San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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domingo, 2 de agosto de 2015

DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Amados hermanos en nuestro señor Jesucristo:

En este domingo leemos en el evangelio la parábola del publicano y del fariseo propuesta por nuestro Señor a esos hombres que presumían de justos y se consideraban mejores que los demás. Esta es una de las ciento veinte parábolas que hay en el evangelio, como nos lo recuerda el padre Castellani, que se tomó el trabajo de hacer la exegesis de cada una de ellas.

Con esta parábola nuestro Señor nos muestra cuál era su intención, qué se proponía al hacerse hombre. Él quería restituir el culto verdadero del pueblo de Israel, del pueblo de Dios a lo que debía ser; restablecer la religión en esa vida interior y no que quedara dispersa en multitud de acciones externas, que si no permanecen unidas al alma del verdadero espíritu de fe, de religión, a la vida interior, no obran por sí nada, sino que al contrario engendran orgullo y menosprecio, como era el caso de estos hombres que se tenían por mejores. Y por eso, nos muestra en la parábola al fariseo y al publicano; el fariseo que representaba, por decirlo así, a esa elite, a esa clase social de predominio religioso de los que se dedicaban a las cosas de Dios, que tenían el celo por las cosas de Dios, por el culto divino y también contaban con mucha influencia política; mientras, el publicano era prácticamente un vendepatrias un recaudador de impuestos al servicio del César, del Imperio Romano que subyugaba al pueblo judío.

Vemos así que ser publicano, en aquel entonces, era lo más abyecto y despreciable para el pueblo judío; peor no se podía ser. Y en esta contraposición nuestro Señor nos hace ver que el uno es perdonado y tenido en cuenta por Dios, como el publicano, que no osaba ni siquiera adentrarse en el templo, quedándose allí atrás, en el fondo, pues se reconocía vil y miserable pecador. En cambio, el fariseo, todo engreído de sí mismo, de sus buenas acciones, porque ayunaba dos veces por semana, daba el diezmo de lo que poseía, no era adúltero, no era ladrón, era un hombre de bien. Y sin embargo, no sale justificado del templo.

Es tremendo lo que nuestro Señor nos hace ver, porque de nada sirve ayunar, dar limosna, no ser ladrón, no ser adúltero, no ser injusto, todas buenas obras, si nosotros tenemos el corazón carcomido por el maldito orgullo. Gracias te doy porque no soy como esos miserables, ni aun como este vil y abyecto publicano, decía el fariseo. El contraste es tremendo, pero eso muestra cómo el orgullo anula toda obra por muy buena que sea. Y la soberbia es difícil de detectar por nosotros mismos. La persona petulante, y la mayoría lo somos, no se da cuenta, cree, creemos que actuamos bien, ¿y de qué tengo que pedir perdón, qué hice mal? ¡No, es el otro, es el otro que no me saludó, que me miró mal, que me dijo una palabra hiriente, que no me respondió, que no me hizo tal favor! Y eso nos sucede porque si no fuéramos orgullosos seríamos realmente santos.

Y es ese engreimiento que nuestro Señor quiere mostrarnos para que rectifiquemos y llevemos verdaderamente una vida en unión con Dios, agradable a Dios, que nuestra oración sea verdaderamente una oración y no una manifestación de nuestras obras. A Dios no se le va a decir, yo hice tal obra buena, limosnas, ayunos, soy bueno. No, a Dios hay que decirle, yo soy malo, soy perverso, tengo malas inclinaciones, malos sentimientos, malas tendencias. Todo esto a raíz del pecado original, a raíz de los pecados que hemos cometido, por eso no somos buenos y no nacemos buenos, como el mundo de hoy quiere hacernos creer. Nacemos malos, mal inclinados y por eso nos gusta lo malo, porque si no nos gustara no habría tentación, pero Dios dejó esa incitación para que justamente de lo malo sacáramos el bien con la ayuda de su gracia y corrigiésemos esa mala inclinación, esa perversión que hay en nuestra naturaleza y que la llevamos hasta el último día de nuestra existencia, aquí en la Tierra.

Por eso la santidad consiste en luchar, en combatir a ese viejo hombre que llevamos dentro y sin el cual ni el demonio ni el mundo harían nada si no hubiera ese cómplice, ese traicionero que somos nosotros mismos bajo ese aspecto de la naturaleza que ha quedado herida. Dios no creó al hombre así, y aun después de morir nuestro Señor en la Cruz, y de haber redimido a la naturaleza humana, al hombre, no obstante, estamos bajo esa influencia, esa tendencia hacia al mal. Por eso un niño, incapaz de cometer un pecado mortal porque no tiene uso de razón, es grosero, orgulloso, malcriado, y hay que adiestrarlo, como se hace con un animal, con un perro pequeño, hasta cuando el niño tenga uso de razón, para que cuando lo tenga ya esté domesticado; pero eso es difícil de entender hoy en día por la gran revolución que todo lo ha socavado.

Esa gran revolución me dice todo lo contrario, que yo debo ejercer mi libertad como se me dé la gana, caprichosamente, como yo quiera, que nadie me puede molestar; y no hay ningún principio que queda en pie, qué principio o autoridad va a haber, qué principio de paternidad va a haber y menos en la Iglesia, nadie puede reprender a nadie, porque me ofende, porque me insulta, porque me ultraja. Nadie acepta nada de nadie y esa es la situación social del mundo moderno. ¿Y qué queda en pie? Ni familia ni Iglesia, porque aún hay que saber aceptar el llamado de atención, la reprensión, aunque el que lo haga tenga mil y un errores; si a mí un loco o un borracho me dice que estoy demente o embriagado y es verdad, no por eso le voy a decir que no tiene ningún derecho en decírmelo porque él se encuentre en ese estado.

Y así, se podrían dar mil ejemplos, como la insumisión de la mujer, estar igualada al hombre, cuando la Iglesia predica la sumisión, la subordinación de la mujer al hombre. No es la esclavitud, no es el maltrato, pero sí la mujer sumisa; hacerle entender eso a la mujer de hoy, es casi imposible. Y esa insubordinación hace que la mujer de hoy no quiera usar la falda, sino el pantalón, porque éste le brinda esa igualdad de acción, y hay muchos otros ejemplos. Claro que hay faldas que pueden ser mucho más escandalosas que un pantalón ancho, por ejemplo.

Tenemos también la desobediencia de los hijos a los padres, a los superiores; la indisciplina en el área del trabajo y en todos los órdenes. Y justamente, lo que está detrás de todo eso es el orgullo exacerbado por principios que endiosan al hombre, y esos motivos son los de la libertad que proclamó la Revolución francesa, que más que francesa fue anticatólica, judeomasónica, para destruir la sociedad cristiana, católica, y convertir a cada uno de nosotros no en un católico sumiso y humilde, sino en un hombre independiente y autosuficiente. Ese es el error del naturalismo, del liberalismo, la presunción del hombre como tal y por eso es independiente de todo lo que no sea su querer y su parecer. De ahí lo complejo y difícil para que nos sometamos, no sólo a la Iglesia, sino también al orden natural, para que respetemos el orden natural sin el cual el sobrenatural no tendría soporte, porque la gracia supone la naturaleza.

Quiere, pues, nuestro Señor, en esta parábola de hoy, que veamos cómo vale mucho más la oración sencilla y humilde del más vil de los hombres que se reconoce pecador y miserable que la de aquel que presume de mucha religión, de muchas acciones buenas, pero que no reconoce su orgullo. Por eso el fariseo es el que simboliza esa arrogancia religiosa, que no es más que la corrupción específica de la religión. En consecuencia, un hombre mientras más religioso sea, más petulante podrá ser su actitud y por eso nosotros, que queremos defender la santa religión guardando la Tradición católica, estamos más cerca del pecado de orgullo que corrompe la religión, que cualquier otro hombre. Y de ahí la gravedad y la necesidad de saberlo, para que tengamos en cuenta que el diablo nos va a tentar más por la vanidad que por otros pecados más escandalosos.

Solicitemos a nuestra Señora, Maestra de humildad, permanecer modestos como el publicano y no engreídos como el fariseo, pero que sí tengamos ese celo de defender las cosas de Dios con humildad, como quiere nuestro Señor. Que defendamos la Iglesia con sumisión y no caigamos en ese pecado tan aborrecible del fariseísmo. Y Dios sabe y sabrá si no hay hoy hipocresía y que por culpa de ella es que en la Iglesia, en sus fieles, en sus miembros, en todos nosotros, estamos viviendo tan grande crisis; Dios aprovecha también de cierto modo, para que a aquellos que son humildes les sirva de purificación. La crisis actual hay que soportarla como una depuración y no debemos escandalizarnos si no vemos entre los fieles de esta capilla y demás capillas de la Tradición, ni a los más santos, ni a los mejores, ni a los más humildes. No debemos asombrarnos, ¿por qué? Porque si nosotros nos sorprendemos es porque somos peores, no tenemos esa misericordia que sabe soportar la miseria de los demás y del prójimo. Por eso Dios permite todo esto que nos puede asombrar al igual que a mucha gente cuando viene a una capilla de la Tradición. Debemos hacer esfuerzos para no alejar al que llega, al que viene y que no sabe nada, pero que se acerca con una recta intención, y no actuar como fariseos porque esa persona sea como un publicano. Eso es lo que Dios nuestro Señor no quiere, Él nos da el ejemplo de cuál debe ser la conducta y la oración, para que no caigamos en ese aberrante pecado del fariseísmo.

Invoquemos entonces a nuestra Señora para que nos ayude a ser más humildes, ya que solamente lo seremos si nos reconocemos pecadores, miserables y vanidosos. Ese orgullo lo tendremos hasta el fin de nuestra existencia pero lo debemos combatir, y la mejor manera de hacerlo es aceptando las humillaciones que nos caen sin que las preveamos y ni sospechemos el momento en el cual llegarán, y que las sepamos aceptar. Pidamos a nuestra Señora esa sumisión que Ella manifestó haciéndose la servidora de Dios, para que nosotros seamos obedientes servidores de Dios y de la verdad. +

PADRE BASILIO MERAMO
28 de julio de 2002