San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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domingo, 25 de diciembre de 2016

NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO 25 de Diciembre


Amados Hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:
La Misa de medianoche es una de las tres que se pueden celebrar en este día con motivo de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo. ¿Cómo un Dios infinito, eterno, omnipotente, se encarna en el seno virginal de la Santísima Virgen, haciéndose hombre, tomando nuestra naturaleza humana? Ese es el gran misterio inefable que no se comprende ni se entiende, pero que se cree porque Dios así mismo nos lo revela y la Santa Madre Iglesia así lo propone y enseña. Secretos de Dios que se creen única y exclusivamente por fe sobrenatural. Y esa es la fe que nos debe animar, esa fe en Dios que se hace hombre, la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios, del Padre, que se hace humano para redimirnos del pecado.


La Navidad, pues, debe ser un motivo más para convertirnos a Dios, para que renunciemos al pecado, para que vivamos sobria y santamente como pide la Epístola que acabamos de leer: que no vivamos de los deseos mundanos conforme a sus placeres sino a los gozos celestiales puestos en Dios. Y por eso, mal haríamos si festejáramos esta Navidad como lo hace la mayoría, en diversiones, borracheras, lujurias, violencias y todas esas cosas que provienen de la pasión y falta de virtud. El ejercicio de la virtud refrena las malas inclinaciones, nuestros malos deseos y eso debe ser la Navidad para nosotros: un motivo de conversión y de mayor fe en nuestro Señor que nace pobremente en Belén, abandonado de los hombres, no teniendo posada en ninguna parte y naciendo en el fondo de una cueva.

Nadie, ningún ser humano nace así por pobre que sea y el Rey de Reyes y el Señor de Señores quiso nacer en la más absoluta pobreza y mayor olvido de los hombres para mostrarnos ese camino real de la carencia, que no es miseria porque en la ésta no puede haber virtud como sí la hay en la pobreza. Así, nuestro Señor pudo nacer en un palacio; sin embargo, no lo hizo, para mostrarnos la ventaja de la humildad como virtud. Y es ésta la que ennoblece al hombre, aunque hoy desgraciadamente se cree todo lo contrario, se piensa que es el dinero, el poder y las riquezas.

Es la virtud la que hace a los reales caballeros, y por eso hasta los ricos, si quieren ser verdaderamente nobles y virtuosos deben, aun en medio de las riquezas, vivir en el desapego de lo material y del poder, como dieron ejemplo grandes reyes de la Edad Media que llegaron a ser santos, como San Luis de Francia, San Fernando de España, San Enrique de Alemania y otros modelos de virtud y de santidad.

Y viendo a nuestro Señor abandonado de los hombres aprendamos el camino de la renuncia, del retiro, para que no sigamos los principios que rigen al mundo y nos hacen paganos; vale más estar aislados y vivir en la unión con Dios que vivir junto a los otros hombres en el pecado; que nos acordemos de nuestro Señor cuando sufrimos y padecemos persecución, hambre, abandono; que Él vino al mundo en medio de esa desolación, de esa pobreza; que vivió así toda su vida y que murió en la Cruz para que nosotros nos asociemos a los sufrimientos de nuestro Señor y no sucumbamos ante los padecimientos pasajeros; que podamos tolerarlos y que no se turbe nuestra alma o se ofusque y rechace o reniegue de esos males sino que los aprovechemos como un medio de santificación.

Veamos a la Santísima Virgen y a San José con qué resignación aceptaron todo lo que les aconteció, sin tener la mano ni la ayuda de nadie y teniendo así que recurrir a una sencilla cueva para que allí naciera nuestro Dios.

Pidámosle a la Santísima Virgen María que Ella nos consolide en la fe y en la virtud, para que podamos seguir ese ejemplo que nuestro Señor nos dio y poder así ser verdaderos católicos. +

BASILIO MERAMO PBRO.
25 de diciembre de 2001


sábado, 24 de diciembre de 2016

VIGILIA DE NAVIDAD 24 de Diciembre



Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

En este domingo festejamos la Vigilia de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, y narra el Evangelio la duda que embarga a San José ante el gran misterio de la Encarnación, misterio que él desconocía; por tanto, tenía el propósito de abandonar secretamente a su legítima esposa, abandonarla en secreto porque los judíos acostumbraban repudiar a la mujer adúltera y para evitar ese escándalo, pensaba, sin difamarla, dejarla en silencio, viéndola encinta y sabiendo por demás, que era una santa mujer y que se habían casado prometiéndose mutua virginidad.


La ley natural nos dice que si una mujer está encinta, es porque ha tenido relación marital con un hombre; la Santísima Virgen no podía revelar lo acontecido en Ella porque era a Dios a quien correspondía anunciarle a su esposo; Ella debía guardar silencio sabiendo que Dios proveería lo que fuese necesario, incluso, el hecho de advertir al casto, puro y virtuoso San José, quien según la Tradición de la Iglesia era primo hermano de la Virgen María. San José, pues, ante aquel misterio decide abandonarla en secreto para no hacerle daño, para que los judíos no la lapidasen;
no difamarla, pues le constaba que era pura y santa; sin embargo, ya que no puede entender, con virilidad decide distanciarse, hasta que un ángel del cielo le aclara el misterio anunciándole que aquello era obra del Espíritu Santo y que recibiese a la Virgen en su casa como a su legítima esposa.


Esta actitud de San José, que nos puede extrañar, incluso escandalizar, si somos piadosos en apariencia, porque la verdadera piedad es viril (fuerte) también en la mujer, como la piedad de Santa Teresa la grande, porque la virtud da esa fortaleza de espíritu tanto en el hombre como en la mujer; la misma palabra virtud quiere decir fuerza, vigor, uirtus. San José, entonces, en lugar de hacer consideraciones aparentemente piadosas "... como es una santa mujer, eso será hinchazón, será inflamación u otra cosa...", no entiende y decide tomar distancia.


Esa actitud tendríamos que tenerla en cuenta estimados hermanos, a lo largo de toda nuestra vida, para esas ocasiones difíciles, sobre todo en épocas como en la que nos ha tocado vivir. Cuando no entendamos y estemos ante una contradicción o un misterio, y más aún, cuando estemos ante un misterio de iniquidad como el que realmente se vive, nos sirve ser viriles y adoptar el ejemplo de San José: ante el error introducido en la Iglesia -preñada de errores cuando no de herejías-, siendo un contrasentido, ya que la Iglesia es santa, es pura e inmaculada, pasando por alto los errores personales que tengan sus miembros. Los errores doctrinales que afectan a la institución en sí misma constituyen un misterio de iniquidad en la Iglesia. El católico, si ama a Nuestro Señor debe tomar distancia, alejarse en silencio para conservar la fe y no excusar el error ni aceptarlo, como desgraciadamente hacen muchas personas encubiertas con apariencia de piedad, como les pasa a muchos sacerdotes que justifican el error y la contradicción.


Y este ejemplo de San José: él, que no podía pensar mal de la Santísima Virgen María; él, que sabía que era una mujer inmaculada, la ve encinta y decide dejarla, y lo hubiera hecho, pero el ángel le retiene. Entonces, ¿cómo es que nosotros - católicos- que sabemos que la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, como institución divina no puede enseñar el error y menos la herejía?, aceptemos esa contradicción, esa infamia, esa blasfemia, la de cohonestar con una Iglesia que no es ni pura ni santa ni inmaculada. Hay que imitar a San José.


Y esa fue la actitud que asumió Monseñor Lefebvre: tomó distancia, no aceptó bajo ningún concepto el error y la contradicción, se adhirió a la Tradición para mantenerse fiel y fundó una asociación de sacerdotes fieles a la verdadera Iglesia, porque la verdadera y única Iglesia no puede como institución albergar ni enseñar el error en su doctrina, en sus sacramentos y en su moral. Otra cosa son los errores humanos de sus miembros, pero ya no es la institución quien falla sino los hombres, la parte humana. Nosotros no podemos aceptar lo que actualmente se presenta ante nuestros ojos como Iglesia oficial henchida de errores y herejías. Por esto, la valentía de San José viene a servirnos de ejemplo para mantenernos fieles al Evangelio, para que Nuestro Señor Jesucristo reine en su Iglesia y en nuestros corazones; aunque nos consideren cismáticos, o como ellos quieran considerarnos, ya que "cisma", como decía Monseñor Lefebvre, "si es que lo hay, no soy yo el cismático sino aquellos que no son fieles a la Tradición de la Iglesia siendo la innovación la que posibilita, y de hecho así lo ha sido, el error, llevando a los fieles a
la apostasía".


Por lo mismo, debemos cuidarnos de organizaciones que parecieran responder a mensajes del cielo y que pueden no ser verdad, porque son susceptibles de adulteración en el camino; me refiero al Movimiento Mariano del padre Gobbi, Movimiento Sacerdotal Mariano, suscitado aparentemente por Nuestra Señora quien revela cosas muy ciertas con las cuales estoy de acuerdo, salvo en un punto que me parece esencial, fundamental: ¿cómo es que Nuestra Señora no diga nada de la Santa Misa? Que ellos se mancomunen en concelebraciones y celebraciones de la nueva misa, teológicamente es absurdo. Entonces, ese es un punto clave. Otro es el siguiente: ¿cómo es posible que reconociendo, por ejemplo, que en la Iglesia hay una gran confusión, desobediencia, error y herejía, incluso apostasía, cubra las espaldas a los principales responsables de esa apostasía? Eso no puede ser.


Necesitamos más que nunca manejar un concepto sobrenatural claro de lo que es la Iglesia y su doctrina y necesitamos también el virtuosismo de San José ante el error que la invade y que bajo el peso de la obediencia a la jerarquía y a la autoridad, quieren hacer prevalecer por encima de la verdad. Ese es el gran misterio de iniquidad y por eso digo que Nuestra Señora no puede ocultarlo.



Pablo VI firmó todos los decretos y declaraciones del Concilio Vaticano II, no se le puede eludir la responsabilidad que le corresponde; o también a Juan Pablo II, que no ha hecho más que favorecer el error difundiendo el Vaticano II, mientras que reprime y estrangula la verdad y la tradición de la Iglesia. No puede haber plena unión en la verdad en aquellas cosas que parecen correctas y con las que podríamos estar muy de acuerdo, si no se dice toda la verdad y, más aún, cuando se encubre con el manto de la Virgen a los culpables. La autoridad tiene una obligación y se peca no solamente por acción sino también por omisión; la autoridad que no reprime al mal se convierte en su cómplice, hace que el mal se vuelva impune y, así, es más condenable que el mismo criminal. Y si eso acontece en el orden natural, cuánto más en el orden sobrenatural de la Iglesia, estando la autoridad para combatir el error y para enseñar y afianzar la verdad infaliblemente y si eso no lo hace un Papa, peca con un pecado de lesa majestad contra la Iglesia y la verdad, que es Dios, y eso no lo puede encubrir Nuestra Señora.


Monseñor Lefebvre, ese santo Obispo, y santo no solamente por decirlo para significar una gran vida de santidad, sino santo con todas las características de aquellos santos dignos del altar, porque incluso por su intercesión se han hecho algunos milagros, pero que ha sido vilmente atacado por haber cometido el gran pecado de ser fiel a la Santa Madre Iglesia Católica, siguiendo él ese ejemplo de firmeza y de virilidad de San José al no querer aceptar el error.


En estos momentos de la Vigilia de Navidad, en que esperamos nazca nuevamente Nuestro Señor, esperamos también su segunda venida. La Navidad carecería de sentido si no tuviésemos presente cada año en esta fecha la segunda aparición de Nuestro Señor glorioso y majestuoso con la cual completa y corona su primera venida y toda la obra de la Redención.


Pidámosle a la Santísima Virgen María que nos ayude a festejar una Navidad en paz con Dios y con los que están a nuestro alrededor si eso es posible, manteniendo la fe pura, la fe inmaculada cual pura e inmaculada fue la Santísima Virgen María que albergó la palabra de Dios en su seno.



BASILIO MERAMO PBRO.
24 de diciembre de 2000

domingo, 18 de diciembre de 2016

CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO



Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Nos encontramos en el cuarto domingo de Adviento. Estos cuatro domingos presagian los cuatro mil años que van desde la creación de Adán y su contiguo pecado, a la espera y venida del Salvador. Digo cuatro mil años, porque eso es lo que poco más o menos atribuye la Tradición de la Iglesia, desechando las fábulas, mitos y estupideces, como decía San Juan Crisóstomo, el patrón de los predicadores, que desde aquella época ya refutaba esa idea infundada de atribuirle miles y millones de años al universo y la creación del hombre. Cuatro domingos que nos preparan para la Natividad de nuestro Señor.


Por lo mismo, la Iglesia en su liturgia durante este tiempo de Adviento nos presenta la figura de San Juan Bautista, precursor del Señor, comparado a los ángeles no porque fuese un ángel en su naturaleza sino por la misión que tuvo; porque ángel es aquel que tiene la misión de anunciar a los hombres las cosas de Dios. Y él fue quien anunció y más que anunciar, señaló con el dedo la presencia de nuestro Señor, el Verbo Encarnado del cual él “no era digno ni aun de atar la correa de sus sandalias”. Figura que nos prepara para ese espíritu de Navidad tal como él preparó para que el pueblo elegido aceptara la predicación de nuestro Señor Jesucristo y a nuestro Señor mismo ya que era su precursor, el gran pregonero y la voz de aquel que clamaba en el desierto, que era nuestro Señor Jesucristo en persona y San Juan su portavoz. Predicaba el bautismo de mortificación, es decir, la penitencia, la conversión de corazón hacia Dios y la negación de todo aquello que se opone a Dios, y que se cifra en el pecado.


El pecado está arraigado en una triple raíz, en una triple concupiscencia y de ahí provienen todas las malas inclinaciones, que si no las atacamos a tiempo, se convierten en perversión; eso es lo que genera los crímenes y abominaciones que vemos y que con un espíritu a veces impío, se le atribuye a Dios ese mal, cuando Él es la Bondad Suma, la Misericordia Infinita. El corazón perverso del hombre no se convierte y se sede no sólo por la triple concupiscencia, sino también como ministro del demonio que siempre trama el mal, por ser el gran enemigo del hombre y de Dios; el demonio nos odia como imagen y semejanza de Dios. Por tal razón quiere destruirnos y que nos condenemos eternamente en el infierno. Esa es la obra de Satanás, el maldito, por no querer servir a Dios; esa es su desgracia, ese fue el primer pecado y la primera apostasía y Dios le quitó la sabiduría pero no el poder, ese poder que ostenta porque Dios se lo ha dejado justamente para que sirva de acicate, de espuela para el bien, para la virtud, para la santidad.
El mal coadyuva para aquellos que aman a Dios, quien saca del mal un bien para aquellos que son de Él, para los que se transforman a Dios. Esa es la conversión, el bautismo de penitencia que predicaba San Juan Bautista.


Y la Iglesia presenta al Bautista en este tiempo de Adviento para que nos convirtamos a Dios. La conversión tiene muchas etapas en nuestra vida y si no nos decidimos, cada vez retrocederemos más en la vida espiritual; si no se avanza se retrocede; y esa transformación culmina en la santidad sublime de la cual nos han dado ejemplo los santos. Por eso requiere y tiene muchas etapas. No creamos entonces que se trata simplemente del cambio del infiel, del ateo, del que odia y se opone a Dios, sino también la transfiguración del cristiano, del bautizado, del fiel, para que quite todo escollo u obstáculo, todo aquello que imposibilita la gracia para fructificar o producir sus efectos.


Por eso hay que allanar todo monte que dificulta en nuestra alma esa acción de la gracia. Nuestra soberbia, orgullo, vanidad, odio, rencor, envidia, todas esas pasiones que hacen que no nos adhiramos a Dios totalmente porque impiden que la gracia produzca plena en nuestro corazón y nos impide de verdad amar de todo corazón a Dios.


Insiste pues el Evangelio con el ejemplo de San Juan Bautista para que alise todos esos repliegues de nuestra alma, del corazón y que habite plenamente Dios en nosotros como templos sagrados del Espíritu Santo, como tabernáculo que es nuestra alma en estado de gracia; teniendo así esa participación; no lo olvidemos, la gracia como una colaboración de la Naturaleza Divina y por eso nos asemeja a Dios.


Esa fue la gran tentación del Paraíso: que el hombre quiso procurársela por sí mismo dictaminando qué era lo bueno y lo malo para sí, como acontece hoy. El mal y el bien ya no son una cosa objetiva, sino que en este modernismo apóstata cada uno es doctor y maestro de su moral, de lo bueno y de lo malo; por eso ya nadie se avergüenza de besuquearse y de amancebarse en público, porque cada uno determina en el fuero de su conciencia si está bien o está mal; una libertad absurda, de pecado.


Esa es la moral del mundo moderno y la que desgraciadamente predican hoy los falsos profetas que invaden la Iglesia Sacrosanta de Cristo. Tragedia por la cual no debemos claudicar; todo lo contrario, nuestro deber es recordar que el bien y el mal son cosas objetivas en sí mismas. Tan objetivas que por eso se va al cielo o al infierno eterno. Tan objetivo es que si para ir al cielo hay que creer con fe, para irse al infierno no hace falta la fe; de ahí el peligro, la facilidad y la puerta ancha para condenarse, porque para salvarnos necesitamos la e y ésta con la gracia santificante; pero para condenarnos no la necesitamos; por eso es ancho el camino que lleva al infierno, camino adornado hoy con flores, perfumes y halagos para que la gente se deslice tontamente y Satanás se salga con la suya.


Es necesario recordar estas cosas por el bien de nuestras almas y que ese bien lo tengamos presente en esta Navidad; para eso ha venido el Señor, para eso se Encarnó. No echemos a perder el fruto de su Encarnación y Redención que es el de salvarnos, no condenarnos, y así amemos eternamente a Dios en el cielo después del transcurso de esta vida una vez que hayamos muerto en estado de gracia. Ese es el propósito de la verdadera Iglesia. No la falsa Iglesia de los pseudoprofetas, de los anticristos, sino la Iglesia de Cristo y ya sabemos que la verdadera Iglesia se reconoce por la fidelidad a la Sacrosanta Tradición, a la revelación de hoy. Por eso en la Epístola San Pablo dice que lo que se requiere de los dispensadores de las cosas de Dios, de los Ministros de Dios es la fidelidad y no sólo a sus ministros sino también a los fieles.

De ahí viene el nombre de fieles, fidelidad a nuestro Señor, a su Palabra, al Verbo de Dios y a la Iglesia de Dios. Luego ese es el signo infalible para detectar la verdad y distinguirla del error: la fidelidad, esa es nuestra misión y por eso la gran persecución de todo lo que no es la Iglesia de Cristo contra los que son de Cristo por fidelidad.


Seamos fieles y pidámosla a Dios nuestro Señor en estas Navidades. Tengamos presente la lealtad de la cual Nuestra Señora dio prueba al pie de la Cruz; que Ella sea nuestra sustentadora, nuestra fortificadora para permanecer siempre devotos en ese amor del cual Ella nos dio ejemplo. Pidámosle entonces a Ella ese apego y ese amor hacia su amado Hijo. +

BASILIO MERAMO PBRO.
23 de diciembre de 2001

lunes, 12 de diciembre de 2016

Solemnidad de la fiesta de la Santísima Virgen María de Guadalupe, Reina de México Emperatriz de América



Et signum magnum paruit in caelo mulier amicta sole et luna sub  Apocalipsis 12:1

Non fecit taliter omni nationi"
El 25 de mayo de 1754, el Papa Benedicto XIV, confirmó el Patronato de la Virgen de Guadalupe sobre la Nueva España, y promulgó una Bula que aprobó a la Virgen de Guadalupe como Patrona de México, concediéndole misa y oficio propios. Estas gracias que el Papa le concedió a la Virgen de Guadalupe se dieron gracias a este hecho: El Papa, después de contemplar extasiado una copia auténtica de la Guadalupana, pintada por Don Miguel Cabrera, fue llevada como regalo a Su Santidad por el padre Juan Francisco López. En esa ocasión luego de examinarla con atención, con lágrimas en los ojos pronunció una frase del salmo 147, 20 que se ha perennizado: “non fecit taliter omni nationi” NO HIZO COSA IGUAL CON OTRA NACIÓN.

REINA DE MÉXICO Y EMPERATRIZ DE AMERICA
ora pro nobis




RELATO DE LAS APARICIONES DE LA SANTISIMA VIRGEN MARÍA
SEGUN EL NICAN MOPUA:
En orden y concierto se refiere aquí de qué maravillosa manera se apareció poco ha la siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se nombra Guadalupe.

Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga. También (se cuentan) todos los milagros que ha hecho.

PRIMERA APARICIÓN

Diez años después de tomada la ciudad de México se suspendió la guerra y hubo paz entre los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales aún todo pertenecía a Tlatilolco.
Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitosos, sobrepujaba al del COYOLTOTOTL y del TZINIZCAN y de otros pájaros lindos que cantan.
Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?"
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: "Juanito, Juan Dieguito".

Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo al cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.

Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que se posaba su planta flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris.
Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?" Él respondió: "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor".

Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad, le dijo: "Sabe y ten entendido, tú, el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra.
Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.

Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.

Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo".

Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo" Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México.

Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara.

Luego que entro, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió: "Otra vez vendrás, hijo mío y t e oiré más despacio, lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido".

Él salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje.

SEGUNDA APARICIÓN

En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera.
Al verla se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la tuvo por cierto, me dijo: "Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido..."
Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro.
Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía". Le respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad.
Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por enero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido.
Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”. Respondió Juan Diego: ”Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino.
Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto”.
Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y estar presente en la cuenta para ver enseguida al prelado.
Casi a las diez, se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora de Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal; para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”. Viendo el obispo que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo.
Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, le dijeron que no más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.

TERCERA APARICIÓN

Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso e creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.

Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando”.
Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.

CUARTA APARICIÓN

Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes.
La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?” ¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza, o se asustó?.
Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó, diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte.
Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa”. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó”.
(Y entonces sanó su tío según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba; a fin de que le creyera.

La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me vise y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; Enseguida baja y tráelas a mi presencia”.

Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío, de la noche, que semejaba perlas preciosas.
Luego empezó a cortarlas; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo.
Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”.

Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.

Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.
Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que tría y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores, y al ver que todas eran distintas rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.
Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.

Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.

Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad.
Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla.
Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío que luego fui a cortar.

Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. He las aquí: recíbelas”.

Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe.

Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y con el pensamiento.

El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo”.
Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.
Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.
Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.
Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho.
Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; La que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo.
También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguara delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.
El Señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen.
La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.
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domingo, 11 de diciembre de 2016

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Nos encontramos en el tercer domingo de Adviento, también conocido con el nombre de laetare –alégrate–, en el cual la Iglesia permite en razón del Introito, una especie de mitigación, en medio de la oración, el sacrificio, la penitencia y el ayuno del tiempo de preparación a la Navidad, manifestando ese descanso con la presencia de flores en el altar y el uso de ornamentos de color rosado, una ventilación en medio de estos cuatro domingos, que son como una Cuaresma de Navidad.

El sentir de la Iglesia es que nos preparemos para la Natividad de nuestro Señor; que dispongamos nuestras almas para imitar a nuestro Señor Jesucristo; que la Navidad nos conduzca a realizar un recuento de nuestra vida para pedir a Dios perdón por nuestros pecados, y con la ayuda de la gracia ir destruyendo al viejo hombre que está demasiado enraizado e impide la santidad, nos impide volar hacia Dios, nos impide la virtud, y todo aquello que hay de bueno y de santo. Destruir en especial el orgullo, el amor propio, la vanidad.

El orgullo es el pecado más difícil de erradicar, porque es el más sutil, el más espiritual, los pecados de la carne son evidentes; el orgullo se esconde, se enmascara bajo la apariencia de religión, como fue el gran pecado de los fariseos, que en eso consiste el fariseísmo, y de allí provino la gran calamidad del rechazo a nuestro Señor Jesucristo por parte del pueblo elegido. Y de allí también puede provenir nuestra calamidad: rechazar a nuestro Señor por la falsedad que todos llevamos, tal vez escondida bajo capa de religiosidad, y que lleva a muchos a no creer, a rechazar la palabra de Dios; eso es en parte lo que escandaliza a todos aquellos que no pertenecen o que no están cerca de Dios y que podrían estarlo, pero por nuestro mal ejemplo no entran en la casa de Dios; es el caso de comunistas, revolucionarios, protestantes y de sectas que por su debilidad se escandalizan y combaten a Dios o lo rechazan.

El evangelio de este domingo se refiere a la figura de San Juan Bautista; tanta y tal era su reputación que algunos de los judíos pensaban pudiera ser el Cristo y por eso le envían emisarios a preguntarle quién es y él responde que no es el Cristo.

¿Entonces quién, Elías? Uno de los grandes profetas que no ha muerto, pero no es Elías. Entonces, ¿el profeta? Pensando ellos en Eliseo, el gran profeta discípulo de San Elías, y él responde que no; ¿entonces, quién dices tú que eres?, “soy la voz del que clama en el desierto”. Vox clamántis in desérto; ese clamántis, como dice Santo Tomás, se puede interpretar de dos formas: que él es la voz que clama en el desierto o mejor aún, que él es la voz de Aquel que clama en el desierto; es decir, que no es Juan el Bautista, sino nuestro Señor Jesucristo clamando en el desierto de esa Jerusalén desolada por el judaísmo, por los fariseos que no estaban dispuestos a recibir al Mesías; la voz de Aquel que clama en el desierto y él era su pregonero. Aquel que les señalaba a los demás como él mismo lo señaló con el dedo diciendo que él no era digno siquiera de desatar la correa de su zapato, que era lo que hacían los esclavos, amarrarle las sandalias o el cordón de los zapatos a su amo; y él no se reputaba ni aún digno de ese gesto del esclavo, para mostrar la grandeza de nuestro Señor que era Dios.

De esta manera, San Juan Bautista es mucho más que un profeta, porque no sólo habla de nuestro Señor sino que dice: “Éste es el cordero de Dios que quita los pecados del mundo”; lo señaló con el dedo, no lo profetizó como los demás, como algo lejano por venir, sino que lo señaló, puntualizó, dijo: “Éste es y vosotros no le conocéis”, entonces es verdaderamente el gran profeta de la primera venida de nuestro Señor Jesucristo. ¿Por qué? Porque señala no al Mesías que está por venir, sino al Mesías que ya vino y ya está entre nosotros. En ese sentido, San Juan Bautista es el hombre más grande que mujer haya dado a luz, como en una ocasión nuestro Señor lo describe en otro pasaje de las Escrituras.

Sigamos el ejemplo de San Juan Bautista, personaje que durante este tiempo de Adviento nos presenta la Iglesia por su sencillez, humildad, y por su penitencia en el desierto, en la soledad a la cual el hombre moderno es ajeno, no está acostumbrado al retiro ni a la penitencia. Estamos acostumbrados a la bulla, a la televisión, al radio; cuánta gente no puede trabajar sin un radio prendido porque no saben vivir y estar en el silencio de Dios, por eso no podemos vivir en paz y ese parece ser el propósito del mundo moderno, no dejar vivir en paz, sin mencionar el teléfono, el Internet y cuanta cosa nos perturba el sosiego que se requiere para recogernos en Dios.

Por eso vivimos disipados; el hombre moderno es un hombre que evade la realidad de Dios; a eso nos lleva la técnica, las comunicaciones, la agitación frenética del mundo que desquicia a las personas; de allí tanto locos sueltos, desequilibrados y deprimidos, porque ese asedio quebranta los nervios, el equilibrio psicológico y de allí también la variedad de neurosis. Debemos entonces, por un mínimo de higiene mental, protegernos con la oración, refugiarnos en Dios para que ese mundo no nos socave, no nos aplaste, no nos destruya, no nos desquicie. Pero eso exige un esfuerzo que no estamos acostumbrados a hacer; de allí la necesidad de recurrir a la ayuda de la Santísima Virgen María, de los santos, para que nos protejan, que sean nuestro escudo, y así escapar de este mundo moderno impío, y en el fondo demoníaco porque afecta al hombre en sus acciones y lo condiciona

Cómo entonces actuaría la gracia si está fallando la naturaleza humana, sobre la cual reposa. La gracia supone la naturaleza, pero si llegamos a diluir, a desquiciar, a tal punto que se volatiliza esa naturaleza, difícilmente actuaría la gracia, eso es lo que pasa en el hombre actualmente. Se requiere un mínimo de soporte para que la gracia actúe y pueda aun corregir los defectos inherentes a nuestra naturaleza humana, caída a consecuencia del pecado original. Esta es la insistencia en la oración, el sacrificio y la penitencia que regeneran nuestra naturaleza, y de todo aquello que, lejos de entenderlo, prescinden el hombre y la sociedad moderna.

La grandeza de San Juan estaba, pues, encaminada a señalar a nuestro Señor Jesucristo como el verdadero y único Mesías, y el pueblo judío, habiendo farisaicamente tergiversado las profecías, no podía estar preparado y no solamente preparados, sino dispuestos a reconocer a nuestro Señor; por lo que conculcando la verdad, terminan crucificándolo, dándole muerte en la cruz. Gran lección para la segunda venida de nuestro Señor, las profecías que son tergiversadas, el no estar preparados para recibirlo.

Por eso la Iglesia, en este tiempo de Navidad, al comenzar con el primer domingo de Adviento y al terminar el año litúrgico, es decir, el último domingo anterior, lo finaliza con las profecías apocalípticas del Segundo advenimiento, porque la Natividad tiene su acabamiento, su perfección y su coronación, con este Segundo advenimiento de nuestro Señor. La gran apostasía, la venida del Anticristo, su reinado antes de que venga nuestro Señor en gloria y majestad aunque nadie conozca el día ni la hora. Nuestro Señor Jesucristo mismo lo advierte: “Ved la higuera y todos los árboles: cuando producen ya de sí el fruto, sabéis está cerca el verano, así también cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios”. Debemos pues cuidarnos de no caer en exageraciones, pero tampoco en el rechazo del contenido profético.

Se impone, por tanto, una labor de verdadera exegesis, conocimiento teológico de las Escrituras y no perder la esperanza en la venida de nuestro Señor, esperarlo tal cual Él ha prometido, sin caer en el falso profetismo en que han caído todos aquellos que pertenecen a sectas, que predican un falso reino y que quieren, malentendiendo al igual que los judíos, con las solas fuerzas de la Historia, y sin la intervención de Dios, un reino del paraíso aquí en la tierra. A todo eso también apunta el triunfo del Inmaculado Corazón de María, que es el triunfo de los sagrados corazones de Jesús y de María.

El triunfo supone primero la venida de nuestro Señor a ordenar, desde dentro, su Iglesia, vilmente adulterada con herejías a la orden del día, lo cual es la abominación de la desolación en el lugar santo, las grandes advertencias de nuestra Señora, en apariciones fuera de toda duda como Lourdes, la Medalla Milagrosa, Siracusa, Fátima, La Salette; todas convergen en que hay una corrupción doctrinal espantosa en el mismo clero, en la misma jerarquía de la Iglesia, hasta el punto de pronosticar que: “Roma perderá la fe y se convertirá en sede del Anticristo”. ¡Terrible, pero cierto! Entonces, debemos oponer a este aviso una sana doctrina exegética que nos evite caer en errores a diestra y siniestra, como quien va por el filo de la cumbre de una montaña con abismos a ambos lados; solamente aquel que vaya con cuidado y humildad, puede llegar a la cima sin caer ni a izquierda ni a derecha, donde el abismo sería la perdición.

Por eso, debemos pedir a la Santísima Virgen María nos ayude a perseverar en la fe y festejar estas Navidades en un verdadero espíritu de fe, devoción y amor a Dios, en medio de un mundo que ya no es católico sino pagano, con una Iglesia sacudida en sus fundamentos: la fe, los sacramentos y la doctrina. Si esto perdura, aun nosotros, que queremos permanecer firmes, que queremos guardar la sana doctrina, caeremos, lo dice Santo Tomás, si los tiempos no fueran abreviados. Entonces, pedir a Dios, sin tregua, que abrevie esa gran tribulación por la que Él acrisola su Iglesia, reducida, como dice San Lucas, a “pequeño rebaño”, mientras que el resto ha caído en la apostasía. Se cae en el perjurio al no seguir fielmente la sacrosanta tradición de la Iglesia católica, apostólica y romana, porque cualquier otra doctrina que se oponga a la santa tradición como son el modernismo, el progresismo, como es todo lo que hoy se enseña en nombre de Dios –pero que no es de Dios–, lleva hacia la apostasía y lleva hacia el reinado del Anticristo, que tendrá su aparición y que gobernará y sojuzgará al mundo durante tres años y medio, los más crueles de esta gran tribulación.

Tenemos entonces que estar preparados, encomendándonos a los Sagrados Corazones. En estas Navidades acerquémonos más a nuestro Señor Jesucristo, que siendo un Rey nació en un pesebre, un establo donde viven animales, no personas, en medio de un burro y de un buey, allí nació nuestro Señor, en esa pobreza, desolación y abandono del género humano.

Pero, ¿cómo podremos imitar a nuestro Señor, cuando no somos capaces de seguir ni a medias ese ejemplo de humillación, de pobreza, si no nos gusta, nos aterra? Por eso la Navidad debe ser un motivo para recapacitar y dejar de lado nuestro orgullo, tratar de ser buenos, santos, acercarnos más a nuestro Señor y a la Santísima Virgen María para que haya verdadera paz, si no en el mundo, por lo menos en nuestros corazones, la paz que da el estar con Dios. Preparemos bien la Navidad, que no sea profanada por el paganismo, que aprovecha cualquier día santo para festejar libidinosamente y emborracharse en la concupiscencia de la carne, como por desgracia acontece en Colombia con las fiestas de los santos en los pueblos (lo ocurrido en Popayán en aquella Semana Santa). La Navidad debe ser un motivo de acercamiento a Dios para hacer el balance de nuestras vidas con el propósito de mejorar y santificarnos; ese y no otro es el verdadero significado de la Navidad.

Pidamos a San Juan Bautista, precursor de nuestro Señor, quien lo señaló con el dedo, que podamos imitarlo viviendo la santidad a la cual Dios nos llama. Prepararnos de un modo especial para que esta Navidad no sea una más, sino que nos haga realmente un poquito más buenos y santos. +


BASILIO MERAMO PBRO.
17 DICIEMBRE 2000


jueves, 8 de diciembre de 2016

FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

En esta fecha la Iglesia se regocija de tener el dogma de la Inmaculada Concepción definido solemnemente por S.S. Pío IX en 1854 y con el cual proponía como verdad de fe revelada por Dios en el depósito divino: que la Santísima Virgen es la única criatura que tiene la exclusividad y el privilegio de ser concebida sin pecado original desde el primer instante de su concepción.

Sabemos que todos irremisiblemente nacemos con el pecado original, pecado de la naturaleza que se transmite de generación en generación; de ahí el significado del bautismo en el Antiguo Testamento; con la circuncisión, todo hijo de Adán nace con este pecado y he allí el gran misterio: que nuestra Señora, como hija de Adán, fue concebida sin pecado original por una intervención de Dios, por un decreto de Dios. Derivándose en consecuencia el conflicto que teológicamente fue objeto de disputas en la Edad Media, que hicieron malparar al mismo Santo Tomás de Aquino; incluso hoy en día aún se ignora al decir que Santo Tomás negó en un momento de su vida la Inmaculada Concepción. Es tal la equivocación que ni siquiera los sabios judíos ignoraban eso; ellos reconocían esa verdad tanto que fue de allí de donde la tomó Duns Scoto por vía judaica.

¿Cómo iba Santo Tomás, mucho más sabio que los judíos, a negar o desconocer esto? Pero el problema teológico consistía en cómo sostener no solamente el privilegio exclusivo de la Inmaculada Concepción, ante todo otro privilegio de otros santos; sino principal y fundamentalmente el cómo ( la vía o el camino) que fue lo que advirtió Santo Tomás.

Los que nacieron sin pecado como San Jeremías, San Juan Bautista (podemos presumirlo también con todo el rigor teológico, aunque de ello no digan nada las Sagradas Escrituras), San José, fueron santificados en el seno materno y nacieron sin pecado original; no obstante no fueron concebidos sin pecado original desde el momento en que Dios infundía el alma , como pasó en el caso de nuestra Señora. El problema grave era que había que salvar la Redención Universal de nuestro Señor Jesucristo, pues mientras que a nosotros nos liberó con una redención liberativa, a la Virgen María se le redimió por una redención especial, preservativa, la protegió por los méritos de su Pasión y su muerte. 

Era lo que Santo Tomás también quería salvar para que no quedara en la oscuridad, al proclamar ese dogma, que era por los méritos de la Cruz. Es decir, que nuestra Señora fue redimida del pecado no como nosotros, sino preservada de él por los méritos de la Redención de nuestro Señor en la Cruz. Era lo que otros teólogos no querían admitir; los judíos con sus cábalas fantasiosas, pensaban que Dios había apartado una porción de carne de Adán o de su semen sin pecado, para que después de allí se engendrara a la Virgen María, y cosas parecidas, por supuesto absurdas, y lo que decía Duns Scoto (bastante ponderado, lo cual no sería malo si no fuera para aplastar a Santo Tomás y dejarlo malparado, como hacen algunos), era insuficiente, pues afirmaba que por ser la Madre de Dios ya tenía ese privilegio y que eso bastaba.

Por ser Madre de Dios Ella fue preservada, porque todas las gracias de nuestra Señora le vienen por su maternidad divina, por el privilegio de ser la Madre de Dios, por estar íntimamente asociada a la hipóstasis del Verbo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Sin embargo, no basta, aún no explica el cómo, y era lo que Santo Tomás quería resaltar, porque si decía como Duns Scoto que por ser la Madre ya eso bastaba, entonces quedaba en la oscuridad ese otro dogma de la Redención Universal de nuestro Señor para todo hijo de Adán, y nuestra Señora era hija de Adán. Por una intervención divina esa transmisión del pecado se detuvo en el proceso de su generación.

Nosotros los humanos procedemos de nuestros padres por vía de generación y por ella se transmite a la carne el pecado de nuestros padres, y en el momento de infundir el alma en esa carne queda manchada. Pues bien, eso era lo que decía Santo Tomás: que esa carne, que esa generación que venía manchada por vía generativa no tuvo lugar por una intervención de Dios que paró, que previno, para que en el momento de infundir el alma que es cuando se constituye la persona, no se manchara esa alma por esa carne que venía sucia de pecado y así entonces no contrajera como todos nosotros el pecado original.

Claro está, en esta explicación de Santo Tomás existe una cuestión filosófica que hay que conocer y es la animación retardada, es decir: que Dios no infunde el alma en el mismo instante en que los padres generan o procrean al hijo, sino que hay una generación producto de sucesivos cambios, hasta que se da esa organización biológica adecuada para que el organismo pueda recibir su forma, que es el alma. De allí viene justamente el nombre de organismo, quiere decir, una materia organizada.

El alma del hombre no se infunde a una piedra, a un poco de agua o pedazo de pan, sino en una materia organizada, y se produce por vía de generación. Por eso Santo Tomás hablaba de la generación retardada, que hoy se ignora; también se estima que Dios infunde el alma en el mismo momento en que podríamos decir que se unen las células femeninas y masculinas cuando todavía no hay esa organización. La prueba biológica de que eso no es así, es la de los mellizos monocigóticos, en los que hay una sola célula masculina y una sola  célula femenina que se unen y que debiera ser un solo ser y producen dos; sería un absurdo que en una sola porción de materia hubiera dos formas, dos almas, dos seres, lo que me indica que debe haber un tiempo de gestación, de maduración, de generación, de preparación, para que después se divida y allí en cada porción haya un alma perteneciente a cada uno de esos mellizos. Esa es una prueba biológica a posteriori, pero que a veces no se tiene en cuenta y eso le daría razón a Santo Tomás de Aquino cuando hablaba de la animación  retardada.

El único que no tuvo esa animación retardada, por obra de un milagro, fue nuestro Señor en su Encarnación. Por eso Santo Tomás así lo dice. Pero también en la Encarnación sabemos que no hubo esa relación de hombre y mujer que hay en todo ser humano, sino que Dios tomó del seno virginal de la Santísima Virgen por obra del Espíritu Santo una porción de su carne e infundió allí, no solamente el alma de nuestro Señor, sino toda la Encarnación del Verbo.

Queda entonces muy clara la explicación de Santo Tomás, que lejos de ser errónea, es la que mejor explica y, de hecho, es la única que expone teológicamente sin eclipsar ningún otro dogma como el de la Redención Universal. Es quien mejor describe la Inmaculada Concepción y cómo, de hecho, en ella se basó o queda consignada en la bula Inefabilis Deus con la cual Pío IX la proclamó, haciéndola pasar por la Cruz, no como toca a nosotros por liberación, sino por una prevención, una preservación del pecado. Y así Ella es toda pulcra, sin mancha de pecado original y sin mancha de ningún pecado actual, sea mortal, sea venial, por insignificante que sea.

Eso nos da una idea de la pureza de nuestra Señora; nunca jamás cometió el menor pecado venial, ni deliberada o indeliberadamente como nosotros que cometemos a diario tantos pecados veniales, ya sean voluntarios o no, pero los cometemos. Por eso dice en las Escrituras que hasta el justo peca siete veces al día; pues nuestra Señora jamás tuvo ni la menor sombra, y todo por ser Ella la privilegiada, Madre de Dios, desde toda eternidad concebida para Madre de Dios, pero pasando por la Cruz; es decir, por los méritos de Cristo fue preservada por ser la Madre de Dios.

También la epístola de esta fiesta y todas las fiestas de nuestra Señora que hablan de Ella, dicen que ya estaba concebida antes de que las cosas fueran, que Ella ya estaba en Dios. Pero ¿cómo? ¿Acaso Ella no nació de Santa Ana y de San Joaquín? ¿Cómo es que iba a estar antes de todo lo creado, que iba a juguetear en los pensamientos de Dios, si todavía no había sido creado el Universo ni los hombres? Pues bien,


Ella ya estaba concebida en ese decreto divino (en la mente de Dios), en el mismo decreto de la Encarnación del Verbo Divino estaba acordada la Maternidad divina de la Santísima Virgen; Ella ya estaba concebida en el pensamiento de Dios, en los designios de Dios antes de crear todo el Universo. Y es más, Ella participaba como artífice, pues artífice también era el Primogénito, y así nuestro Señor es el paradigma de toda la creación, resume toda la creación y todo fue creado por Él y para Él.

Estas cosas a veces quedan ocultas, no quedan suficientemente expresadas y forman parte de los misterios de Dios, por eso es el primogénito de la creación en ese sentido; Él era la causa ejemplar. Dios Padre, cuando creaba concibió el Universo y el mundo teniendo la imagen de su Hijo que se iba a encarnar y teniendo presente a nuestra Señora. Eso nos da una idea de la grandeza de nuestro Señor y de nuestra Señora que están tan íntimamente ligados y por lo cual Ella tiene la plenitud de la gracia, mucho mayor que la de todos los santos juntos en el cielo, y es a su vez nuestro más seguro refugio.

Ella es nuestra abogada, debemos recurrir siempre a Ella, no porque la endiosemos como piensan tontamente los protestantes no divinizamos a la Santísima Virgen María porque no es Dios, pero es la criatura más excelsa, más íntimamente unida a Dios, tan unida a Él que está en relación Hipostática , en relación personal con el Hijo que Ella dio a luz, que es el Verbo de Dios Encarnado. ¡Qué misterio! Es la razón de que nosotros también podemos llamarla Madre, al ser Madre de nuestro Señor y nosotros al asociarnos a nuestro Señor en la Iglesia, nos apropiamos de algún modo esa maternidad de nuestra Señora; por eso Ella es Madre de la Iglesia y Madre nuestra. Así podemos recurrir a Ella como nuestra Santa Madre de los cielos para que nos ayude y nos salvemos.

Que Ella, la Inmaculada, nos ayude a salvar nuestras almas, a llevar una vida menos manchada de pecado, menos inmoral y corrompida, y ser dignos hijos de María y vivir en esa santidad a la cual la Iglesia y Dios invitan. +

PADRE BASILIO MERAMO
8 de diciembre de 2001

domingo, 4 de diciembre de 2016

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:


La liturgia de este domingo quiere prepararnos como siempre para la Natividad de nuestro Señor Jesucristo. Es una especie de Cuaresma, como bien se explica en los misales de Dom Gaspar Lefebvre, gran liturgista. Y la Iglesia nos presenta en este tiempo de Adviento a San Juan Bautista, ese gran profeta que señaló el advenimiento de nuestro Señor en persona: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, “Yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia”, señalando el Bautista con el dedo al Mesías anunciado, los tiempos de salvación, este Mesías que haría milagros evangelizando a los pobres, resucitando a los muertos, haciendo ver a los ciegos, caminar a los cojos; que por eso nuestro Señor les dice a los discípulos para que le dijeran eso a San Juan, para que ellos se dieran cuenta de que el Mesías estaba allí, que Él era el anunciado.


Pero surge un inconveniente, porque el Evangelio nos dice que San Juan Bautista, estando en la cárcel próximo ya al martirio (por recriminar y no aceptar el contubernio a Herodes con la esposa de su hermano), mandó a preguntar quién es Él. ¿Cómo, pues, va a mandar él a sus discípulos a preguntar quién es, si él sabía muy bien quién era? Y tanto lo sabía que desde el vientre de su madre, a los seis meses, fue santificado, es decir, quitado el pecado original, y que por eso saltó de gozo. ¿Cómo es que ahora va a mandar a sus discípulos a que le pregunten quién es? Pues sencillamente para que ellos supieran quién era Él, pues San Juan lo sabía muy bien, para que sus discípulos ya se destetasen de él y siguieran a nuestro Señor, puesto que San Juan gozaba de gran autoridad.


Tanto así, que nuestro Señor le pidió que lo bautizara, a lo que San Juan responde que quién era él para bautizarlo, que Él no tiene necesidad. Y nuestro Señor le dice con el gesto: “Calla y haz lo que te digo”, para mostrar la autoridad religiosa de la tradición, que aunque nuestro Señor no lo necesitaba, pero sí para que el pueblo viera, los discípulos y la gente supieran que nuestro Señor no era un advenedizo y que había una continuidad religiosa.


Así, entonces, San Juan, sabiendo próxima su muerte, quería que por fin sus discípulos dejaran de ser los suyos para que siguiesen al Señor y la mejor manera era mandándolos a que preguntasen y entonces entendieran por la respuesta; más que para San Juan, era para los discípulos. Y nuestro Señor comienza después a elogiar a San Juan: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña mecida por el viento? ¿Un hombre que viste fina y delicadamente?”. Todo lo contrario, un hombre que vive en el desierto, que viste sencillamente, que come poco, un hombre que se sacrifica, no un burgués que está en un palacio cómodamente, sino alguien que como buen profeta lleva una vida de sacrificio y penitencia, tan elevado que ha sido puesto como un ángel delante de nuestro Señor para que vaya señalando el camino. Esa es la grandeza de San Juan el Bautista como profeta del Nuevo Testamento, que señala al Señor en su primera venida, mientras que San Juan Evangelista, como profeta del Nuevo Testamento, señala la segunda venida de nuestro Señor en gloria y majestad. Dos Juanes que señalan los dos eventos de nuestro Señor, el de su primera y el de su segunda venida.


Y al decir nuestro Señor que “no hubo hombre más grande que él”, se refiere a los hombres del Antiguo Testamento, pues a continuación dice: “Y el más pequeño en el reino de los cielos es mayor”, con lo cual nuestro Señor balancea esa grandeza de San Juan Bautista, es decir, que lo pone como el santo más grande del Antiguo Testamento, nada más. De allí han salido muchas discusiones, una de ellas es si San Juan Bautista era el santo más grande de todos. Como dice el padre Castellani, es inútil discutir sobre ello, pero sí queda muy difícil dejar eclipsar la imagen de San José como santo del Nuevo Testamento.


Podemos resumir así: San Juan Bautista como hombre es el más grande santo del Antiguo Testamento, mientras que como profeta se inserta en el Nuevo Testamento tocando con el dedo a nuestro Señor en su primera venida. Luego sigue siendo como profeta del Antiguo Testamento Moisés, mientras que San Juan Evangelista es el profeta más grande del Nuevo Testamento al señalar la segunda venida de nuestro Señor o Parusía. San José sería el santo más grande del Nuevo Testamento por su virtud y pureza. Por eso la Iglesia nos presenta a San Juan Bautista como ejemplo de santidad, de abnegación, de sacrificio, de firmeza, para que nos preparemos en esta pequeña Cuaresma a festejar santamente la Natividad de nuestro Señor Jesucristo.

Por otra parte, en la epístola San Pablo nos exhorta a recibirnos los unos a los otros con caridad, sabiéndonos soportar, perdonándonos, aceptando los defectos del prójimo para que no caigamos en lo mismo o quizás en un defecto peor; que tengamos esa armonía tratando de ser mejores, corrigiéndonos, no pensando que somos así y que así seguiremos. Es un grave error pensar que Dios nos ha hecho como somos, pues traemos el lastre del pecado original, toda la maldad, la miseria, los defectos que nos quedan después del bautismo, que Dios deja para con su gracia adquirir la virtud combatiendo esas miserias; esa es la obra de santidad que cada uno tiene que realizar a lo largo de toda la vida: lograr la virtud y la verdadera santidad.


Debemos leer las Escrituras, que son objeto de consolación y de esperanza, para que no vivamos distraídos con tanto periódico y televisión, que no hacen más que fomentar lo impúdico, pues la inmoralidad no es normal, como ver novelas en las que se estén besando; dos esposos que se besen en la vía pública pecan aunque sean esposos, porque hay cosas que son lícitas pero en privado (nadie hace una necesidad en la vía pública a menos que esté loco), y porque lo veamos en la televisión y en la calle, ya lo aceptemos como costumbre y pensemos que no pecamos.

En pecado no podríamos comulgar; y si creemos que sí podemos hacerlo es porque hemos perdido la sensibilidad frente a lo malo, a lo impúdico, indecente, pecaminoso, por el bombardeo permanente que nos cambia el pensamiento de cristiano a pagano.


Nuestro entretenimiento no debe ser pecaminoso, lujurioso; si se ven durante horas esas cosas, cómo van a decir que no hay complacencia y por placer se peca aunque no se lo quiera. Y eso que no me refiero a las atrocidades que salen en televisión y en los medios de comunicación, que dan vergüenza, ofenden la moral y la inocencia de los niños. Porque, ¿cómo los vamos a educar? Por cierto hoy que ya no se educa a los niños en la virtud, sino en el capricho, que haga lo que quiera: --le compro esto para que esté entretenido, contento--. Debe ser todo lo contrario, hay que enderezar al niño como a un animalito, al principio domesticarlo, que aprenda a no alimentar el su egoísmo, su voluntad, su capricho.


Qué virtud se le puede enseñar si es un caprichoso que se cree un Napoleón, que todo se somete a su voluntad y a su imperio y si no, llora, les hacen una caricia y lloran y el papá se ofende; es un niño que no está de acuerdo con el medio ambiente y la culpa es de los padres y el niño, pobrecito; porque estamos muy lejos de la virtud; totalmente sumergidos en un mundo adverso y contrario a Dios y a la Iglesia. Por eso los consejos de San Pablo, la lectura de la Sagradas Escrituras, objeto de consolación y de esperanza, para que el Dios de la esperanza nos proteja y así poder vivir cristianamente en un medio que cada vez es más anticatólico y demoníaco.

A propósito de demoníaco, hoy, para ser un buen literato hay que ser brujo, como la tonta que hizo los libros de “Harry Potter”, vendidos por millones. Así, que si me convierto en bruja como ella, iniciada en los misterios de la magia y de cuanta cosa hubo en el paganismo y en la gnosis, soy la persona más rica de Inglaterra y que gana más premios y vendo más libros, literatura que los niños devoran porque hay un encantamiento, una sugestión del demonio. No creamos que hay cosas que porque atraen son buenas; el demonio tiene también su seducción; así que si un libro de cuatrocientas páginas no le aburre y sí le aburre leer una página de cualquier texto más o menos decente y no nos damos cuenta, es una prueba de lo demoníaco hecho obra de literatura, de alabanza y de riqueza.


Tengamos en cuenta esto para no caer y saber explicarles a los niños y a los no tan niños, porque también los jóvenes y los adultos caen. Lo peor es que los niños quedan iniciados en la magia, en la brujería, en el misterio de lo satánico. Esta mujer quién sabe qué pacto ha hecho con el demonio para que le dé toda esa ciencia del mal o es que es boba y deja inspirar su pluma directamente por el demonio, lo que también puede ser. Pues bien, en vez de tener ese tipo de lectura literatura, tengamos cosas buenas, santas y empecemos por la Sagrada Biblia, la palabra de Dios que consuela y da esperanza.


Pidamos a nuestra Señora para que Ella nos asista, nos ayude a perseverar en el bien y la verdad y lograr así la santidad. +



PADRE BASILIO MERAMO.
9 de diciembre de 2001