San Juan Apocaleta
Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.
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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.
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domingo, 31 de octubre de 2010
FIESTA DE CRISTO REY
Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
En el último domingo de octubre celebramos la fiesta de Cristo Rey, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarnó y que se hizo hombre. No se convirtió en carne sino que tomó, asumió la carne, es decir la naturaleza humana; así siendo verdadero Dios es también verdadero hombre. Es el misterio inefable de las dos naturalezas de nuestro Señor Jesucristo unidas en la persona del Verbo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad y que lo hace no solamente centro de toda la creación que gira alrededor de Él como alrededor del sol, sino que también lo constituye Rey del Universo.
Realeza universal de nuestro Señor Jesucristo, de primacía sobre todas las cosas, sobre todo el Universo creado y no sólo de esta tierra, de todos los astros, de todas las estrellas, de todas las galaxias, Rey del Universo. Esa es la primacía que se proclama en esta fiesta, por eso se habla de la realeza social de nuestro Señor, en la sociedad, en los pueblos, en las naciones, realeza indiscutible como dogma de fe. Por eso el papa Pío XI, el 11 de diciembre de 1925, proclamó esta fiesta para manifestar al mundo la realeza universal de nuestro Señor a un mundo laico, profano, es decir, un mundo que desconoce el principio teológico y religioso de la organización de los Estados, de las naciones, de los pueblos y de la sociedad; el laicismo niega radicalmente la supremacía de nuestro Señor Jesucristo en el mundo moderno, en las naciones modernas.
Con lo cual vemos que el laicismo es una herejía y una apostasía de las naciones, de los gentiles, al no proclamar la realeza social y universal de nuestro Señor Jesucristo como Rey de todo lo creado y por vía de consecuencia, de las leyes sociales. Que la sociedad toda en su ordenamiento jurídico y político se asiente y se fundamente en la realeza de nuestro Señor y organice la vida de los pueblos como si Dios no existiera; esa es la gran apostasía del mundo libre que tanto se proclama hoy; esa es la apostasía de la democracia actual que no reconoce la supremacía de Dios sino la soberanía del pueblo, del hombre y de todo lo que él es, fundamentado en el hombre, en su dignidad y en su libertad. De ahí los derechos del hombre y no los derechos de Dios, no una sociedad basada y fundamentada en Dios sino en el hombre. Tenemos así un humanismo ateo, sin Dios.
Pero podemos ver todavía una mayor apostasía cuando ese espíritu laicista y ateo se introduce y penetra dentro de la Iglesia para que así se haga realidad esa abominación de la desolación en el lugar santo. Esa es una realidad, un hecho, porque no se trata de cualquier dios sino del único y verdadero Dios, del Dios trino, del Dios manifiesto y conocido por la revelación divina, el fundador de la Iglesia católica, no cualquier religión sino la única verdadera, la Iglesia católica, apostólica y romana, con lo cual se excluye por derecho divino toda otra falsa religión, llámese como se llame. Estos son principios fundamentales de la religión católica, de todo católico, de toda nación católica y esos principios están hoy paladina y radicalmente conculcados, negados, incluso por la misma jerarquía de la Iglesia oficial.
Esto es lo lamentable, lo triste y lo caótico de la crisis que se vive no sólo en el mundo sino dentro de la misma Iglesia por una claudicación, por una apostasía, por no proclamar la realeza universal de nuestro Señor Jesucristo; ésta está negada por el ecumenismo que impera hoy igualando todas las religiones, todos los credos, colocándolos sobre la mesa en pie de igualdad y por eso ya no se habla de doctrina, de catequesis, sino de diálogo, porque en una mesa donde se sientan iguales no hay adoctrinamiento sino diálogo entre iguales.
Para colmo, la libertad religiosa niega absolutamente lo que nosotros como católicos proclamamos y debemos pregonar en la fiesta de hoy y siempre: la realeza absoluta y universal de nuestro Señor. Luego, ¿cómo voy yo a erigir en principio eso de que el hombre es libre para elegir su religión, su credo? Es una verdadera contradicción en los términos; es la tonteria , es el error proclamado como verdad. ¿Cómo el hombre va a tener derecho a elegir la religión cuando ésta y Dios mismo nos dicen que Él es Rey absoluto? Luego, lo que yo tengo que hacer es libremente reconocerlo, aceptarlo, para eso tengo la libertad, pero no para decidir si es Él o no es Él, o si es otro, si no lo acepto, para tener libremente acceso al infierno.
También eso hay que decirlo, porque si yo soy libre para aceptar a Dios como debiera hacerlo siempre que la verdad se encamina al bien, si yo no lo hago libremente me voy al infierno. Lo que no puedo hacer ni decir es que voluntariamente el hombre decida sobre quién es Dios. Eso es inadmisible, es herético y es una verdadera apostasía; por eso no nos debe extrañar que ocurran en el mundo y dentro de la Iglesia todas estos hechos que nos muestran cada vez una mayor pérdida de la fe con una degeneración moral al punto de lo que se vive hoy.
La gente vive sumergida en un mundo donde el pecado está institucionalizado, y si no ¿qué es lo que hay en la televisión? ¿Qué hay en los videocasetes si no es pura corrupción y degeneración? ¿Qué son las propagandas? ¿Qué periódico se puede abrir desde la primera a la última página sin ver algo que ofenda a Dios? ¿Qué hay hoy en la moda de la mujer que no ofenda a Dios? Ésta no hace más que andar con el ombligo al aire, pero es la moda. Ir a un kiosco, a donde sea, a la farmacia, no se puede mirar sin ver la prostitución fotografiada en cada estampa de cualquier revista; todo eso es inmundicia y degeneración para exacerbar los apetitos de la carne y que nos volvamos así cada vez más mundanos y carnales, no siendo capaces de poder vivir en gracia de Dios.
Esa es la obra satánica del judaísmo, que el mundo moderno no pueda vivir en gracia de Dios. De ahí que si queremos ser verdaderamente católicos tenemos que hacer un esfuerzo sobrehumano para no dejarnos corromper por esa cloaca de aguas inmundas que es el mundo de hoy; esa es la realidad y por eso tenemos que pedirle a Dios toda la ayuda del cielo para que mantenga firme a su Iglesia en aquellos fieles a Cristo, porque la Iglesia no es de infieles ni de ateos, ni de herejes, apóstatas o cismáticos; la Iglesia es Una, Santa, Católica y Apostólica y esas cuatro notas están en la Iglesia católica apostólica y romana y no en otra. Y conservando así la fidelidad, permanecer en la verdadera Iglesia y permaneciendo en Ella poder salvar las almas de los demás, que no las salvarán ni el yoga, el vudú ni cualquier otro sofisma del supermercado de las falsas religiones.
El demonio se inventa más de mil y una formas de desviar la verdadera comunión con Cristo, la oración con Él; la unión con Él que es la verdad que proclama la Iglesia a través de sus sacramentos, de sus misterios. Por todo esto, fuera de la Iglesia católica no hay salvación como no la hubo fuera del arca de Noé, porque la verdad es una, porque Dios es uno y ese Dios es Cristo, Rey del Universo entero. Esa es la verdad que ha querido proclamar la Iglesia el día de hoy; la realeza social de nuestro Señor; es decir, para que nuestro Señor sea reconocido por las sociedades, por las naciones, por los pueblos como el Rey del Universo porque Él es Dios. Que todo esto nos quede grabado en nuestro corazón, que lo meditemos, que lo estudiemos para que podamos vivir y defender la verdad y si es la voluntad de Dios morir por fidelidad a la verdad, que eso es el martirio. Hoy hay que ser mártires verdaderamente para permanecer íntegros y fieles a la verdad, a nuestro Señor, a su Iglesia.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, a Ella que es Reina por ser su Hijo el Rey, Reina de todo el Universo, Reina de los cielos, que ampare y proteja con su manto a esta su Iglesia, dura y vilmente atacada como nunca por Satanás y su hijo predilecto, el judaísmo, que hasta que no se conviertan combatirán a muerte a la Iglesia. Pidamos a Ella que nos ampare y nos acoja para permanecer fieles. +
BASILIO MERAMO PBRO.
28 de octubre de 2001
sábado, 23 de octubre de 2010
DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Vemos en el Evangelio de hoy cómo los herodianos y los fariseos que eran, por así decirlo, los personajes principales de la comunidad judía, siempre estaban al acecho para prender a nuestro Señor y poder juzgarlo, querían matarlo y tener una excusa. Si lo querían matar, ¿por qué no lo mataban de una vez? Porque el mal siempre busca un pretexto, una careta, una apariencia de justicia, de verdad, para encubrir el odio que se sacia sólo con la muerte. Mandan pues a sus discípulos, a sus lacayos, porque tampoco son capaces de ir ellos personalmente y preguntarle a nuestro Señor, hacerle la pregunta que podría ser buena si fuese hecha con recta intención, para salir de la ignorancia; pero no, era todo lo contrario. Era una pregunta dolosa, capciosa, y por eso nuestro Señor les dice: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis?”. Porque hipócrita, como lo eran estos fariseos, herodianos, es el que tiene en su boca una cosa distinta a la que tiene en el corazón.
Esa es la hipocresía, y la peor de las desgracias es acostumbrarse a ella, hablar distinto de lo que se siente en el corazón, mostrar estima y en el fondo destilar veneno, no tener la capacidad de ser veraz y decir al pan, pan y al vino, vino, adular con la boca y odiar y despreciar con el corazón, todo esto forma parte de la actitud del hipócrita. Y los judíos estaban llenos de tal falsedad; por eso nuestro Señor, que no era farsante, se los dice en la cara sin resquemor: ¡Hipócritas! Nosotros no conocemos la intención de corazón como bien la conocía nuestro Señor, pero quizás hubiese menos fingimiento en el mundo y haríamos un favor si detectásemos en alguien esa actitud, decírselo, para que esa persona, por lo menos no se engañe a sí misma, creyendo engañarnos.
Esa es la hipocresía, y la peor de las desgracias es acostumbrarse a ella, hablar distinto de lo que se siente en el corazón, mostrar estima y en el fondo destilar veneno, no tener la capacidad de ser veraz y decir al pan, pan y al vino, vino, adular con la boca y odiar y despreciar con el corazón, todo esto forma parte de la actitud del hipócrita. Y los judíos estaban llenos de tal falsedad; por eso nuestro Señor, que no era farsante, se los dice en la cara sin resquemor: ¡Hipócritas! Nosotros no conocemos la intención de corazón como bien la conocía nuestro Señor, pero quizás hubiese menos fingimiento en el mundo y haríamos un favor si detectásemos en alguien esa actitud, decírselo, para que esa persona, por lo menos no se engañe a sí misma, creyendo engañarnos.
Esa farsa se oculta con la adulación: “Sabemos, Maestro, que tú eres bueno y que llevas a la verdad”. Si sabían todo eso ¿para qué le tentaban? Si saben que es bueno, que es veraz, ¿para qué le preguntan? Pues con el ánimo de sorprenderlo en algo y condenarlo con justa causa. Cosa distinta sería si ellos preguntasen simplemente por querer conocer y saber lo que debía hacerse.
La pregunta era sobre algo muy crucial. Judea estaba bajo el Imperio Romano y debía tributo al César y quien se oponía al César cometía prácticamente un pecado por no saber distinguir bien, entre obedecer al César como gobierno temporal u obedecerle como a divinidad, por eso había que distinguir claramente en qué se le podía rendir tributo y honor al César y en qué no. En todo, menos como a Dios en lo de orden temporal; por eso nuestro Señor les pide la moneda con la que se pagaba el tributo y les responde a su vez, con otra pregunta: “¿De quién es la imagen?”. A lo que seguiría una sabia respuesta: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Esas dos espadas, esos dos órdenes: el temporal y el espiritual están separados porque Dios los quiso distinguir; lo que no quiere decir que no tenga nada que ver uno con el otro y que no haya una subordinación del orden temporal al orden espiritual. Por eso nuestro Señor les dice “...al César lo que es del César...”. Todo lo que es de orden temporal, como emperador que es, que tiene por deber proveer el bien común temporal, en eso le deben tributo y le deben sumisión y obediencia, pero no en el orden espiritual, que compete a la Iglesia. Por eso debemos dar a Dios lo que como a Dios corresponde, ya que nuestra alma es su imagen y semejanza; es espiritual y se debe a Él.
No es que Dios deje de ejercer su poder, mejor dicho, no es que no tenga poder sobre el orden temporal, es sencillamente que Dios nuestro Señor no quiere ejercerlo directamente, por eso los distinguió. ¿No es lo que quiere el laicismo, negar que Dios tenga ese poder sobre el orden temporal? De hecho se le niega, se le sustrae, corrompiendo la sumisión que se pretende debe tener el orden temporal a la Iglesia y a Dios. Laicismo que se introduce en la misma Iglesia, produciendo ese fenómeno de secularización que está destruyendo a la religión católica hoy mundanizada, secularizada en sus órdenes, en sus sacerdotes y en sus instituciones. Todo eso muestra que no se está dando ni al César lo que corresponde al César ni a Dios lo que es de Dios, sino que impera una gran confusión y un desequilibrio social, mundial, que afecta de modo directo los mismos fundamentos de la Iglesia católica.
No nos confundamos, no caigamos en el laicismo que le niega a Dios la subordinación del orden temporal y el origen y la fuente de toda autoridad, como la democracia moderna, que hace arbitrariamente al pueblo el origen de toda autoridad, el pueblo y no Dios, lo cual es una herejía; porque el pueblo puede designar la autoridad y ahí habría una verdadera democracia que sería una de las tres formas legítimas de gobierno, pero una cosa es que la designe, y otra muy distinta es que sea la fuente del poder, que sea el principio del mando. En ese pecado hemos caído casi todos, por eso hoy cuando se habla de democracia, más allá de que seamos o no democráticos, debemos aclarar que con la democracia moderna ningún católico puede estar de acuerdo, porque no es el pueblo el soberano sino Dios; algo muy diferente es que el pueblo designe al gobernante, pero no es el que le da la autoridad, pues de él no dimana como de su origen, esto es una herejía, porque atenta contra el derecho soberano de Dios. De ahí que las democracias modernas sean anticristianas, anticatólicas, usurpen la soberanía de Dios y proclamen los derechos del hombre. Dicho sea de paso y sin hacer propaganda comercial, a ese libro que habla de los derechos de Dios, escrito por una feligresa, se le abona el mérito de hablar de los derechos de Dios cuando todo el mundo está idiotizado argumentando los cacareados derechos del hombre, desconociendo los de Dios.
Por eso, es una gracia permanecer fieles a la única y auténtica Iglesia católica, apostólica y romana, esa Iglesia que no puede ser secular ni se puede secularizar en sus instituciones; es la única manera de perseverar en medio de esta destrucción, de esta revolución anticristiana directamente dirigida por Satanás desde el infierno, y que tiene hombres como lacayos que en este mundo no hacen la obra de Cristo, sino la obra del demonio, la obra del anticristo; de ahí, que más que nunca debemos tener presente cuál es la verdadera faz de la Iglesia, para no caer en ese escándalo, porque es un escándalo público, que en vez de una Iglesia veamos a una ramera pretendiendo ser la esposa de Dios. Es inadmisible y perdónenme mis estimados hermanos el ejemplo: es como si una prostituta se hiciese pasar por señora, como la reina, esposa del rey. La Iglesia católica, apostólica y romana es inmaculada en sus instituciones, en su moral, en su doctrina, en su evangelio. Otra cosa es que dentro de la Iglesia haya buenos y malos; santos y pecadores; píos e impíos; pero eso es en el ámbito personal que cada uno cumpla o no los mandatos y los preceptos de la Iglesia. Pero la Iglesia como institución divina, como obra de Dios, que no puede ser sino inmaculada y pura y verdadera Iglesia, es aquella que es una, santa, católica y apostólica aunque haya miembros que no sean puros ni inmaculados, porque caeríamos en el error de los jansenistas. Pero la Iglesia como institución es inmaculada. Una Iglesia que se presente en sus instituciones, en su doctrina y en el evangelio secularizada, prostituida por estar en connivencia con los reyes de esta tierra, esa no sería la Iglesia católica.
Nuestro Señor dice, y lo recuerdo con insistencia, que no todo el que dice “¡Señor, Señor!” entrará en el reino de los cielos; que quién es mi hermana o mi hermano, sino el que hace mi voluntad, el que guarda mi doctrina, el que guarda mi palabra, el que es fiel; por lo mismo, la incertidumbre de si cuando Él venga encontrará fe sobre esta tierra, y menciona la gran apostasía, corrupción generalizada, institucionalizada.
Preocupémonos de pertenecer a la verdadera Iglesia conformada por todos los que dispersos por el mundo permanecen fieles a Cristo. Por eso San Agustín decía que la Iglesia la conforman todos los fieles a Cristo, dispersos por el mundo entero y los que no son fieles a Cristo no pertenecen a la Iglesia, como no pertenecen a ella ni los herejes, ni los cismáticos, ni los excomulgados.
¿Y qué pensar de una Iglesia que excomulga a la Tradición y se abraza con el mundo? Eso es muy significativo; es imposible que se excomulgue a la Tradición, porque si se excomulga a la Tradición se está excomulgando a los apóstoles, a los Padres de la Iglesia y a todos los Santos. Más que nunca debemos tener cuidado de pertenecer no sólo de alma, sino también de cuerpo a la única y verdadera Iglesia inmaculada de Cristo nuestro Señor y dar con justicia al César aquello que es del César y a Dios lo que le pertenece y es de Dios. +
BASILIO MERAMO PBRO.
12 de noviembre de 2000
12 de noviembre de 2000
domingo, 10 de octubre de 2010
VIGÉSIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Este pasaje del Evangelio nos relata la curación del hijo de uno de los oficiales del Rey. Este oficial se entera de que nuestro Señor iba a Judea y pasando por allí fue a pedirle que le hiciera ese milagro por su hijo que estaba muriendo. Nos puede sorprender la respuesta de nuestro Señor que en primera instancia dice que, “si no veis milagros y prodigios no creéis”. Lo decía por estar en Galilea, en su tierra, en medio de su pueblo, para hacerles ver que ellos debían creer sin necesidad de los milagros que pudiera hacer, puesto que ellos tenían las Escrituras y los profetas; que si creían en las Escrituras y los Profetas, es decir en el Antiguo Testamento, creerían en Él, por lo que no había necesidad de hacer milagros para que creyesen como si fuesen paganos que no conocieran la Ley y los Profetas; los paganos, si de algún modo necesitaban ser atraídos, sería por los milagros y las obras de nuestro Señor.
Ellos, los judíos, conocían las Escrituras, las profecías, los Profetas que anunciaban al Mesías que iba a venir, al Hijo de Dios, al Enviado de Dios, y por eso el tono de la respuesta en primera instancia de nuestro Señor que nos puede parecer un poco duro o chocante. Sin embargo, ante la insistencia de este oficial que le pide que vaya a su casa para que cure a su hijo, nuestro Señor le dice que se quede tranquilo, que su hijo está sano, que vaya en paz a su casa. En efecto, este buen hombre creyó en la palabra de nuestro Señor, creyó en Él sin necesidad de que fuese con él a su casa para que obrase allí el milagro, creyó en este milagro a distancia, a lo lejos y se encaminó; cuando sus siervos ven llegar le comunican con alegría que su hijo está sano y él pregunta a qué hora sanó, y vio que era la misma en la cual nuestro Señor le había dicho que su hijo estaba sano. Nos demuestra la fe de este oficial del Rey que confió en la palabra de nuestro Señor.
No así los judíos; duros de corazón no creyeron en nuestro Señor. Ese es el gran drama existencial, si así se lo quiere llamar, de todo hombre nacido, aquí, en la China, en el Japón, o en la selva. Ese es el drama de cada hombre, creer o no creer en Cristo, en nuestro Señor.
Dice por eso Santo Tomás que Dios no niega a nadie los medios para salvarse, y para salvarse son necesarias la gracia y la fe, no basta una buena voluntad en un orden puramente natural que sería simplemente una condición, una preparación del terreno, sino que hace falta, además de esa buena voluntad natural, la fe. Porque si no, caeríamos en el naturalismo, como de hecho caen algunos predicadores y teólogos cuando dicen que para salvarse no hace falta nada más que ser un hombre de buena voluntad; eso es mentira y es absurdo; hace falta además la fe, la gracia que Dios da al que tiene buena voluntad, que es muy distinto. No se salvan porque tengan buena voluntad.
Santo Tomás afirma que como Dios no niega a nadie lo necesario para salvarse, si éste no pone obstáculo a Dios, Dios le da lo necesario y para eso hace falta la buena voluntad, para no poner trabas a la gracia de Dios pero no para salvarse por su propia voluntad. Eso sería el más aberrante naturalismo herético, porque en materia de fe no hay términos medios; sí, sí, no, no, es verdad o es mentira, no caben medias tintas ante Dios. Y de ahí la tragedia de cada hombre de querer la verdad primera que es Dios por encima de todo y que ese es el objeto de la fe; la Verdad Primera que es Dios, no cualquier verdad o la verdad en general, sino la Verdad Primera que es Dios, objeto de la fe sobrenatural sin la cual no se salva nadie.
A este respecto dice también Santo Tomás que si una persona sin culpa ninguna no conocía la revelación porque, supongamos, estuviera metida en una selva o en una cueva, perdida, Dios mismo le enviaría a un ministro suyo, a un misionero para que lo adoctrine en la fe o le enviaría un ángel del cielo o Él mismo le revelaría eso en lo profundo de su corazón, para que así, aceptando libremente a Dios se salve, o libremente también rechazándolo se condene.
Hoy se exalta la libertad como si fuese una varita mágica, sin darnos cuenta de esa ambivalencia terrible, de esa libertad defectible como la nuestra, que puede no elegir el bien que debe, sino el mal que no debe y el mal ante Dios es el rechazo de Él y el este rechazo es el infierno. He ahí el gran drama, el gran misterio y la necesidad de que la Iglesia se propague y sea misionera, manteniendo la verdadera doctrina, la Verdad Primera que es Dios.
No nos debemos olvidar de que la fe es una relación trascendental de adhesión a la Verdad Primera, que no es un sentimiento, que no es una pasión ni es un capricho, es una adhesión del hombre a través de su inteligencia, movido por la voluntad libre a Dios, conocido como Verdad Primera, como Verdad Suma, como única verdad, sin lo cual se destruye toda otra apariencia de verdad o de divinidad; se destruye toda otra creencia o credo.
Por eso el ecumenismo de hoy es aberrante, es contra Dios, contra la verdad, porque no se excluye el error que pueda haber en el hombre al no identificarse con la verdad que es Dios y que tome algún ídolo, garabato o lo que sea y lo tome por Dios, como el dios de los budistas, de los musulmanes, de los judíos, o de cualquier brujo o hechicero; eso es inadmisible. La verdad suma no admite esa posibilidad de error y por eso lo excluye al igual como la luz a las tinieblas y por eso la religión católica, apostólica y romana es la única que detenta con exclusividad la verdad de Dios y es ese el dogma de fe negado y conculcado por casi todos, tanto en la jerarquía, es decir, en el clero, como en los fieles. No se proclama la exclusividad de la verdad religiosa como patrimonio de la Iglesia, sino como de la humanidad o de cada hombre y eso es un error porque Dios se reveló a su Iglesia y esa revelación nos es transmitida por ella, no por los protestantes, no por los judíos, no por los musulmanes o los budistas. Aunque en un momento, a través de los judíos, Dios se manifestó en el Antiguo Testamento y los que verdaderamente eran buenos judíos se convirtieron al cristianismo como los apóstoles y todos los primeros cristianos y quedaron como malos judíos los que conocemos hoy que son los descendientes de los que no aceptaron a los Profetas ni a las Escrituras, que no aceptaron la Ley de Moisés y que por eso crucificaron a nuestro Señor. De ahí la importancia de la fe, de reconocer a nuestro Señor como a Dios. Y a nadie, absolutamente a nadie le falta lo necesario para ese conocimiento, aunque no sepamos el cómo o el medio de que Dios se valga; si no le llega es porque pone obstáculo a Dios.
Es así entonces, que cuando nos preguntamos cómo se salva fulano, que no conoce, que nació en el error. Pues si él no opone resistencia a la gracia de Dios, Él le dará absolutamente todo lo necesario para que crea y se salve y eso en nombre de la Iglesia, de Cristo, no en nombre de cualquier falsa religión sino de la única verdadera, la revelada por Dios mismo que se la revelaría a esa persona a través de un misionero, de un ángel o de Dios mismo en lo profundo de su corazón.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen, el conservar esa fe, de ser fieles perseverando en la verdadera doctrina y que de este modo podamos dar mayor gloria a Dios y poder también ayudar a que los demás se salven. +
BASILIO MERAMO PBRO.
21 de octubre de 2001
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