San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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domingo, 16 de febrero de 2014

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA



Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Con este domingo de Septuagésima, se inicia el ciclo de la Pascua: segundo ciclo de la Pascua que gira alrededor de la Resurrección de nuestro Señor, y que es la fiesta más solemne, más importante del año litúrgico aunque no la más popular, como la Navidad. La fiesta más importante de todo el año litúrgico es el domingo de Pascua, el domingo de Resurrección y nos preparamos a esa Resurrección, a esa Pascua, con la Cuaresma: cuarenta días de ayuno, penitencia y oración. Con la Septuagésima nos introducimos levemente en esa preparación: mortificación del cuerpo como dice San Pablo, “yo someto mi cuerpo, mortifico mi carne para que después de haber predicado no sea yo inducido en tentación y sea réprobo”.

Todo católico debe mortificar su cuerpo, sus sentidos, sus apetitos y el mundo de hoy enseña lo opuesto totalmente: placer, gozo, diversión. Mientras que el cristianismo nos dice sujeción, represión, mortificación del cuerpo con todos sus sentidos, el mundo de hoy predica lo contrario. Lo que demuestra una vez más el carácter y el sello anticristiano de la civilización moderna. Mucho menos entonces se comprenderá el significado de la Semana Santa, de la Cuaresma y de este preludio a la preparación de la Cuaresma con estos domingos iniciados hoy con la Septuagésima, o setenta días de preparación antes de la Resurrección.

Así como setenta años estuvo el pueblo de Dios en el cautiverio de Babilonia, lo mismo estamos nosotros, como cautivos a lo largo de este mundo hasta que se produzca la Pascua de Resurrección de todos nosotros, cuando nuestro Señor venga a juzgar y culmine todas las cosas para la mayor gloria de aquellos que Él ama; esa es la motivación y la esperanza que tenemos: vamos a resucitar al igual que nuestro Señor y resucitar como bienaventurados, no como réprobos. El sentido de la Septuagésima y después de la Cuaresma es, pues, la mortificación y la penitencia simbolizadas con el color morado.

En el evangelio de hoy vemos la parábola de los obreros que reciben todos un denario. Esta parábola pertenece al género simbólico. Un símbolo es una cosa real que representa otra cosa real. Las imágenes de las parábolas a través de un ejemplo que podemos ver o entender representan, muestran, una realidad sobrenatural, espiritual de las cosas de Dios, que no son tan fáciles de inteligir, que son verdaderamente un misterio. En apariencia, si juzgamos por la parábola parecería injusto lo que hace este Paterfamilias, quien les paga a todos por igual, cuando unos habían trabajado todo el día y los últimos apenas un rato, y, sin embargo, no fue injusto, porque lo convenido había sido que por todo el día pagaría un denario.

No comprendemos la bondad de Dios y no comprendemos la gran moraleja de esta parábola llena de esperanza, para que no desesperen aquellos que son llamados al último momento, a la última hora, y no se enorgullezcan los que son llamados desde el primer instante. Ese denario en definitiva vendría a ser el cielo igual para todos, convertidos desde el primer instante o en el último. Qué gran esperanza nos transmite la parábola de hoy, que al mismo tiempo es una lección contra el orgullo. Aquellos que han sido convertidos desde la primera hora y aquellos que sean llamados tarde, si oyen el llamado de Dios se salvan igual que los otros que fueron llamados desde el principio. Vemos que la bondad de Dios está muy lejos de una interpretación puramente material, igual a como en apariencia se puede juzgar si miramos las cosas así, como juzgaron los obreros que trabajaron todo el día en la viña.

Esta parábola tiene una gran dificultad. Algunos, yo no lo creo así, dicen que es una “extrapolación”, para en cierta forma esquivar la dificultad que tiene al terminar: “Los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros; muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Que los primeros sean los últimos y los últimos sean los primeros, no habría mayor dificultad, viendo lo que aconteció con el pago igual para todos, la salvación igual para todos sin importar si fueron contratados temprano o tarde; en ese sentido quedaron igualados y así es la igualación de la vida eterna, el cielo de la salvación tanto para los primeros como para los últimos, todos quedan equiparados. Pero la dificultad sigue al decir que: “muchos son los llamados y pocos los escogidos”, y la mayoría tiende a mal interpretar diciendo que son pocos los que se salvan, cuando de eso precisamente nuestro Señor no quiso jamás manifestar ni una palabra. Respecto a la salvación, si son muchos o pocos quienes se salvan y quienes se condenan, es un gran misterio de Dios.

Aquellos exegetas y predicadores, que los hay muchos y no de ahora sino desde mucho antes de que se produjera esta crisis, la mayoría interpretaba que eran pocos los que se salvaban, y no se dan cuenta que por interpretar estas palabras tomadas al pie de la letra, caen en el error de la predestinación protestante, que dice que: Dios llama a unos para el cielo y a otros, para condenación, al infierno; es el gran error de la justificación protestante y calvinista. Dios no llama a la salvación a muchos, nos llama a todos y todos no son muchos; Dios llama al cielo a todos los hombres y por eso murió por todos los hombres. La obra de la Redención es para todos los hombres, aunque a la hora de la salvación ya no sean todos sino muchos, como cuando se dice en la consagración del cáliz “pro vobis et pro multis”, no son pocos, aunque eso tampoco nos permita decir que son muchos, sencillamente no hay que tomar al pie de la letra “muchos los llamados y pocos los escogidos” como si fueran muchos los llamados (no todos) y pocos los que se salvan, lo que sería un grave error.

Lo que nuestro Señor quiere hacernos ver es que son muy pocos los escogidos de Dios en el sentido de la perfección, de la santidad. Son pocos los que hacen buenas obras y esa es la interpretación que da Santo Tomás; dentro de ese número de hombres que hacen buenas obras pocos son los santos, pocos son los píos, pocos son los virtuosos. Hay una gradación en la perfección cristiana, una cosa es ser virtuoso, otra cosa es ser pío y otra cosa es ser santo, porque el camino que lleva al cielo es estrecho, pero es ancho el que lleva al infierno; así entonces, nuestro Señor pudo decir “muchos los llamados y pocos los escogidos”; pocos, muy pocos los que siguen esa vida de virtud, menos aún esa vida de piedad y mucho menos esa vida de santidad a la cual Dios nos llama.

Pidámosle a nuestra Señora, a la Santísima Virgen, que esta crisis que desola a la Iglesia nos sea provechosa en sus efectos purificadores. Así como los metales se purifican y como el oro se acrisola en el fuego, así nosotros y la Iglesia misma conformada por hombres se purifique con el fuego de esta crisis, ya que bien mirada y sobrenaturalmente llevada es una crisis purificadora para aquellos pocos escogidos que quieren seguir el buen camino, mientras la mayoría va por el ancho de las malas obras. Que sea Ella, la Santísima Virgen María, quien nos ayude a mantenernos firmes, de pie, sin escandalizarnos de lo que acontece con los hombres de Iglesia dentro de la Iglesia, con su jerarquía, y del peligro que corremos por la presión que se ejerce sobre ese residuo fiel ante la prostitución de los demás.

Hago referencia a las dos mujeres de las que habla San Juan en el libro del Apocalipsis: la mujer vestida de sol que pare en el dolor y que por eso no es la Santísima Virgen María, como creen muchos erróneamente, con falsa piedad y poco seso. La Virgen no alumbra en el dolor; otra cosa es que esta imagen de la mujer parturienta que representa la religión fiel y perseguida en los últimos tiempos sea un símbolo que se pueda aplicar a nuestra Señora, no textualmente, porque sería herejía pensar que nuestra Señora dio a luz en el dolor a nuestro Señor. Y la otra mujer, la ramera o prostituta que cabalga sobre la bestia, que es la misma bestia que salió del mar, el Anticristo, y vestida de color púrpura, llevando en la frente la palabra “misterio” y que asombró a San Juan, esa mujer ramera es la religión, esta mujer en el Antiguo Testamento ha sido el Israel de Dios, como buena esposa o como mala mujer, pura o adúltera, es toda la historia del Antiguo Testamento.

Por eso la mujer significa la religión y estas dos mujeres significan el estado de la religión y la Iglesia en esos dos polos, el de la corrupción, la prostitución y el de la fidelidad. De ahí la gran persecución de esa religión prostituida, la gran ramera que cabalga montada sobre el poder de este mundo bebiendo el cáliz de su prostitución, de su profanación, el cáliz lleno con la sangre de los santos y de los mártires, como acontece hoy con la Roma modernista, progresista, que se ha prostituido, que persigue a la Roma eterna, a la Roma fiel, a la Roma que representa la Tradición Católica y que enarboló monseñor Lefebvre; esa Roma prostituida, corrompida, quiere destruir a la que es fiel. Ese es el peligro que corremos dejándonos seducir y esa obra de seducción –hay que decirlo–, la lleva a cabo el cardenal monseñor Darío Castrillón, colombiano zorro; lo que los europeos no pudieron hacer con monseñor Lefebvre, lo encargan hoy a un colombiano.

Colombia da para lo bueno y lo malo y de ahí la insistencia con que este cardenal está llevando a cabo su tarea, hacernos sucumbir, no me cabe la menor duda. Quien se acerca a una mujer corrompida, si no es para convertirla como lo hizo nuestro Señor con la Magdalena, cae bajo su seducción, pagando el precio de la apostasía; por tal razón monseñor Fellay ha pedido que se rece durante un mes la oración de la consagración de la Fraternidad al Corazón Doloroso e Inmaculado de la Virgen María para que acelere su triunfo, el mismo que Ella prometió en Fátima, triunfo que no podrá darse sin la intervención de Dios; no será un triunfo por mano de elemento humano, será una intervención de Dios, que tenemos profetizada con el segundo advenimiento de nuestro Señor. Sobre esto hay gran confusión y poca luz.

Sin embargo, los Padres de la Iglesia, durante los primeros cuatro o cinco siglos, tenían estas cosas como predicación común, por lo cual San Pablo, como todos recordamos, les dice que todavía no es el advenimiento de nuestro Señor, les da los signos y les habla de un obstáculo que nosotros no sabemos cuál es concretamente, pero conjeturamos esto, para estar alertas, ya que vivimos un tiempo extraordinario, una situación extraordinaria. Pero la verdadera expresión, la verdadera palabra no es esa, esa expresión tiene validez en un lenguaje común, pero en el lenguaje exegético, bíblico y profético, quiere decir que vivimos tiempos apocalípticos, últimos tiempos; así denominan las Escrituras a esta época anunciada, y que lo menos que podríamos decir es que es sorprendente, pero que bien mirada es apocalíptica, es una situación completamente anormal, fuera de los cánones de la Iglesia. Nos toca vivirla, purificarnos y esperar el triunfo de nuestro Señor, el triunfo del Inmaculado Corazón cuando Él venga a juzgar, por su aparición y por su reino, como dice San Pablo.

Pidámosle a nuestra Señora, la Santísima Virgen, que nos ayude a comprender todas estas cosas que se van aclarando a medida que los tiempos se van cumpliendo y que permanezcamos fieles a la Iglesia católica, apostólica y romana para salvar nuestras almas. +

BASILIO MERAMO PBRO
11 de febrero de 2001