profetas son los que predican la doctrina de Dios a los fieles en la Iglesia; eso lo dice Santo Tomás.
Entonces ¿quiénes son los falsos profetas? Justamente, esos doctores y prelados de la Iglesia que no predican la verdad, aquellos que no apacientan las ovejas. Y Santo Tomás dice que son falsos porque son mentirosos. Es decir, que nuestro Señor apunta a los prelados, a los doctores en la Iglesia, a toda la jerarquía que no cumpla con ese deber sacrosanto de profesar y enseñar únicamente la verdad, la fe, la religión católica, los dogmas de fe, y al no hacerlo son falsos profetas. Y peor aún, lobos rapaces con apariencia de ovejas, de corderos.
El cordero por antonomasia es nuestro Señor; los que se presentan con apariencias de nuestro Señor, con apariencias de santidad, de religiosidad, no se mostrarán ante el público como ateos, revolucionarios, o antireligiosos, sino todo lo contrario, como hombres piadosos, santos, virtuosos. Es terrible pero es así, lo dice nuestro Señor. Aparentarán, llevarán la piel de una oveja, pero por dentro, intrínsecamente son lobos rapaces, lobos que destruyen el rebaño, que pervierten el rebaño.
Dice también Santo Tomás que no son los simples herejes, es evidente que no son tampoco los mercenarios, aquellos prelados que procuran su propio provecho, su comodidad, los sanchopanzas que viven para comer y dormir bien a expensas de la Iglesia; ¡y vaya que hay curas y obispos que se dedican a eso!; lamentablemente, se dice que no son ellos; a esos habrá que tolerarlos.
Dice definitivamente que son lobos de los cuales hay que huir, no tolerarlos, sino huir, porque el lobo come, destruye y el gran peligro es que no se presentan como son, sino con esa apariencia de santidad, como dice también monseñor Straubinger comentando este pasaje, esa apariencia de piedad y hace toda una descripción; eso es lo que engaña a las ovejas, porque si ellas vieran venir al lobo tal cual como es, saldrían huyendo; pero pasa todo lo contrario, piensan que es una hermana oveja y resulta que es el lobo, como en el cuento de Caperucita.
Parece mentira pero a eso se asemeja si queremos darle esa figura, para que se nos haga más patente eso que nuestro Señor dice significar con esta advertencia para cada uno, tener cuidado con los falsos profetas. Su signo de distinción serán los frutos, los conoceréis por ellos; éstos son los hechos, las obras, la realidad, no son las intenciones ni la buena o mala voluntad y el buen o mal deseo, sino los hechos y contra los éstos no valen los argumentos. “Por sus frutos los conoceréis, el mal árbol no puede dar buenos frutos, ni el buen árbol malos frutos”.
Nuestro Señor es muy concreto, no se va por las ramas, nos da una clara visión para que aprendamos a distinguir los falsos profetas, es decir, los doctores y prelados de la jerarquía de la Iglesia católica –porque está hablando de la Iglesia–, que se convertirán en ilegítimos por no apacentar con la verdad que es nuestro Señor Jesucristo, que es Dios, a las ovejas, a las almas; porque la verdad es la que nos salva, la que nos hace libres. Hay un compromiso con la verdad, esa actitud ante ellla que debe ser el sostén con Dios y con todo; nuestra relación en el mundo es trascendental y con las cosas es una relación de verdad y con Dios mucho más, es trascendental. Y cuando falla la religión es porque falla esa relación y los que no se convierten, es porque fallan en ella; no han escuchado el campanazo de la verdad, no han dejado que penetre en su corazón, o no la han seguido si es que la han escuchado, o no viven conforme a ella y de ahí el gran mal.
Esa veracidad se adultera, se tergiversa, se falsea por culpa de los falsos profetas, que no son cualquier hereje, sino que son los prelados, los doctores de la Iglesia católica, apostólica y romana. Eso lo dice nuestro Señor, lo dice Santo Tomás, de los falsos doctores, cuyo ejemplo, lamentablemente, de engaño, de adulteración, de corrupción de la verdad, lo vemos hoy más que nunca en esta crisis apocalíptica de estos últimos tiempos que nos toca vivir como purificación de la Iglesia.
Nuestro Señor insiste en que tengamos cuidado. “...no todo aquel que dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos”. Agrega que no solamente con piel de oveja, apariencia de religioso, de bueno, de santo, de virtuoso, de rezandero, porque esto también se aplica a los protestantes que invocan “Señor, Señor” y los “aleluyas” y para arriba y para abajo, ¡no señor! Porque los frutos tienen que ser buenos y para entrar al cielo no basta decir “Señor”, sino cumplir la voluntad de Dios; porque no basta solamente con oír, conocer la verdad, sino que hay que ponerla en práctica; no basta decir “Señor, Señor”, decir “totus tuus” y dejar que la Iglesia se eclipse, se disgregue, se degenere o se desuna.
Y aquí corresponde tocar un punto delicado sin que quede la menor duda; al hablar así no se está en contra del Papa ni de Juan Pablo II ni de la jerarquía de la Iglesia, se está en contra del error, de los falsos profetas, de aquellos que, como dice nuestro Señor, son lobos rapaces pero disfrazados con piel de oveja. No sabemos qué pasa en el Vaticano, si hay impostores o no, si al Papa lo suplantan o no, pero lo que sí se sabe se ve por sus frutos y ningún Papa, ningún cardenal, ningún obispo puede negar la existencia del infierno, no se puede negar la exclusividad de la Iglesia católica, apostólica y romana. Esas son cosas que no puede negar ni nuestro Señor Jesucristo volviendo a la tierra, ni un ángel del cielo, ni San Pablo, ni ningún apóstol, ni ningún Papa, entonces no estamos en contra del Papa. Soy más papista que el Papa, pero no podemos aceptar que el error circule en la Iglesia bajo el nombre, el peso y la autoridad del Sumo Pontífice, llámese Pablo VI, Juan XXIII o Juan Pablo II, o como quiera llamarse y que en el nombre de Su Santidad el Papa se deje circular el error.
Los frutos, los hechos, son los que hablan. ¿Cuáles son los hechos? ¿De qué le vale a Juan Pablo II decir “totus tuus, todo tuyo Señora” cuando deja corromper la Iglesia? Hay una grave responsabilidad de omisión por lo menos, no hace falta sumar herejías y errores que se digan o pronuncien, sino con lo mínimo, la omisión. ¿Qué pasa con un capitán que deje que el timonel haga lo que le venga en gana? No cumple con su deber y eso es grave, peor aún si llega a ser un falso profeta, un lobo rapaz vestido con piel de oveja.
Debemos tener cuidado, la Virgen de La Salette ya lo dijo: “Roma perderá la fe y será la sede del anticristo”. ¿Qué querrá decir, que habrá un impostor, un falso Papa, un verdadero Papa que caerá en la herejía y se convertirá en un falso profeta, en el pseudoprofeta del Apocalipsis? Eso no se sabe, pero lo que sí se sabe es que debemosestar al pendiente y conocer bien los frutos y que no se avale el error y seguirlo porque se diga que viene del Vaticano, de Su Santidad Juan Pablo II, porque no puede haber una contradicción con la verdad, con Dios. Por eso se ha dado en la Iglesia la infalibilidad al Papa y a todos los obispos en comunión con él, no para que profesen una nueva doctrina ni enseñen una nueva religión, sino para que digan públicamente la verdad que ha sido revelada y el depósito de la fe, para que expliciten, para que aclaren, para que hagan más lúcido eso que está contenido en el depósito de la fe de un modo implícito o no muy claro, pero no para inventarse otra nueva Iglesia, otra nueva religión.
Esto no es un invento, son los textos del mismo Vaticano I que lo dicen, y es nuestro Señor en este evangelio quien lo indica: “cuidado con los falsos profetas”, con los falsos prelados que se pueden disfrazar de ovejas piadosas pero que son “lobos rapaces” y “no todo el que dice ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos”. No vamos a discutir lo que, como muchos dicen, que “Juan Pablo II es piadoso”; mejor para él si es piadoso. Pero lo que no puede ser es que diga: “¡Señor, Señor!” y, teniendo la responsabilidad, deje que la Iglesia se degenere como lo está haciendo en el orden de la fe, en el de la verdad, en el de la doctrina con sus repercusiones en el moral; que se degenere en una liturgia que vicia los sacramentos, en una teología que destruye el dogma. Hay que ver los frutos. Quede muy claro que no estamos en contra del Papa, estamos en contra de los falsos profetas a los cuales alude nuestro Señor.
Defendemos el papado que es la roca sobre la cual está fundamentada la Iglesia; es la institución divina de la Iglesia, porque los Papas mueren, mientras que el papado permanece; es una distinción que hay que tener en cuenta y que hay que hacer para poder entender muchas cosas que a veces se nos hacen difíciles. De ahí la necesidad de estudiar, de leer para conocer nuestra doctrina, nuestra religión, para no volvernos protestantes, no ya saliendo de la Iglesia sino permaneciendo en ella. El católico modernista con buena voluntad es un protestante que se desconoce, piensa lo mismo que aquel que dice ser cristiano porque ellos a sí mismos no se dicen protestantes, sino cristianos, usurpando este nombre.
Ayer asistimos a una conferencia dictada por el licenciado Luis Padilla, autor de algunos folletos de los que se publican en la Fraternidad, extraídos de su libro “La hora de la verdad” y habló como no lo hubiera hecho ningún cura; habló del infierno, del mal, de la necesidad de convertirse, de la inminencia de los últimos tiempos, que recordaran que los judíos ya estaban en su patria desde el año 1948, que ya no estaban en la diáspora, y ese es un signo fundamental de los últimos tiempos. Habló también de la presencia de nuestra Señora.
Por mi parte públicamente le reconocí que “como los sacerdotes no hablan y nuestro Señor dijo que hablarían las piedras, por eso quizás un laico como usted dice lo que los curas debieran decir y lo callan”. Pero claro, él, para no asustar a nadie, remitiéndose a Fátima, después de hablar del infierno, recordando lo que era, un lugar, que es un estado de separación del alma, alguien le refuta que el Papa dice que no es un lugar sino un estado, y el pobre hombre, claro, cómo iba a decir en público algo que pudiera ir en contra de la imagen del Papa, tuvo que soslayar la cuestión diciendo que no, que él no dijo eso, que él afirmó que... y ahí salió como pudo.
Personalmente le recalqué que sí, que no pudo decirlo porque, claro, aquel que hable en contra de la autoridad del Papa enseguida ya es un excomulgado, un hereje, un desgraciado. Y no, no es así, el Papa tampoco puede abusar de su prestigio, de su autoridad, de su investidura para enseñar el error o por lo menos dejarlo circular como moneda corriente. Contra eso hay que declararse opositor, no contra la autoridad que representa o lo que es; ahora, si él es verdadero o falso, si es Papa o antipapa, eso no se sabe, o si al verdadero lo tienen escondido por ahí como decían con respecto a Pablo VI, que el malo es quien aparece. Eso tampoco se puede saber y no importa en el fondo, porque lo que interesa son los hechos y nada más, y cuidarse de los que llevan piel de oveja.
No todo el que dice “¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hace la voluntad de mi Padre”, con lo cual nuestro Señor nos invita también a hacer la voluntad de su Padre, a dar ejemplo, testimonio de vida, vivir en la verdad ante Dios, no para que me mire el vecino ni el que tengo al lado, sino sólo Dios. Eso es lo que forja la santidad, lo que hagamos frente a Él, por amor a Él y que eso por reduplicación se torna de rebote y llegue al prójimo, a nuestros hermanos; de ahí la necesidad de vivir en la verdad y dar ese testimonio, ser fieles.
Este fue el camino de San Agustín, pecador hasta los tuétanos cuando desconocía la verdad, pero cuando la vio y la conoció cambió de vida, dejó a la mujer con la que había vivido diez años y con quien tenía un hijo; dice que aquello le partió el corazón pero la dejó, y como la carne es débil, buscó otra. Cuando recibió el bautismo cambió definitivamente y es el gran San Agustín, un santo entre los santos por su virtud, inteligencia y comentarios a la verdad, a la palabra de Dios.
Ese testimonio lo debemos dar nosotros en respuesta a Dios, que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida y la verdad os hará libres”. La veracidad da la real libertad, por eso otra afirmación de San Agustín es: “Ama y haz lo que quieras”, pero no para drogarse o prostituirse en una discoteca, cambiar de mujer como de zapatos, o para desnudarse en las playas, sino para hacer la voluntad de Dios. Porque el que ama verdaderamente hace la voluntad del amado, y si el amado es Dios, hace la voluntad de Dios. “Ama y haz lo que quieras”, eso es muy distinto de la libertad que hoy se proclama para pecar e irse más libremente a la condenación eterna del infierno; y para colmo que se diga que no se preocupe, que el infierno no es el fuego eterno a donde van las almas; ¡qué crimen, qué atrocidad! Pero son los hechos; creo haber dicho las cosas claramente para que no haya escándalo.
Más escándalo es ver lo que está pasando y no denunciarlo, o dejarse llevar por él en el arroyo del error, o no entender nada. La verdad nos hace libres y por eso hay que decirla; no es nuestra culpa; es imposible hacer otra cosa y si alguien no está de acuerdo lo puede manifestar, y si ninguno estuviera de acuerdo habría que irse a otra parte, pero no dejar de decir lo que es un deber. Habría que hacer como los apóstoles, como lo recomendó nuestro Señor: “Si vais a una casa y no se os recibe, sacudíos el polvo de las sandalias e id a otro lugar”, porque la verdad no se impone por la fuerza sino que se impone por la vía de su misma luz y del amor. Nuestro Señor no se impone, no nos obliga, pero ahí está: le respondemos libremente y en verdad y nos salvamos o nos negamos a ella y nos condenamos en verdad y con entera libertad.
Invoquemos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos ayude a comprender estas cosas y que podamos rendir ese tributo, ese testimonio de nuestras vidas a la verdad que es Dios y que es nuestro Señor Jesucristo encarnado, el Verbo de Dios hecho hombre para redimirnos del pecado y salvarnos+
P.BASILIO MERAMO
22 de julio de 2001
22 de julio de 2001