San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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domingo, 30 de noviembre de 2025

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

    

Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Con este primer domingo de Adviento, se inicia el año litúrgico en torno al ciclo de Navidad, en torno al misterio de la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo. Ya sabemos que hay dos grandes ciclos en el año litúrgico, el de la Navidad y el de la Pascua y así, alrededor de estos dos grandes misterios gira la liturgia de la Iglesia católica. Con estos cuatro domingos de Adviento nos preparamos, a través del sacrificio y la oración, de un modo más intenso para festejar la Navidad o la Natividad de nuestro Señor Jesucristo; a eso se debe el color morado de los ornamentos, que indican mortificación, sacrificio y penitencia; son como una especie de Cuaresma alrededor de la fiesta de Navidad, para que nos preparemos espiritualmente y así podamos festejar santa y cristianamente la Navidad, que es la fiesta más popular para los católicos.

Cuatro domingos que presagian el tiempo de espera que tuvo la humanidad desde Adán, después de haber pecado, hasta que se cumpliera la Encarnación. Cuatro domingos que simbolizan aproximadamente cuatro mil años de espera, con lo cual vemos cuán opuesto a la Iglesia es el absurdo evolucionismo que hace datar miles y miles de años no solamente al mundo, sino la edad del hombre, lo cual es absolutamente falso, a lo que San Juan Crisóstomo llamaba “fábulas”, como de hecho también llama San Pablo en más de una ocasión a todos esos errores.

Cuatro mil años esperando al Altísimo, al Mesías, al Ungido, al Enviado de Dios. Y la mejor manera de prepararnos a la Navidad es teniendo el espíritu que tuvieron aquellos fieles del Antiguo Testamento esperando la venida del Mesías. Esto fue lo que esperó el pueblo judío, pero que por culpa de sus dirigentes religiosos desviaron las profecías, tergiversándolas y en vez de reconocerlo, lo crucificaron, lo mataron. Ese es el drama, y en eso consiste el dilema teológico religioso del pueblo judío: en no haber sido fieles a las profecías sobre el Mesías y en no haberlo reconocido cuando vino. Con este desconocimiento de la jerarquía de la sinagoga, que era hasta entonces la verdadera Iglesia de Dios, pasa a convertirse en sinagoga de Satanás; y no hay que olvidarlo, porque lo mismo nos puede pasar a nosotros que somos el injerto, que somos los gentiles, para que no nos creamos mejores, porque sólo Dios sabe si no está aconteciendo exactamente lo mismo: el desconocimiento de la segunda venida de nuestro Señor en gloria y majestad, tal como anuncia el evangelio de hoy al comenzar el año litúrgico.

Y no nos debe asombrar que la Iglesia termina y comienza el año litúrgico con una alusión directa a la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo; lo comprobamos en la liturgia de la Iglesia, para que tengamos presente que la gran profecía del Nuevo Testamento es la segunda venida de nuestro Señor en gloria y majestad. Gran revelación es la Parusía, la manifestación de nuestro Señor; de ese dogma de fe han salido, pululan por ahí montones de herejías y errores hasta por simple ignorancia, dentro del mismo clero, dentro de la misma teología. Ese ha sido el motivo de la venida frecuente de la Santísima Virgen a recordárnoslo de manera notable con las apariciones de La Salette y de Fátima y ese es el único motivo por el cual el tercer secreto de Fátima no se ha querido revelar, por culpa de la jerarquía de la Iglesia, por la ignorancia y la desidia de muchos clérigos, porque cuando no hablan los que debieran, entonces hablan otros en su lugar. Eso es lo que explican las apariciones de nuestra Señora.

La Iglesia asocia pues la primera venida de nuestro Señor, su Encarnación y Natividad con la segunda venida, sin la cual la primera quedaría trunca, sin la cual la obra de la Redención quedaría sin su acabamiento y sin su coronación; por eso inicia el año litúrgico con el evangelio de la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo anunciando por consiguiente la catástrofe cósmica universal, que las virtudes del universo tambalearán, ya que todos esos hechos acompañarán esa segunda venida. Pero será también el epílogo, el final sublime de todo el desastre que el hombre en el ejercicio de su libertad, no cumpliendo la voluntad de Dios, ha ocasionado llevando a la humanidad por caminos contrarios a los designios de Dios; Él vendrá a juzgar, a ordenar y a reinar. Por eso reza el Padrenuestro, “venga a nos tu reino y que se haga tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, y de ese reino, erróneamente entendido, las sectas protestantes sacan la fuerza y vitalidad de su herejía.

Nosotros los católicos debemos tener viva la esperanza en ese reinado de nuestro Señor Jesucristo que sin entrar en detalles sabemos que será un reino de gloria y de paz; será el resurgir de su Iglesia que ha sido y está siendo ultrajada, todo permitido por aquellos mismos que debieran defenderla. Preparemos bien la Navidad y no olvidemos que así como Él vino una primera vez, volverá una segunda. No caigamos en el error invertido en el que cayó el judaísmo, el gran error del pueblo elegido de los judíos, ¿cuál fue? Un error exegético; se quedó con las profecías del segundo advenimiento de Cristo glorioso, del Cristo vencedor desconociendo la primera venida de nuestro Señor no gloriosa sino en la humildad, en el anonadamiento, en el sufrimiento; ellos no aceptaban esa primera venida. Se erigían en los todopoderosos y liberadores del género humano, idea judaica de toda revolución basada en la liberación, tanto la revolución comunista, la protestante, la francesa y todas las revoluciones que tienen por ley motivar ese ideal de liberación del judaísmo, carnalizando esas profecías.

Entonces, el mismo error a la inversa sería quedarnos con la primera venida y olvidarnos paladinamente de la segunda y por eso la Iglesia quiere recordárnoslo, para que lo tengamos presente y guardemos nuestra fe y nuestra esperanza, que es la esperanza de los fieles de la primitiva Iglesia, a tal punto que San Pablo tuvo que intervenir y decirles que hasta que no desapareciera el obstáculo no vendría nuestro Señor; nosotros no sabemos cuál es ese obstáculo, podrían ser varios, uno de ellos la civilización cristiana o el orden romano continuado espiritualmente por la Iglesia; otra el Mysterium Fidei, el misterio de la Santa Misa, que es el que Satanás ha querido siempre destruir, porque ha sido a través del sacrificio del Calvario que Cristo le derrotó; y si bien miramos, todas esas cosas están de lado, el obstáculo puede ser la fe y ésta, como la vemos hoy, arrinconada en un mundo impío, que cree en el hombre, pero que no cree en Dios; que glorifica al hombre, pero no glorifica a Dios.

Pidámosle a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que Ella nos ayude a comprender en nuestros corazones todas estas cosas guardadas en el suyo, motivo de su oración y meditación para que, a su imitación, nos preparemos bien en esta Navidad, y a la vez para la segunda venida de nuestro Señor glorioso y majestuoso; aunque nadie pueda precisar el día ni la hora, saber que está cerca por los signos que nuestro Señor nos da, así como la higuera y los árboles cuando comienzan a dar fruto porque ya pronto está el verano. Roguemos a nuestra Señora que nos ayude y nos asista para acrisolar nuestras almas y crecer en fe, esperanza y caridad, en esta gran tribulación de la Iglesia. +

BASILIO MERAMO PBRO.
3 de diciembre de 2000

domingo, 23 de noviembre de 2025

DOMINGO VIGÉSIMO CUARTO Y ÚLTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

  


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
En este último domingo después de Pentecostés, la Iglesia nos recuerda, reafirma siempre al cerrar el año litúrgico con el mismo evangelio que nos vaticina la Parusía de nuestro Señor viniendo a la tierra en gloria y majestad con todas las calamidades, abominación y gran tribulación cual no se ha visto ni se verá jamás. Y debe servirnos esto para recapacitar en el espíritu de la Iglesia católica que es un espíritu parusíaco, apocalíptico, aunque ello no nos guste por deformación espiritual y por falta de predicación, por falta de énfasis y descuido de aquellos que tienen el deber de apacentar a los fieles. Sin embargo, la Iglesia quiere cada año concluir, terminar, finalizar el año litúrgico recordándonos la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo.

La Iglesia es y está siempre expectante hacia la Parusía de nuestro Señor, hacia el Apocalipsis que es el último y el único libro del Nuevo Testamento que tiene por objeto específico la segunda venida de nuestro Señor; por eso mismo es un libro de esperanza. Esperanza que tuvieron viva en la primitiva Iglesia aquellos primeros cristianos, manteniéndose en el fervor. Y sabrá Dios si es que no se ha perdido el fervor a lo largo de los siglos por no tener esa expectación y esa presencia apocalíptica que la Iglesia quiere que tengamos.

Tanto es así, que no sólo quiere terminar, culminar el año litúrgico con el Apocalipsis, con la Parusía de nuestro Señor que quiere decir su presencia, su manifestación, sino que al comenzar el año litúrgico con el primer domingo de Adviento vuelve a recalcar sobre el mismo tema. Entonces, el deseo de la Iglesia no solamente es finalizar, sino también comenzar el año litúrgico recordándonos la Parusía. Y eso teniendo en cuenta que el año litúrgico comienza con el primer domingo de Adviento que nos recuerda y nos prepara para la Natividad de nuestro Señor, su primera venida, la cual venida inconclusa sin la segunda y eso establece la armonía y la relación entre ambas.

Desdichadamente se ha olvidado tener en cuenta estas verdades, estas revelaciones de fe expresadas en la liturgia de la Iglesia. Y nos asombramos cuando oímos que los judíos teniendo las profecías de la revelación divina no hayan entendido, no hayan comprendido. Pero, ¿acaso no nos pasa peor que a ellos, teniendo nosotros todas las Escrituras completas y sin embargo no entendemos absolutamente nada? Peor aún, se calumnia, se condena y se tilda de loco a quien trata de hacer énfasis en esto. ¡Qué abominación!

Vemos cómo la epístola de hoy en consonancia con el evangelio nos habla de tener la inteligencia de las cosas de Dios. Es que la fe no es la ignorancia, las tinieblas y la oscuridad, sino que es la luz de la verdad sobrenatural; es la ciencia y la sabiduría de Dios; es la iluminación verdadera. Por eso es ignominioso un católico ignorante de su religión; es un indigno católico porque él debe ser luz del mundo y cada uno de nosotros debe serlo porque si no, seremos hijos de las tinieblas.

Esa es la gran abominación de la cual hoy se nos advierte; esa aberración espantosa de la cual habló por tres veces consecutivas el profeta Daniel y al cual se remite el evangelio de hoy. Y ¿qué nos dice el profeta Daniel cuando nos habla de la gran abominación de la desolación en el lugar santo en los capítulos IX, XI y XII? Allí, por tres veces consecutivas, él relaciona esa abominación desoladora, espantosa y repulsiva a los ojos de Dios, con la profanación del templo y la cesación del sacrificio perpetuo. Éste es la santa Misa Tridentina. Y si por tres veces Daniel relaciona esa abominación, ¿qué no diríamos hoy cuando vemos profanado el culto católico? Dicen los Padres de la Iglesia, que está relacionada con el culto de idolatría y por eso es detestable; por eso se profana el templo ya más de una vez con la imagen de Júpiter, con la del César, con la de Adriano, imágenes que son ídolos y no Dios.

Hoy se ve cómo se puso hace algún tiempo sobre el tabernáculo en Asís, en la Iglesia de San Pedro, el ídolo detestable de Buda, hecho de oro, sobre el tabernáculo, mucho peor que esa abominación de idolatría del Antiguo Testamento ¡mucho peor!

Observamos cómo hoy se está realizando ante nuestros ojos toda esa profanación de lo sagrado, de lo más sacro y de ahí la necesidad de estar vigilantes para no claudicar y para que no dejemos corromper la religión, el culto. Porque el culto católico, con la nueva misa y la nueva liturgia, corrompe el sacrificio perpetuo de la Cruz. Es un hecho evidente que tenemos que comprender a los ojos del misterio de la fe y si no comprendemos, no seremos católicos, seremos una pantalla, una apariencia, pero no católicos. Y ese dogma de fe encerrado en la fórmula de la consagración del cáliz ha sido desechado por la nueva liturgia profanadora, como han sido desechadas las palabras sagradas que constituían la esencia del sacrificio de la misa.

Esa adulteración no es impune, no puede quedar impune. No puede pasar desapercibida y por eso la necesidad de permanecer fieles a la Misa Tridentina, a la Misa de San Pío V, a la Misa Romana, so pena de no claudicar, de no apostatar, de no participar en un culto sacrílego, porque son sacrilegios los que hoy se cometen y todo esto en el nombre de Dios.

Pero, ¿de cuál dios? El dios de los judíos, el de los musulmanes, el de los budistas, pero no el Dios católico de la revelación católica, apostólica y romana que excluye los falsos dioses de los gentiles. Éstas son cosas que debemos manejar y recordar para no transigir y poder defender la verdad hoy, en medio de esta gran tribulación que, como recuerda Santo Tomás en el comentario al evangelio de hoy, “esa gran tribulación es una gran crisis doctrinal donde se claudica en la profesión de la doctrina católica”. La única manera de reconocer la doctrina católica, como dice San Agustín, es que ella es la misma en todas partes y es públicamente profesada y guarda la armonía, la concordancia con lo que siempre se ha dicho desde el origen.

Y ¿qué concordancia hay con lo que hoy se nos enseña como si fuese la religión católica y no lo es? Porque el ecumenismo no lo es, la libertad religiosa no es católica, los derechos del hombre no son católicos, el negar el infierno no es católico, el negar el pecado no es católico, son todos errores y herejías, uno detrás de otro. La misa no es una cena, es un sacrificio. Lutero fue quien quiso reducir la misa a una cena, Satanás es el que quiere reducir el santo sacrificio de la misa porque le recuerda su derrota.

Entonces no dejemos socavar la religión católica en la que hemos nacido y en la que tenemos que morir para salvarnos. Por eso la gran abominación de la que habla el evangelio de hoy, esa gran tribulación que si no se abrevian estos tiempos y su duración en honor a los elegidos, hasta estos caerán. ¡Terrible! ¿No es eso lo que está pasando hoy? Pues claro que está sucediendo. ¿Quiénes son los pocos obispos que se mantienen fieles, verticales en la verdad y en la santa intransigencia que no tolera el error? Distinto es tolerar al miserable pecador, pero no su error, no su pecado, es diferente y hay que saber analizar.

Los falsos profetas, ¿quiénes son?, ¿los marcianos? ¡No señor! Los falsos profetas son los obispos y los cardenales, los sacerdotes y el clero, quienes no son fieles; no son los chinos, ni los japoneses, ni los comunistas; son ellos, los malos prelados de la jerarquía de la Iglesia católica; es fuerte la comparación pero es nuestro Señor quien la prodiga, y ¡ay del que no la pregone así!; ese es el gran problema: que son muy pocos quienes hoy predican como debieran hacerlo. Porque no se trata de difundir sino aquello que está en el Evangelio, lo que es doctrina de la Iglesia, lo que es necesario para que nosotros perseveremos en la verdad y para que así podamos profesar públicamente la fe católica, apostólica y romana, sin innovación, sin cambio.

Ahora bien, nuestro Señor mismo nos da el ejemplo de la higuera, para que así, cuando se ve le reverdecer, se sabe, se conoce que el verano está cerca, lo mismo nosotros, cuando viéramos todas estas cosas, estos signos, para aquellos que tienen fe e inteligencia: “Sabed que Mi venida está pronta, está a las puertas mismas”; para que no lo olvidemos y para que eso sea el objeto de nuestra esperanza, de nuestra fortaleza, para que no claudiquemos ante la gran persecución. De ahí debemos sacar nosotros, mis estimados hermanos, la fuerza sobrenatural, la perseverancia y el espíritu verdaderamente católico y combativo en estos últimos tiempos que nos toca vivir y que no sabemos hasta cuándo se prolongarán porque la crisis dura y perdura y la carne se fatiga, el hombre se cansa.

Fue esto lo que pasó a los padres de Campos; creían que pronto todo se tendría que arreglar y al ver que pasaban los años y no era así entonces viene el desastre, o el contubernio, la componenda y a cuántos de los tradicionalistas no les pasa lo mismo, ¿“cuándo se arreglará esto, cuando se acabará esto”?; cuando Dios quiera. Lo importante es que si yo tengo que morir sin ver el cuándo y por defender la fe, lo haga como soldado de Cristo, sin cansarme a mitad del camino, ni estar creando falsas expectativas.

Pues así es, mis estimados hermanos, y los fieles que vengan deben tener muy claro que es un compromiso. Que cada uno debe defender la Tradición católica, apostólica y romana. Que fuera de ésta no hay fe ni Iglesia católica, y que no creamos a los falsos profetas y más aún, que no vamos a ser reconocidos; como dicen los Padres de la Iglesia: “Los mártires de los últimos tiempos serán mayores que los del principio por la sencilla razón de que tendrán que luchar directamente con Satanás”. San Agustín dice que: “Peor aún porque no serán ni siquiera reconocidos como mártires sino que serán despreciados”, a tal punto llegará la corrupción dentro de la Iglesia católica, no como Institución divina, sino en su parte humana que es vulnerable.

Esa es la advertencia apocalíptica con la cual finaliza la Iglesia el año litúrgico pero que nos invita a la esperanza de ver de nuevo aparecer a nuestro Señor, verlo venir en gloria y majestad; esa será la única consolación del verdadero católico en nuestros tiempos.

Pidamos a nuestra Señora, a la Santísima Virgen María, a Ella, que está íntimamente asociada a esa gloria, a esa presencia, a esa manifestación de nuestro Señor; será esa la verdadera victoria de los Sagrados Corazones de Jesús y de María cuando nuestro Señor vuelva glorioso y majestuoso. 

P. BASILIO MERAMO 

27 de noviembre de 2002.

domingo, 16 de noviembre de 2025

DOMINGO VIGÉSIMO TERCERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

   



Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:


Escuchamos en este evangelio el relato de los dos milagros que hace nuestro Señor Jesucristo, el de la mujer que padecía flujo después de muchos años y el de la resurrección de una niña. Muestra ese poder que tiene incluso sobre la muerte, Él mismo que ha dicho que resucitaría y que nos prometió la resurrección universal de todos los hombres; que resucitaríamos con nuestros propios cuerpos, unos para bien y otros para mal, manifestando así el poder sobre la misma muerte, mostrando así que Él es el camino, la verdad y la vida. La vida tanto natural como eterna, tanto del orden natural como sobrenatural, la del alma, la resurrección del alma que revive cada vez que arrepentida se confiesa; hay una resurrección sobrenatural de esa alma a la gracia de Dios y por eso nuestro Señor hizo tres milagros de resurrección y con la de Él, el cuarto.


Resucitó a la niña de la que la tradición dice que era hija de Jairo, la del hijo de la viuda de Naím, un joven, y la de Lázaro, un hombre mayor, y con estas tres resurrecciones dice San Agustín que muestra así los tres grandes estadios de la vida espiritual, los que comienzan como niños, las que continúan como adolescentes o jóvenes y la de los que culminan como hombres ya maduros.


Así invita nuestro Señor a que tengamos en Él esa fe que, como vemos, a veces pedía para hacer sus milagros y a veces no; en ocasiones la exigía como una concausa o causa moral para hacer el milagro, pero otras no. A Lázaro no le preguntó si quería ser resucitado o no, si tenía fe o no, sino que lo resucitó, tampoco al hijo de la viuda de Naím. Pero la fe siempre está implícita, sea antes, cuando la pide, o si no después, para que creyendo vean y tengan fe y crean que Él es el Cristo, el Mesías. Pero lo que más le importaba a nuestro Señor no era tanto hacer el milagro sino la predicación del evangelio, y los prodigios que hacía eran como para que a aquella gente le fuera más fluida su conversión y creyeran así en su predicación del Evangelio. El Evangelio que fue predicado por los apóstoles y que será enseñado hasta el fin del mundo; de ahí lo esencial en la Iglesia, la exhortación que no puede faltar; podrán faltar los milagros, pero no la predicación de la palabra de Dios y esa es la obra misionera de la Iglesia.


En la resurrección que hace nuestro Señor de esta niña nos muestra que Él tiene ese poder sobre la vida y sobre la muerte. La hora suprema que no podemos olvidar; nacemos para morir pero morimos para vivir eternamente en Dios si fallecemos en su gracia. Que la pereza carnal no nos impida pensar en la muerte, nos haga tenerla allá, alejada, sino que cada día estemos conscientes de ella; es más, aun sabiendo que vamos a morir tener presente esa inmolación de cada día, ofreciéndosela a Dios y así sacrificando nuestra vida y no viviendo como aquellos a los cuales alude San Pablo que su dios es el vientre, el placer, que son enemigos de la Cruz de Cristo y que sufren pero no saben inmolarse ofreciendo ese sufrimiento.


El cristianismo nos enseña a ofrecer los padecimientos y esa ofrenda es justamente la inmolación que hizo nuestro Señor de su propia vida, la que nos deja su testamento en la Santa Misa, la que tenemos que hacer nosotros voluntariamente cada día y así vivir católicamente, no como vive el mundo que quiere alejar la muerte a todo precio; no se quiere hablar de ella, se la quiere apartar, hacer desaparecer, ocultarla; no se quiere velar un muerto en su casa, les da miedo, asco, pánico, cuando es saludable despedirse de los seres queridos rezando por ellos y no que queden abandonados en esos sitios velatorios. Puede haber necesidad, pero que no sea esa la costumbre, porque nadie quiere en definitiva tener el muerto en casa cuando eso forma el espíritu cristiano, da ejemplo a toda la familia, hace recapacitar y también ayuda para implorar por el alma del ser querido.


Hoy no se entierra sino que se crema; la cremación siempre ha sido condenada por la Iglesia ya que es antinatural; el cadáver debe corromperse naturalmente, no violentamente; esa es una costumbre masónica y de paganos, todo lo demás hay que dejárselo al proceso natural de aquello que fue tabernáculo del Espíritu Santo y por eso no debemos olvidar que incluso nuestra vida en esta tierra es una lenta muerte para resucitar en Cristo nuestro Señor; sólo eso nos hace alejar de los gozos y de los placeres terrenos, del mundanal ruido, como aquellos que dice San Pablo que “viven para el vientre, para el placer y son enemigos de la Cruz de Cristo”. La gente pidiendo las cenizas de lo que no es más que un chicharrón o las cenizas del curpo que fue cremado antes, porque no se crea que le van a guardar a la familia, y dar pulcra y santamente lo que quedó allí cremado.


No reflexionamos ni razonamos como deberíamos en esas cosas es saludable pensar en la muerte y ofrecer cada día ese lento acercarnos a ella con la esperanza en la resurrección, en Jesucristo, en la de resucitar en cuerpo glorioso como nuestro Señor Jesucristo, a su imagen. Tengamos esa fe profunda en Él y en la resurrección a través de Él.


Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen, que está en los cielos; a Ella, asunta después de su resurrección anticipada sin pasar por la corrupción cadavérica, pues su cuerpo era inmaculado por lo que se habla de una dormición, porque fueron muy breves los instantes de su muerte siendo elevada a los cielos como Reina de todo lo creado, pero queriendo asociarse a los sufrimientos y a la muerte de nuestro Señor que era inocente, inmolado, para redimirnos de la muerte.


Ella quiso ser corredentora muriendo por amor a nuestro Señor, por eso Santo Tomás y toda la escuela tomista fieles a él hablan de la muerte de nuestra Señora de una manera que la gente no se escandalice con una mala explicación o idea inexacta. Claro está que cuando Santo Tomás habla de la muerte de nuestra Señora no la asemeja en nada a nuestra muerte ya que nosotros sí sufrimos corrupción; Ella quedó incorrupta, su muerte fue breve y solamente para asociarse más a la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo, demostrándonos así su amor a Dios y a nosotros como hijos suyos y también su amor a la Iglesia.

Pidamos a Ella, a nuestra Madre, que nos cobije y nos proteja bajo su manto y que podamos vivir una vida cristiana; que nos socorra en el momento culminante de nuestro paso por la tierra que será la hora y el día de nuestra muerte. +

PADRE BASILIO MERAMO
11 de noviembre de 2001

domingo, 9 de noviembre de 2025

DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

  

Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Vemos en el Evangelio de hoy cómo los herodianos y los fariseos que eran, por así decirlo, los personajes principales de la comunidad judía, siempre estaban al acecho para prender a nuestro Señor y poder juzgarlo, querían matarlo y tener una excusa. Si lo querían matar, ¿por qué no lo mataban de una vez? Porque el mal siempre busca un pretexto, una careta, una apariencia de justicia, de verdad, para encubrir el odio que se sacia sólo con la muerte. Mandan pues a sus discípulos, a sus lacayos, porque tampoco son capaces de ir ellos personalmente y preguntarle a nuestro Señor, hacerle la pregunta que podría ser buena si fuese hecha con recta intención, para salir de la ignorancia; pero no, era todo lo contrario. Era una pregunta dolosa, capciosa, y por eso nuestro Señor les dice: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis?”. Porque hipócrita, como lo eran estos fariseos, herodianos, es el que tiene en su boca una cosa distinta a la que tiene en el corazón.
Esa es la hipocresía, y la peor de las desgracias es acostumbrarse a ella, hablar distinto de lo que se siente en el corazón, mostrar estima y en el fondo destilar veneno, no tener la capacidad de ser veraz y decir al pan, pan y al vino, vino, adular con la boca y odiar y despreciar con el corazón, todo esto forma parte de la actitud del hipócrita. Y los judíos estaban llenos de tal falsedad; por eso nuestro Señor, que no era farsante, se los dice en la cara sin resquemor: ¡Hipócritas! Nosotros no conocemos la intención de corazón como bien la conocía nuestro Señor, pero quizás hubiese menos fingimiento en el mundo y haríamos un favor si detectásemos en alguien esa actitud, decírselo, para que esa persona, por lo menos no se engañe a sí misma, creyendo engañarnos.


Esa farsa se oculta con la adulación: “Sabemos, Maestro, que tú eres bueno y que llevas a la verdad”. Si sabían todo eso ¿para qué le tentaban? Si saben que es bueno, que es veraz, ¿para qué le preguntan? Pues con el ánimo de sorprenderlo en algo y condenarlo con justa causa. Cosa distinta sería si ellos preguntasen simplemente por querer conocer y saber lo que debía hacerse.
La pregunta era sobre algo muy crucial. Judea estaba bajo el Imperio Romano y debía tributo al César y quien se oponía al César cometía prácticamente un pecado por no saber distinguir bien, entre obedecer al César como gobierno temporal u obedecerle como a divinidad, por eso había que distinguir claramente en qué se le podía rendir tributo y honor al César y en qué no. En todo, menos como a Dios en lo de orden temporal; por eso nuestro Señor les pide la moneda con la que se pagaba el tributo y les responde a su vez, con otra pregunta: “¿De quién es la imagen?”. A lo que seguiría una sabia respuesta: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Esas dos espadas, esos dos órdenes: el temporal y el espiritual están separados porque Dios los quiso distinguir; lo que no quiere decir que no tenga nada que ver uno con el otro y que no haya una subordinación del orden temporal al orden espiritual. Por eso nuestro Señor les dice “...al César lo que es del César...”. Todo lo que es de orden temporal, como emperador que es, que tiene por deber proveer el bien común temporal, en eso le deben tributo y le deben sumisión y obediencia, pero no en el orden espiritual, que compete a la Iglesia. Por eso debemos dar a Dios lo que como a Dios corresponde, ya que nuestra alma es su imagen y semejanza; es espiritual y se debe a Él.

No es que Dios deje de ejercer su poder, mejor dicho, no es que no tenga poder sobre el orden temporal, es sencillamente que Dios nuestro Señor no quiere ejercerlo directamente, por eso los distinguió. ¿No es lo que quiere el laicismo, negar que Dios tenga ese poder sobre el orden temporal? De hecho se le niega, se le sustrae, corrompiendo la sumisión que se pretende debe tener el orden temporal a la Iglesia y a Dios. Laicismo que se introduce en la misma Iglesia, produciendo ese fenómeno de secularización que está destruyendo a la religión católica hoy mundanizada, secularizada en sus órdenes, en sus sacerdotes y en sus instituciones. Todo eso muestra que no se está dando ni al César lo que corresponde al César ni a Dios lo que es de Dios, sino que impera una gran confusión y un desequilibrio social, mundial, que afecta de modo directo los mismos fundamentos de la Iglesia católica.

No nos confundamos, no caigamos en el laicismo que le niega a Dios la subordinación del orden temporal y el origen y la fuente de toda autoridad, como la democracia moderna, que hace arbitrariamente al pueblo el origen de toda autoridad, el pueblo y no Dios, lo cual es una herejía; porque el pueblo puede designar la autoridad y ahí habría una verdadera democracia que sería una de las tres formas legítimas de gobierno, pero una cosa es que la designe, y otra muy distinta es que sea la fuente del poder, que sea el principio del mando. En ese pecado hemos caído casi todos, por eso hoy cuando se habla de democracia, más allá de que seamos o no democráticos, debemos aclarar que con la democracia moderna ningún católico puede estar de acuerdo, porque no es el pueblo el soberano sino Dios; algo muy diferente es que el pueblo designe al gobernante, pero no es el que le da la autoridad, pues de él no dimana como de su origen, esto es una herejía, porque atenta contra el derecho soberano de Dios. De ahí que las democracias modernas sean anticristianas, anticatólicas, usurpen la soberanía de Dios y proclamen los derechos del hombre. Dicho sea de paso y sin hacer propaganda comercial, a ese libro que habla de los derechos de Dios, escrito por una feligresa, se le abona el mérito de hablar de los derechos de Dios cuando todo el mundo está idiotizado argumentando los cacareados derechos del hombre, desconociendo los de Dios.

Por eso, es una gracia permanecer fieles a la única y auténtica Iglesia católica, apostólica y romana, esa Iglesia que no puede ser secular ni se puede secularizar en sus instituciones; es la única manera de perseverar en medio de esta destrucción, de esta revolución anticristiana directamente dirigida por Satanás desde el infierno, y que tiene hombres como lacayos que en este mundo no hacen la obra de Cristo, sino la obra del demonio, la obra del anticristo; de ahí, que más que nunca debemos tener presente cuál es la verdadera faz de la Iglesia, para no caer en ese escándalo, porque es un escándalo público, que en vez de una Iglesia veamos a una ramera pretendiendo ser la esposa de Dios. Es inadmisible y perdónenme mis estimados hermanos el ejemplo: es como si una prostituta se hiciese pasar por señora, como la reina, esposa del rey. La Iglesia católica, apostólica y romana es inmaculada en sus instituciones, en su moral, en su doctrina, en su evangelio. Otra cosa es que dentro de la Iglesia haya buenos y malos; santos y pecadores; píos e impíos; pero eso es en el ámbito personal que cada uno cumpla o no los mandatos y los preceptos de la Iglesia. Pero la Iglesia como institución divina, como obra de Dios, que no puede ser sino inmaculada y pura y verdadera Iglesia, es aquella que es una, santa, católica y apostólica aunque haya miembros que no sean puros ni inmaculados, porque caeríamos en el error de los jansenistas. Pero la Iglesia como institución es inmaculada. Una Iglesia que se presente en sus instituciones, en su doctrina y en el evangelio secularizada, prostituida por estar en connivencia con los reyes de esta tierra, esa no sería la Iglesia católica.
Nuestro Señor dice, y lo recuerdo con insistencia, que no todo el que dice “¡Señor, Señor!” entrará en el reino de los cielos; que quién es mi hermana o mi hermano, sino el que hace mi voluntad, el que guarda mi doctrina, el que guarda mi palabra, el que es fiel; por lo mismo, la incertidumbre de si cuando Él venga encontrará fe sobre esta tierra, y menciona la gran apostasía, corrupción generalizada, institucionalizada.

Preocupémonos de pertenecer a la verdadera Iglesia conformada por todos los que dispersos por el mundo permanecen fieles a Cristo. Por eso San Agustín decía que la Iglesia la conforman todos los fieles a Cristo, dispersos por el mundo entero y los que no son fieles a Cristo no pertenecen a la Iglesia, como no pertenecen a ella ni los herejes, ni los cismáticos, ni los excomulgados.

¿Y qué pensar de una Iglesia que excomulga a la Tradición y se abraza con el mundo? Eso es muy significativo; es imposible que se excomulgue a la Tradición, porque si se excomulga a la Tradición se está excomulgando a los apóstoles, a los Padres de la Iglesia y a todos los Santos. Más que nunca debemos tener cuidado de pertenecer no sólo de alma, sino también de cuerpo a la única y verdadera Iglesia inmaculada de Cristo nuestro Señor y dar con justicia al César aquello que es del César y a Dios lo que le pertenece y es de Dios. +

BASILIO MERAMO PBRO.
12 de noviembre de 2000

lunes, 3 de noviembre de 2025

2 de Noviembre: Festividad de los fieles Difuntos

 Nota del Editor: La fiesta de los Fieles Difuntos, se traslada al Lunes siguiente, porque prima el vigésimo primer Domingo después de Pentecostés

    



Tomado del MISAL DIARIO COMPLETO por el P. Luis Ribera CMF, España 1954:







domingo, 2 de noviembre de 2025

DOMINGO VIGÉSIMO PRIMERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

   

Nota del Editor: La fiesta de los Fieles Difuntos, se traslada al Lunes siguiente, porque prima el vigésimo primer Domingo después de Pentecostés

Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

En este domingo vigésimo primero después de Pentecostés, el Evangelio nos ofrece una parábola que podemos denominar parábola del deudor desaforado. Comenta San Jerónimo que en Siria y Palestina, de modo particular en la provincia de Siria, lugar donde nació Nuestro Señor, la gente era muy dada a comprender las cosas más que por la enunciación de un precepto, por comparaciones con imágenes de la vida real; por eso Nuestro Señor, para demostrar el principio que quiere enseñar a sus discípulos y a todos aquellos que lo seguían, en vez de formularlo, relata esa parábola que al conocerla queda grabada en la mente del pueblo por su fácil comprensión.

El precepto consiste en perdonar a nuestros deudores, así como nosotros tenemos necesidad de ser perdonados por Dios. Es sencillamente lo que pedimos en el Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores"; seremos perdonados en la medida en que perdonemos y no seremos perdonados en la medida en que no perdonemos. Eso es lo que Nuestro Señor quiere mostrar en esta parábola. La desproporción entre la cantidad inmensa de los diez mil talentos que este hombre adeudaba al rey y el rey por pura misericordia le perdona toda la deuda y lo deja libre. Y éste a su vez al consiervo, que le debía una pequeña suma, casi lo estrangula y lo manda apresar para que le pague.

Esa es la moraleja: la imagen muestra la misma situación de cada uno de nosotros con respecto a Dios cuando no perdonamos a nuestros hermanos que nos adeudan poca cosa. Por mucho que consideremos se nos ha hecho en contra, de palabra, obra o como fuere, no sería nada comparado con la inmensa deuda que tenemos con Dios. Deuda inmensa contraída por nuestros pecados y que tiene que ser pagada. Y lo que Dios nos pide es la cancelación de la mínima deuda que tengamos con nuestros posibles acreedores, nuestros prójimos. ¡Qué sencillo es ser perdonado! Y, sin embargo, que difícil es que perdonemos de corazón a los demás, sin rencores, sin que guardemos en el repliegue de nuestra alma el recelo, el resentimiento, y hasta el odio hacia los demás. Esos sentimientos conculcan incluso la paz social, la paz familiar y la convivencia de la sociedad; todo el mal se podría centrar allí en ese odio, en ese resentimiento, en esa falta de perdón; y ¿cómo pretendemos ser perdonados, si no perdonamos? Es absolutamente imposible, porque tendríamos la misma actitud ruin de este deudor desaforado.

Hay que ser ruin para no perdonar al que nos debe poco, cuando nosotros debemos mucho más a Dios y le pedimos clemencia y misericordia. Este es el estado del alma de este deudor que no quiso perdonar a su hermano, y ese estado de ruindad lo ejercemos nosotros cuando guardamos rencor, cuando guardamos odio, cuando no perdonamos de corazón. Y hay que aclarar una cosa: el perdón no es no ver la injusticia; sino el perdonar el mal cometido, lo que se perdona es al pecador, lo que se perdona no es el error, es a quien yerra; se perdona al pecador pero no se hace desaparecer la injusticia ni el pecado ni el mal. Es cosa muy distinta. Y como todos somos pecadores, entonces todos debemos perdonar para merecer en retribución el perdón. Dicho sea de paso, con respecto a la traducción del "Padrenuestro" al español, que expresa con claridad, lo cual por cierto carece el francés, ya que nuestra lengua es mucho más rica y, por tanto, más precisa, cuando en español decimos "perdónanos nuestras deudas" y que ahora erróneamente,
contraviniendo la precisión de una verdad teológica, se reemplaza por "ofensas"; esta nueva versión no especifica con exactitud el sentido que tiene la deuda. Una deuda es un débito que hay que retribuir y la ofensa se perdona pero si no se retribuye el débito queda, aunque la ofensa sea perdonada queda el débito y por eso en la sana teología de la Iglesia siempre se ha distinguido entre la culpa y la deuda, entre la culpa o la ofensa y el débito o deuda que queda. Una persona que muere en estado de gracia, ¿por qué va al purgatorio si están perdonadas sus ofensas? Porque le quedan todas las deudas contraídas por los pecados mortales y veniales; a esto se atribuye la existencia del purgatorio, porque no se ha saldado la deuda, no se es digno todavía de entrar en el cielo, se necesita purificar en el purgatorio la deuda, no la ofensa, a no ser la ofensa de los pecados veniales no perdonados aún.

Vemos, pues, cómo se van borrando en esas malas traducciones las verdades esenciales de la fe católica, se va quitando precisión y no por simple descuido, que ya sería una estupidez, sino porque en el fondo también la nueva teología niega el purgatorio y hasta el infierno. ¡Qué les va a importar ya hablar de deudas! ¿Cuáles deudas? Si "todos somos libres", nadie le debe nada a nadie, si con "la dignidad del hombre", "la libertad del hombre", "el hombre es soberano", "los derechos del hombre", "el hombre con su libertad", ¿qué deudas? Ninguna deuda, toda deuda quedó cancelada. Eso es lo que enseña la teología liberal; barre con las deudas, con el débito que nos obliga a pedirle a Dios, para que a través de los sacrificios, la abnegación y las penalidades, purguemos en la tierra y purifiquemos nuestras almas aquí y no en el purgatorio que será mucho peor. Pero como el mundo de hoy es sordo a lo que no sea confort, goce, sensualidad; nada que comporte sacrificio, abnegación, renuncia; ese es el ideal del hombre moderno: "vivir para gozar", tal es el ideal pagano, ideal del renacimiento, que se llamó Renacimiento porque era el
paganismo que renacía después de la Edad Media; cuando el ideal del cristiano, del católico, es todo lo contrario: merecer el cielo a través del sacrificio, un programa muy distinto.

Para que paguemos, pues, nuestras deudas con Dios, perdonemos las ofensas y las deudas de nuestro prójimo y seremos perdonados. Así cumpliremos con el Padrenuestro, para rezarlo verdaderamente en paz, porque si dejamos esa ruina en el alma y guardamos ese egoísmo, esa falta de perdón, esa falta de generosidad, no podemos rezar en paz con Dios y dignamente el Padrenuestro.

Roguémosle a Nuestra Señora, la Virgen María, que nos dé la capacidad de perdonar a nuestros hermanos y que así Dios perdone nuestros pecados.

PADRE BASILIO MERAMO 
5 de noviembre de 2000

sábado, 1 de noviembre de 2025