San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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domingo, 13 de noviembre de 2011

DOMINGO VIGÉSIMO SEGUNDO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Escuchamos en este relato del evangelio cómo los fariseos permanentemente asechan y se confabulan contra nuestro Señor. Le mandan personas para que le pregunten, no con ánimo de saber la verdad sino de buscarle una caída y así tener justificación para acusarlo. Son muy insidiosos, capciosos, astutos, tal es el talante de ese pueblo. Y vemos cómo le preguntan a nuestro Señor si se debe o no pagar tributo, habiéndole antes reconocido que era verdad que llevaba con su palabra hacia el camino de Dios.

El dinero, el tributo, lo material, que en cierto modo tiene derecho, pero a Dios lo que es de Dios y nosotros tenemos en nuestra alma grabada la imagen de Dios; entonces, si yo doy la moneda que tiene grabada la imagen del César al César, tengo que darle mi alma que tiene grabada la imagen de Dios a Dios; ese es el significado de esta respuesta tan inteligente, tan sabia y tan astuta en el buen sentido, porque también, por otro lado, existe en las acciones humanas una mala astucia, la de usar la malicia indígena para el mal y no para el bien. Por eso nuestro Señor dice: “Sed prudentes como la serpiente y sencillos como las palomas”, porque la religión no quiere la ignorancia, la imbecilidad ni la estupidez, quiere que apliquemos esa misma sagacidad, esa misma astucia que tienen los hombres para sus negocios terrenales, que los tengamos nosotros como espirituales para las cosas de Dios, para defenderlo, para defender la Iglesia con inteligencia y con capacidad.

Para eso se nos dan las virtudes, los dones del Espíritu Santo; no olvidemos esos tres dones del Espíritu Santo que son ciencia, inteligencia y sabiduría y como San Pablo lo dice en la epístola, ahondemos en la luz de la inteligencia que él aplicó para defender el Evangelio con la exhortación y confirmarlo en los corazones de los fieles. En eso consiste la predicación, en defender la verdad con audacia y confirmar el evangelio en los fieles. Evangelio que hoy ya no se aconseja y eso hasta el día de nuestro Señor, hasta que Él venga, cuando sea la hora de su segunda venida, como lo dice San Pablo a los fieles de hoy.

Luego no olvidemos que si debemos dar al César lo que es del César, demos a Dios lo que es de Dios, no sea que lo que debemos a Dios se lo demos al diablo, a Satanás, porque él desea la condenación del alma por el odio que tiene a Dios, que nos tiene a todos. Así que no hagamos el juego al demonio; no dejemos que como una sirena con apariencia de belleza nos seduzca, nos haga sucumbir, esa es la tentación y el pecado.

Por lo tanto debemos saber resistir a los halagos con que se nos presenta en mil formas la insinuación al mal; no olvidemos que la televisión es el gran instrumento técnico para que ese mal y ese poder de seducción llegue a todos los rincones del mundo: en la choza más pobre o en el Amazonas hay un televisor; los indígenas andan con guayuco pero ven televisión. No nos dejemos halagar falsamente, busquemos las cosas de Dios y démosle nuestra alma porque ahí esta grabada su imagen, “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Pidamos a nuestra Señora, a la Santísima Virgen María, que con su ayuda e intercesión no olvidemos que somos de Dios. +

PADRE BASILIO MERAMO
4 de noviembre de 2001

domingo, 6 de noviembre de 2011

VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



Amados hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

En este domingo vigésimo primero después de Pentecostés, el Evangelio nos ofrece una parábola que podemos denominar parábola del deudor desaforado. Comenta San Jerónimo que en Siria y Palestina, de modo particular en la provincia de Siria, lugar donde nació Nuestro Señor, la gente era muy dada a comprender las cosas más que por la enunciación de un precepto, por comparaciones con imágenes de la vida real; por eso Nuestro Señor, para demostrar el principio que quiere enseñar a sus discípulos y a todos aquellos que lo seguían, en vez de formularlo,
relata esa parábola que al conocerla queda grabada en la mente del pueblo por su fácil comprensión.

El precepto consiste en perdonar a nuestros deudores, así como nosotros tenemos necesidad de ser perdonados por Dios. Es sencillamente lo que pedimos en el Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores"; seremos perdonados en la medida en que perdonemos y no seremos perdonados en la medida en que no perdonemos. Eso es lo que Nuestro Señor quiere mostrar en esta parábola. La desproporción entre la cantidad inmensa de los diez mil talentos que este hombre adeudaba al rey y el rey por pura
misericordia le perdona toda la deuda y lo deja libre. Y éste a su vez al consiervo, que le debía una pequeña suma, casi lo estrangula y lo manda apresar para que le pague.

Esa es la moraleja: la imagen muestra la misma situación de cada uno de nosotros con respecto a Dios cuando no perdonamos a nuestros hermanos que nos adeudan poca cosa. Por mucho que consideremos se nos ha hecho en contra, de palabra, obra o como fuere, no sería nada comparado con la inmensa deuda que tenemos con Dios. Deuda inmensa contraída por nuestros pecados y que tiene que ser pagada. Y lo que Dios nos pide es la cancelación de la mínima deuda que tengamos con nuestros posibles acreedores, nuestros prójimos. ¡Qué sencillo es ser perdonado! Y, sin embargo, que difícil es que perdonemos de corazón a los demás, sin rencores, sin que guardemos en el repliegue de nuestra alma el recelo, el resentimiento, y hasta el odio hacia los demás. Esos sentimientos conculcan incluso la paz social, la paz familiar y la convivencia de la sociedad; todo el mal se podría centrar allí en ese odio, en ese resentimiento, en esa falta de perdón; y ¿cómo pretendemos ser perdonados, si no perdonamos? Es absolutamente imposible, porque tendríamos la misma actitud ruin de este deudor desaforado.

Hay que ser ruin para no perdonar al que nos debe poco, cuando nosotros debemos mucho más a Dios y le pedimos clemencia y misericordia. Este es el estado del alma de este deudor que no quiso perdonar a su hermano, y ese estado de ruindad lo ejercemos nosotros cuando guardamos rencor, cuando guardamos odio, cuando no perdonamos de corazón. Y hay que aclarar una cosa: el perdón no es no ver la injusticia; sino el perdonar el mal cometido, lo que se perdona es al
pecador, lo que se perdona no es el error, es a quien yerra; se perdona al pecador pero no se hace desaparecer la injusticia ni el pecado ni el mal. Es cosa muy distinta. Y como todos somos pecadores, entonces todos debemos perdonar para merecer en retribución el perdón. Dicho sea de paso, con respecto a la traducción del "Padrenuestro" al español, que expresa con claridad, lo cual por cierto carece el francés, ya que nuestra lengua es mucho más rica y, por tanto, más precisa, cuando en español decimos "perdónanos nuestras deudas" y que ahora erróneamente,
contraviniendo la precisión de una verdad teológica, se reemplaza por "ofensas"; esta nueva versión no especifica con exactitud el sentido que tiene la deuda. Una deuda es un débito que hay que retribuir y la ofensa se perdona pero si no se retribuye el débito queda, aunque la ofensa sea perdonada queda el débito y por eso en la sana teología de la Iglesia siempre se ha distinguido entre la culpa y la deuda, entre la culpa o la ofensa y el débito o deuda que queda. Una persona que muere en estado de gracia, ¿por qué va al purgatorio si están perdonadas sus ofensas? Porque le quedan todas las deudas contraídas por los pecados mortales y veniales; a esto se
atribuye la existencia del purgatorio, porque no se ha saldado la deuda, no se es digno todavía de entrar en el cielo, se necesita purificar en el purgatorio la deuda, no la ofensa, a no ser la ofensa de los pecados veniales no perdonados aún.

Vemos, pues, cómo se van borrando en esas malas traducciones las verdades esenciales de la fe católica, se va quitando precisión y no por simple descuido, que ya sería una estupidez, sino porque en el fondo también la nueva teología niega el purgatorio y hasta el infierno. ¡Qué les va a importar ya hablar de deudas! ¿Cuáles deudas? Si "todos somos libres", nadie le debe nada a nadie, si con "la dignidad del hombre", "la libertad del hombre", "el hombre es soberano", "los derechos del hombre", "el hombre con su libertad", ¿qué deudas? Ninguna deuda, toda deuda
quedó cancelada. Eso es lo que enseña la teología liberal; barre con las deudas, con el débito que nos obliga a pedirle a Dios, para que a través de los sacrificios, la abnegación y las penalidades, purguemos en la tierra y purifiquemos nuestras almas aquí y no en el purgatorio que será mucho peor. Pero como el mundo de hoy es sordo a lo que no sea confort, goce, sensualidad; nada que comporte sacrificio, abnegación, renuncia; ese es el ideal del hombre moderno: "vivir para gozar", tal es el ideal pagano, ideal del renacimiento, que se llamó Renacimiento porque era el
paganismo que renacía después de la Edad Media; cuando el ideal del cristiano, del católico, es todo lo contrario: merecer el cielo a través del sacrificio, un programa muy distinto.

Para que paguemos, pues, nuestras deudas con Dios, perdonemos las ofensas y las deudas de nuestro prójimo y seremos perdonados. Así cumpliremos con el Padrenuestro, para rezarlo verdaderamente en paz, porque si dejamos esa ruina en el alma y guardamos ese egoísmo, esa falta de perdón, esa falta de generosidad, no podemos rezar en paz con Dios y dignamente el Padrenuestro.

Roguémosle a Nuestra Señora, la Virgen María, que nos dé la capacidad de perdonar a nuestros hermanos y que así Dios perdone nuestros pecados.

PADRE BASILIO MERAMO
5 de noviembre de 2000

domingo, 4 de septiembre de 2011

DUODÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Escuchamos en este evangelio cómo les dice nuestro Señor a los que estaban allí presentes que muchos desearon ver lo que ellos veían u oír lo que ellos oían y no lo vieron ni lo oyeron, muchos profetas y reyes.

Cómo es posible que muchos profetas y reyes del Antiguo Testamento hayan deseado ver y oír lo que ellos oían y veían, es decir, a nuestro Señor Jesucristo, al Mesías, y no sería porque de algún modo conocieran el misterio de la Encarnación, el Mesías encarnado y para conocer eso, también conocer el misterio de la Santísima Trinidad sin el cual es imposible la Encarnación de nuestro Señor como Hijo de Dios hecho hombre. Nos puede asombrar, porque hay un grave error muy extendido en medio del ámbito clerical y de los fieles; hay muchos predicadores y teólogos que afirman –y esto no es la primera vez que lo digo, pero lo repito para que se quede grabado–, hay, dicen, un error descomunal: que la diferencia entre nosotros, es decir entre el Nuevo y el Antiguo Testamento consiste en que nosotros conocemos la Encarnación y la Santísima Trinidad y en el Antiguo no se conocían.

Vemos, sin embargo, que nuestro Señor habla de muchos profetas y reyes que quisieron ver “lo que vosotros veis y oís y no lo vieron y no lo oyeron” y ¿cómo van a desear ver y oír sino es porque lo conocen de algún modo? Ese modo es la fe sobrenatural en la Santísima Trinidad y la Encarnación; entonces la diferencia no está, no consiste en un desconocimiento de esos dos misterios básicos para que haya la fe, si no en el modo de conocerlos. Es más, no sería la misma fe; una fe que no crea en la Trinidad y en la Encarnación no es la fe de nuestra religión, sencillamente no sería nuestra misma fe que la de Abraham, Isaac y Jacob. Para que sea la misma fe tiene que haber el mismo objeto. Pero por no seguir la explicación simple y profunda de Santo Tomás y sí seguir a veces modas teológicas que se imponen, o el prestigio errado de una comunidad, y que se hacen ley, moneda corriente y así pensamos que en el Antiguo Testamento no se había revelado la Santísima Trinidad. Sí se había revelado, lo que pasa es que no era una revelación explícita y pública para todos sino, como dice Santo Tomás, para los mayores, los patriarcas y los profetas, o como el rey David que escribió los Salmos directamente describiendo hechos de la vida de nuestro Señor, y que tenían la obligación de adoctrinar y de catequizar al pueblo. Ellos conocían el misterio de la Encarnación y por eso desearon ver lo que ellos veían y oían pero que no lo vieron ni lo oyeron.

También en otro pasaje dice: “Moisés deseó ver mi día”, entonces conocieron aquellos personajes esos dos misterios y el pueblo creía en ellos de un modo implícito, con lo cual la diferencia entre el Antiguo y Nuevo Testamento consiste en que en el Nuevo hay la explicitación para todos de lo que en el Antiguo no era para todos sino para unos pocos, puesto que el pueblo no estaba suficientemente preparado; era rudo y de difícil condición y así, entonces, se tergiversarían esos dogmas que no eran del conocimiento público y explícito para todos. Pues tan duros eran, que en cuarenta días de ausencia de Moisés los encontró adorando al becerro de oro; el mismo becerro que simboliza el espíritu judaico que anima al judaísmo y que debemos tener cuidado de no caer en él y resultar adorando el becerro de oro, el dinero; ambicionando el poder y las riquezas y las glorias de este mundo y no la gloria de Dios.

Por eso nuestro Señor les decía con estas palabras que eran privilegiados, que somos privilegiados, porque hemos visto a nuestro Señor, le hemos oído; en cambio ellos no, lo desearon pero no podían verlo ni oírlo.

Sale al paso un doctor y perito en la ley, y le pregunta a nuestro Señor qué tenía que hacer para salvarse y nuestro Señor le responde con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la ley? Y aquel responde magistralmente como doctor que era: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu espíritu” (no es que el alma sea distinta al espíritu, sino que es el alma espiritual, porque los animales también tienen alma, que es el principio de vida pero no es espiritual, es un alma material y por eso no son inmortales como es inmortal el alma del hombre. Los vegetales tienen alma vegetal y los animales alma animal y nosotros tenemos alma espiritual y por lo mismo inmortal).

Que adoremos entonces a Dios con todo nuestro ser y amemos al prójimo como a nosotros mismos, en eso se resumen los diez mandamientos de la Ley de Dios, pero este doctor, como buen judío y fariseo que conocía las Escrituras, las que no solamente hace falta conocerlas, sino interpretarlas rectamente, la destruía porque tenía un concepto errado de lo que era el prójimo, “¿y quién es mi prójimo?”. Porque para ellos el prójimo era sólo la familia, los amigos, los allegados, los conocidos y los seres queridos; pero el resto, los demás, no; esos no son mi prójimo y no me importan. Así entonces, aun con el conocimiento de esa ley de amor la destruían por no tener de ésta una correcta interpretación.

Por eso nuestro Señor les quiere mostrar que el prójimo es todo hombre con el que yo me encuentre en esta vida, y le relata el caso del hombre que es asaltado y lo dejan medio muerto en el camino y por allí pasa un sacerdote que debiera ser el primero en reconocer allí a su prójimo pero sigue de largo; pasa también un levita y sigue de largo y un “maldito” samaritano, como eran considerados los samaritanos para los judíos, que no eran judíos, ya que el concepto de “judío” viene desde la división de las diez tribus del norte, Samaria incluida, con las dos del sur, de Judá. De allí viene el nombre de judíos y samarios, los que fueron pisoteados y llevados al exilio y por eso los judíos los consideraban como réprobos, pero eran la misma Israel de Dios y, sin embargo, los consideraban como a lo peor.

Y este buen samaritano se compadece, lo ayuda, lo cura, lo lleva a la posada, le ofrece todo el auxilio que necesita y nuestro Señor le pregunta: “¿Quién de éstos crees que fue el verdadero prójimo?”. Y el doctor le responde: “El hombre que le ayudó”. A lo cual agregó Jesús: “Bueno, ve y haz tú otro tanto”. Hagamos nosotros otro tanto. Mi prójimo no es solamente mi familia, mis hermanos, mis seres queridos, o mis amigos, dice Jesús; sino todo hombre con el cual yo me tope y que esté en necesidad, que ocupe de mí y que yo le pueda ayudar, a eso me lleva el amor al prójimo sin el cual no hay el verdadero amor a Dios; este amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo que es su efecto y por eso no hay mayor expresión de amor que dar la vida por los demás, por la verdad, por Dios.

Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen, conservar ese amor a Dios y al prójimo en nuestros corazones para estar en condiciones de corresponder al amor que Dios nos tiene. +


Padre Basilio Méramo
26 de agosto de 2001

viernes, 2 de septiembre de 2011

¿DINOSCOPINO O VIPERINO? ¿A QUE JUEGA MONSEÑOR?


Es sorprendente la actitud y el lenguaje de Monseñor Williamson quien aparenta no estar muy conforme con los diálogos con Roma, manifestando cierto desacuerdo con ellos, pero, sin embargo, todo lleva a pensar que actúa como la pared del frontón para que rebote la pelota sin la cual no habría juego, pues de otro modo no se entiende cómo después de desviar hábilmente la atención en relación con la desactivación de la Fraternidad San Pío X y de toda la reacción y resistencia fiel a la Tradición Católica frente a la Roma modernista y apóstata, con sus declaraciones “políticamente no correctas”, que alborotaron el avispero, ahora con visos de resistencia y cierta oposición desmantela con lenguaje viperino, una categórica y firme oposición ante los acercamientos acuerdistas que se gestan, justo en estos momentos que se vería el
resultado o consecuencia de ellos en la próxima entrevista de Monseñor Fellay con sus dos asistentes adláteres, quienes integran la cúpula visible oficialmente de la Fraternidad.


Es evidente que la Roma liberal y modernista quiera absorber sin destruir toda resistencia que se oponga a su abominable apostasía, ya que sólo se destruye lo que se substituye, para lo cual ha esgrimido ladinamente conceptos tales como la obediencia, la autoridad y la legitimidad, ésta última que es lo que a todo precio y sobre todo quiere ostentar.

No hay nada que esté más en tela de juicio que la legitimidad de una autoridad que se prostituye cada vez más en el ejercicio de su gobierno y magisterio, los cuales están por el suelo ya que están puestos al mismo nivel de las falsas religiones, las que tienen por autor al Demonio (Salmo 95) príncipe de este mundo, al que subyuga bajo su imperio inspirando además a la Contra-Iglesia.

En la Iglesia, Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana, no hay obediencia ni autoridad, ni legitimidad que valgan para enseñar el error, ni mucho menos la herejía y la apostasía pontificando en contra de la Verdad Eterna de la Fe y del Dogma Católicos.


La Iglesia Católica es indefectible en su ser y en su enseñar por ser Divina, y no puede convertirse en madriguera de ratas voraces que conculcan y violan la verdad, lo cual es
el culmen del pecado contra el Espíritu Santo.

El lenguaje de Monseñor Williamson aunque aparenta otra cosa favorece sutilmente todo esto, al no decir claramente las cosas como son, e incluso al afirmar en su Eleison N° 215 (sin el Kyrie que es lo esencial, otra paradoja más del Dinóscopus) que en la Roma apóstata tienen buena fe y buenas intenciones, y por esta razón son simpáticos, amables y agradables.

La misma caricaturización que Monseñor Williamson adopta, con la singular y proverbial excentricidad inglesa, con forma de dinosaurio –Dinóscopus-, se presta para ridiculizar a la Tradición como un conglomerado desfasado de prehistóricos picapiedras trogloditas, cual fantástica historia de los legendarios y descomunales lagartos.


Claro está que sólo un desfasado troglodita, picapiedra, cual dinosaurio puede hablar de buenas intenciones de los enemigos de la religión y de la verdad, que como sabemos no interesan ni de ello se ocupa ni juzga la Iglesia (pues lo que se juzga son los hechos no las intenciones, que además, como dice el refrán: de buenas intenciones está lleno el infierno), y aunque estos enemigos tengan capa y mitra, ya que la tiara hace rato que no funciona ni aún simbólicamente con Benedicto XVI que la hizo desaparecer de su emblema pontifical sustituyéndola por una mitra cual un simple obispo más dentro del contexto democrático, lo cual no cambia las cosas sino que las agrava mucho más.


La sinceridad y la buena fe que les atribuye el Obispo Dinóscopus, (claro está que no goza de la vista de águila que caracteriza a San Juan Evangelista y Apocalepta) los hace simpáticos, agradables y amables, puesto que hacen el mal convencidos de hacer el bien (cosa típica de todo hereje modernista que aún se estime), llegando así al colmo de la contradicción característica de la mentalidad liberal anglo-protestante, como si fuera gente del común de la calle y no de altos prelados y jerarcas encumbrados de la actual cúpula vaticana.


¿A qué juega Monseñor Williamson?, pues su lenguaje tiende a favorecer una simpatía hacia aquellos que son los principales y peores enemigos de la Iglesia, aunque revestidos de autoridad y de poder. Todo el lenguaje que utiliza Monseñor Williamson favorece a la Pseudo-Iglesia que usurpa los Derechos de Dios, y que él de algún modo reconoce como verdadera y legítima.


Con todo su lenguaje y actitud por más que aparente una cierta disconformidad no se opone real ni contundentemente, sino que entreabre la puerta preparando las mentes a una simpática, amable y agradable apertura hacia aquellos con quienes se negocia un posible acuerdo legitimador.


P. Basilio Méramo
Bogotá , 1 de Septiembre de 2011

Defensa del Padre Castellani ante sus ignaros detractores.


A los indoctos e incultos que vilmente desprecian al Padre Castellani, con la
consabida apocaliptofobia, conviene recordarles lo que el reconocido escritor
Rubén Calderón Bouchet, dice en su prólogo al libro Las Canciones de Militis
del Padre Castellani, ya que es archisabido que la ignorancia es atrevida, y
peor aún cuando se la detenta desde el poder y con autoridad.

Quede claro lo que afirma don Rubén en su prólogo, del Padre Castellani: su
condición de teólogo y ortodoxia doctrinal, ante aquellos que hoy quieren
negarlo o ponerlo en duda al punto de encontrar oposición y alejamiento ante
los Padres de la Iglesia.

Aunque muy lamentablemente toca señalarlo, su hijo, el Padre Alvaro
Calderón, no lo sigue en ésto, como digno discipulo de su venerable padre,
que admiraba al P. Castellani.

Basilio Méramo Pbro.
























domingo, 28 de agosto de 2011

DOMINGO DECIMOPRIMERO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS




Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:



Escuchamos en esta parábola el relato del milagro que nuestro Señor hace al sordomudo, lo cual está también consignado en el rito del bautismo, cuando recibimos la fe, imitando el sacerdote el gesto que hace nuestro Señor con el sordomudo para que oiga y hable.



Vemos cómo nuestro Señor no era un buscador de la fama, haciendo milagros para ganársela, como lo haría cualquier brujo de hoy, o cualquier charlatán. En consecuencia, nuestro Señor lo lleva aparte, fuera del gentío, del tumulto y pide que no lo cuente, que no lo diga a nadie; pero era en vano, porque entre más hacía esa recomendación, más se divulgaba ese milagro que había sorprendido al pueblo. Y con este milagro del que la Iglesia toma parte para el rito del bautismo, nuestro Señor quiere mostrar la génesis de la fe, el origen de la fe, cómo la fe entra por el oído, por la palabra de Dios.



Pero cómo van a tener fe si no oyen, y cómo van a oír si no predican. De ahí la esencia de la predicación del evangelio en manos de los apóstoles, de los obispos y de los sacerdotes como ministros auxiliares del obispo, que para eso están los obispos, para eso está la jerarquía de la Iglesia, para predicar la palabra de Dios que engendra la fe. Por tal motivo los predicadores de la Iglesia primitiva eran considerados padres de la Iglesia, porque engendraban en la fe, que no es primeramente algo natural, una creencia natural, tampoco es un sentimiento religioso natural que tengo en el fondo del corazón, no.



No es un sentimiento como pensaban los protestantes, un sentimiento vuelto confianza; ni como piensan los modernistas que es un sentimiento religioso del cual se tiene experiencia en el corazón, no. Tampoco es el sentimiento de la falsa beatería. Es una adhesión firme de la inteligencia a la verdad revelada. De ahí su importancia. Hay una relación de nuestro ser con la verdad. Por lo que Santo Tomás define el objeto de la fe diciendo que es la verdad primera, que es Dios, en cuanto Él es la verdad suma y primera. Esa adhesión de nuestro ser, de nuestra inteligencia a la verdad que es Dios veritas prima, a esa verdad primera de Dios, no natural sino sobrenatural, claro está, esa adhesión se opera por el movimiento de la voluntad guiado por la gracia, y es un misterio. Hay esa adhesión de la inteligencia a la verdad movida por la voluntad pero por la gracia de Dios, y es un misterio.



Mas no porque sea un misterio vamos a tener un concepto erróneo, como el de los protestantes que confunden fe con confianza, que a lo sumo sería esperar, pero la esperanza sobrenatural es otra virtud; tampoco se puede confundir con un falso sentimiento religioso que se experimenta en el fondo del corazón, sino que es una relación trascendental con Dios como verdad primera; ese es el objeto material de la fe. Y ¿por qué adherirnos?, ¿cuál es el motivo formal por el cual adherirnos? La autoridad misma de Dios que revela, que así lo dice, que así lo manifiesta realmente, testimonio de Dios, en cuanto es veraz y sabemos que es sabio.



Hoy en día, cuánta gente al hablar de la fe manifiesta un concepto protestante, la pierde volviéndose ateo teórico o práctico, o indiferente; hace de la fe una cuestión de sentimiento y como cada uno tiene lo suyo, entonces cada uno tiene su fe y qué grave error es eso. Si desobjetivizamos la fe, ya no es la verdad Dios, no se puede olvidar esa relación trascendental con Dios como verdad primera, suma, a la cual nos adherimos movidos por la gracia; por eso es un don infuso, un don sobrenatural, un regalo de Dios, que debemos conservar, mantenerlo siempre vivo, adhiriéndonos a Dios y creyendo en su palabra.



¿Y qué viene entonces a ser la Iglesia? La Iglesia viene a ser el criterio sin el cual no hay fe, viene a ser la condición sin la cual no hay fe; condición esencial para que haya la fe, pero no el motivo formal, que es Dios dando testimonio de sí mismo; ni el motivo material que viene a ser el objeto material que es Dios proponiéndose como la verdad primera sobrenatural y esa verdad primera incluye todos los misterios que atañen a Dios directamente: la Santísima Trinidad, la Encarnación, todos los dogmas que se incluyen implícita y explícitamente en la Revelación. La Iglesia es como el faro, como la brújula, infalible de esa fe; el medio necesario por el que recibimos la fe, y por eso si se la rechaza no hay fe, no se tiene fe, no creemos a Dios que nos revela.



Y aquí hay también algo que aclarar: no se trata de la revelación externa simplemente contenida en la Tradición y en la Biblia, que eso sería condición también para que nuestra inteligencia, nuestro intelecto, conociendo suficientemente esa revelación externa hecha por Dios a la Iglesia, que nos la transmite infaliblemente y por eso es criterio, condición sin la cual, no obstante, debo reconocerlo, se debe adherir, asentir a esa palabra interior que se revela en mí. Entonces no es tanto la revelación exterior, el oído externo, sino el oído interno, reconocer en mi corazón, en lo profundo de mi alma que es Dios quien está diciendo “aquí estoy”. Por eso hay tanta gente que conoce la revelación externa y sin embargo no tiene fe.



Tenemos el ejemplo de San Pablo, que creyó en nuestro Señor cuando Él le dijo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Y Saulo le responde: “Señor, ¿qué quieres de mí?”. Esa es la respuesta interna, íntima, interior, de aceptación, de adhesión a la autoridad, al testimonio, a la palabra de Dios, que es Él quien me está diciendo: “Soy Yo, ¿crees en mí?”. La otra respuesta es el rechazo, se cierra la puerta y no se quiere oír.

¡Maldito sea, entonces! Por eso la gente se condena, rechaza a Dios y hay que ver cuántos tienen bien trancado su corazón.
De ahí el misterio y la gracia de que nosotros tengamos la fe y que no la perdamos, que reconozcamos ese tesoro, que se mantenga en nuestro corazón, en nuestra inteligencia, esa verdad revelada y ese testimonio a la palabra de Dios y si no lo conservamos, en vano habremos creído, como dice San Pablo. Gran drama de la hora presente, en que no hay fe, en que la jerarquía de la Iglesia no profesa la fe católica, apostólica y romana; sencillamente no hay profesión de la fe, ni conservación ni custodia de la misma, porque para eso creó nuestro Señor a la Iglesia, para que ese tesoro sea guardado, custodiado, defendido y profesado, para que la Iglesia nos instruya en la fe, la proponga suficientemente y se adhiera a la autoridad divina de Dios.



Hay una verdadera claudicación de la jerarquía en esta misión sacrosanta de custodiar y conservar para transmitir infaliblemente la verdad revelada, y esto ha sido posible solamente por un misterio de iniquidad digno de los últimos tiempos, próximos a la venida de nuestro Señor Jesucristo. Ese solo hecho basta para mostrar los tiempos apocalípticos que se viven, sin saber si serán de corta o larga duración, pero que son apocalípticos a la luz de la fe, y de otro modo no se entiende, ni se acepta ni se tiene el espíritu de combate contra el error. Por eso, la claudicación de aquellos que debieran defender la verdad, porque no están a tono con los signos de los tiempos, porque en definitiva, y da vergüenza decirlo, no saben dónde están parados, perdieron el horizonte, el norte, la brújula, no saben, ¡qué ignorancia!



Son culpables, porque se tendría que saber, porque todo está por suceder, todo está profetizado, lo que pasa es que hay que saber, primero creer y ver, pero hoy ya ni se ve ni se cree y he ahí el drama de la pérdida de fe, hasta que culmine la gran apostasía anunciada por nuestro Señor: “Cuando venga, ¿acaso encontraré fe sobre la tierra?”.



Y en esa fe conservada en pocos corazones representando la verdadera Iglesia de Dios, dispersa por el mundo, en esas pocas almas fieles a Dios, allí estarán el testimonio y la visión y el verdadero amor a nuestro Señor; de ahí la importancia de esa fidelidad, de pertenecer a esa Iglesia reducida a un pequeño rebaño. Lo estamos viendo hoy cada vez más. ¿Qué es la Tradición? Un pequeño rebaño de fieles perseguidos, tildados de lo peor, excomulgados como rebeldes. Pidamos a Nuestra Señora su intercesión para permanecer siempre fieles a Cristo. +






Padre Basilio Méramo.
19 de agosto de 2001

lunes, 22 de agosto de 2011

LA MISA SACRAMENTO DE LA PASION Y MUERTE DE CRISTO RENOVACION DE LA MUERTE EN LA CRUZ



La Santa Misa es el Santo Sacrificio de la Cruz renovado incruentamente sobre el altar, es larenovación incruenta del Sacrificio del Calvario.

La realidad del Sacrificio de la Misa no es sólo natural, ni únicamente sobrenatural, sino que es un tercer orden donde se conjugan lo natural y lo sobrenatural conjunta e inseparablemente, es la realidad sacramental que como todo sacramento es un signo sensible (natural) que produce exopere operato (por la acción misma realizada u operada) la gracia que significa.

La Santa Misa es una realidad sacramental, a tal punto que en español se llegó a decir o hablar de Jesús Sacramentado para referirse a la Sagrada Hostia consagrada.

La Santa Misa es una realidad sacramental que consiste en un verdadero y real sacrificio
sacramentalmente realizado por la acción sacramental del sacerdote que es alter Christus
sacramentaliter, otro Cristo sacramentalmente por efecto de la gracia sacerdotal, que es una participación específica de la gracia de Unión Hipostática de Cristo como también Monseñor Lefebvre lo menciona en su Itinerario Espiritual (y que Monseñor Tissier, dicho sea de paso, se da el lujo de refutar en el libro que hizo sobre su biografía), y no una participación general de la gracia de Cristo como algunos teólogos no muy lúcidamente creen.

La Santa Misa como sacrificio real y verdadero es un sacrificio sacramentalmente realizado, es decir no es un sacrificio natural, físico y cruento, sino sacramental e incruento, con realidad substancial.

El vocablo cruento indica derramamiento físico de sangre, de aquí que el término incruento significa que no se trata de un derramamiento de sangre físico o natural, lo cual no significa que no haya efusión de sangre sacramentalmente (no natural, sino sacramental) que es el punto que algunos teólogos no han suficientemente captado y considerado.

Así el padre Garrigou-Lagrange, entre otros, hablan de efusión sacramental en la Santa Misa en el Sacrificio de la Misa, lo cual es evidente para que se pueda hablar de verdadero y real sacrificio sacramental, ya que no hay sacrificio pleno sin efusión o derramamiento de sangre tanto en la Cruz como en la Misa, pero de modo distinto. Para que se pueda hablar de Sacrificio de la Misa es evidente que tiene que haber sangre, su efusión o derramamiento, pero con la diferencia de ser sacramental y no física o natural como lo fue en la Cruz.


Si hay, como es así, efusión de sangre sacramental en el Santo Sacrificio de la Misa, es claro que también tiene que haber muerte del mismo modo, pero muerte no física y natural (cruenta) sino muerte sacramental real y verdadera, operada por la doble consagración separada que significa y causa el estado de efusión sacramental de la sangre y el estado en consecuencia de muerte sacramental. Esta efusión y muerte sacramental es lo que se realiza (renueva) en el Santo Sacrificio de la Misa, lo cual significa que la Santa Misa es la renovación sacramental de la Muerte de Cristo en la Cruz representada (vuelve a hacerse presente, hace presente) sobre el altar. De aquí que algunos teólogos hablan de muerte mística, aunque por la expresión misma el término místico no es muy contundente y preciso dada su amplitud.


En la Santa Misa no hay muerte física (natural, sensible, visible), pero sí hay muerte
sacramental (o estado de muerte sacramental), hay inmolación sacramental, hay efusión de sangre sacramentalmente derramada (separada).En la Santa Misa hay inmolación sacramental por la destrucción de la víctima que está muerta (cuerpo sin sangre) con muerte sacramental, o estado de muerte que se ha renovado sacramentalmente. Hay muerte sacramental realizada por la separación sacramental del Cuerpo y la Sangre. Hay efusión de sangre derramada sacramentalmente por la separación sacramental del Cuerpo y la Sangre consagrados separadamente. Hay sacrificio sacramentalmente realizado por la representación sacramental que renueva el Sacrificio del Calvario bajo las especies separadas del pan y del vino. Hay representación sacramental (por la renovación sacramental) de la muerte (física, natural) de Cristo en la Cruz por la separación sacramental del Cuerpo y de la Sangre operada por la doble consagración.


Renovar es hacer algo de nuevo, realizarlo de nuevo; es hacer nuevamente lo mismo, hacer de nuevo algo del pasado, y en este caso, hacer de nuevo el hecho histórico de la muerte de Cristo en la Cruz, de modo incruento sacramental. Representación (representar) es hacer presente, se hace presente nuevamente lo acontecido en la Cruz, el estado de muerte que hubo en la Cruz por el derramamiento (efusión) de la Sangre que se separó del Cuerpo. La representación puede ser por sí mismo o por otro gramaticalmente hablando, pero hay que tomar el término representar en su sentido clásico y no moderno, y mucho menos modernista. Representación hay que tomarlo en sentido teológico según Santo Tomas y según el Concilio de Trento.


Cuando se habla de símbolo se refiere a las apariencias o las especies, accidentes del pan y del vino, pero bajo estas especies (apariencias o accidentes) hay una realidad presente
substancialmente: el Cuerpo y la Sangre separados sacramentalmente, que representa también sacramental y substancialmente la Pasión y Muerte de Cristo sobre la Cruz. Los símbolos (signos simbólicos) señalan o se refieren a las especies (accidentes) del pan y del vino, que son signos de las especies, es un símbolo de la realidad sacramental. La inmolación (sacramental) operada por la doble consagración que separa la Sangre y el Cuerpo (ex vi sacramenti), es la separación sacramental que constituye la esencia del sacrificio sacramental realizado en la Misa, y no hay que confundirla con el símbolo.


Sin inmolación no hay sacrificio de la Cruz, ni de la Misa, y esa inmolación se realiza con la
muerte. Sin muerte no hay sacrificio de la Cruz. Así, en la Misa para que sea un real y verdadero sacrificio, el mismo de la Cruz, tiene que haber muerte, no cruenta sino incruenta o sacramental;pues sin muerte sacramental no hay sacrificio de la Misa. No basta la presencia substancial, sino que debe haber, además, la separación del Cuerpo y de la Sangre, lo cual se realiza sacramentalmente por la doble consagración por separado. Esto es lo que la Misa representa y renueva sacramental y substancialmente como Sacrificio propiciatorio real y verdadero.


Pero el estado de muerte sacramental requiere no sólo la presencia real del Cuerpo o de la
Sangre de Cristo bajo las especies, sino además la efusión sacramental sin la cual no hay muerte, ni sacrificio, ni inmolación en la Misa, y esta efusión es la que se realiza por la doble consagración sacramental que separa el Cuerpo y la Sangre de Cristo. En la Cruz hubo efusión física, en la Misa hay, cada vez, efusión sacramental. Ambas efusiones son reales, la una con realidad física, natural, la otra con realidad sacramental, tan real la una como la otra, cada una en su orden.


De nada vale decir que en la Misa hay sacrificio real y verdadero, luego que hay inmolación, si no se tiene claro y se concibe que se trata de una efusión sacramental y de una muerte sacramental, y esto es lo que permite afirmar que la Misa es un verdadero y real sacrificio, una verdadera y real inmolación incruenta. Sólo así puede haber el mismo y único sacrificio de la Cruz representado y renovado sacramentalmente sobre el altar, con lo cual se representa y se renueva la misma muerte de la Cruz sobre el altar de modo sacramental o incruento.


La muerte de Cristo en la Cruz es hoy un hecho pretérito (el Jueves Santo día de la Cena antes de la Pasión, sería un hecho futuro). La Misa en tanto sacrificio real y verdadero renueva el mismo hecho pretérito sobre el altar por la representación sacramental no natural, ni física, ni violenta ni cruentamente, sino incruentamente por la separación sacramental del Cuerpo y de la Sangre que expresan substancialmente la muerte; realizan actualmente el estado de muerte que aconteció en la Cruz. El estado de muerte es producido por la doble transubstanciación produciendo la separación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo por la fuerza o virtud del sacramento, que están real y substancialmente presentes bajo las especies (apariencias accidentales) del pan y del vino. Las especies o accidentes son signos o símbolos de la Pasión y Muerte en la Cruz. Esta separación sacramental renueva, reproduce y representa real y verdaderamente la muerte, de modo sacramental e incruento. Hay entonces muerte sacramental, inmolación sacramental y efusión sacramental de la sangre, sin lo cual no habría ni podría haber real y verdadero sacrificio de la Santa Misa.


Al definir la Misa como la renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz, se vuelve lógico y
evidente señalar que la Misa es la renovación incruenta de la muerte de Cristo sobre la Cruz, pues el Sacrificio de la Cruz es justamente de la muerte en la Cruz donde derramó su Sangre por nosotros. Luego esta muerte y efusión de sangre que caracteriza la Muerte en el Calvario tienen que darse en la Misa pero de modo sacramental, incruento, por lo cual en la Misa se renueva la efusión de sangre incruentamente, sacramentalmente.


La muerte simbólica es lo visible, lo que se ve de las especies del pan y del vino separados, pero esta muerte no agota la realidad sacramental, pues la muerte sacramental por la separación del Cuerpo y de la Sangre es la que representa la Muerte en la Cruz, el estado de muerte sobre la Cruz, donde murió Cristo física y naturalmente derramando su Sangre. Esta misma Sangre separada del Cuerpo representa sacramentalmente la Muerte de Cristo en la Cruz, su Pasión y su Muerte. No es sólo el símbolo de las apariencias (accidentes) del pan y del vino (muerte aparente), si no la realidad substancial del Cuerpo y de la Sangre de Cristo separados por la doble consagración y causados por la doble transubstanciación, lo cual representa la muerte sacramental de Cristo. La muerte simbólica (visible) o muerte aparente (lo que aparece, es decir los accidentes) no es la muerte sacramental, la cual no se ve, pues la substancia del Cuerpo separado y de la Sangre derramada de Cristo no se ven.


No hay que confundir inmolación, sacrificio, efusión y muerte simbólica por las especies (visible por las apariencias o accidentes del pan y del vino), con la inmolación, sacrificio, efusión y muerte real sacramental, de la realidad substancialmente presente en estado de muerte sacramental. La Misa es un misterio sacramental y el misterio sacramental más grande que existe (mysterium fidei). Cristo no muere como persona (Divina) que es, si no como hombre cuya Alma se separó de su Cuerpo muriendo en la Cruz, muerte que aconteció por la efusión de su Sangre separada del Cuerpo; por eso algunos, fijándose más en la Persona Divina y en el estado actual de su Cuerpo glorioso hablan de muerte aparente pensando más en esto que en la humanidad de Cristo al referirse a la Misa. Pero hablar de muerte aparente implica que todo es también aparente: el sacramento, el sacrificio, la inmolación, y esto es puro protestantismo y modernismo. Lo sacramental es tan real como lo natural (material o espiritual) y lo sobrenatural.

Nuestro Señor no vuelve a morir, ni vuelve a sacrificarse de nuevo en cada Misa, como si
volviese a morir otra vez, y así para evitar este error algunos hablan de muerte aparente. En cada Misa vuelve a reproducirse, a realizarse nuevamente el mismo sacrificio, la misma inmolación y la misma muerte pretérita (de la Cruz), luego hay en cada Misa sacrificio, inmolación y muerte sacramental, y en este sentido se reproduce lo mismo, se realiza lo mismo una vez más. Por esto la Misa es la renovación incruenta del Sacrificio de la Cruz. La Misa es la efusión sacramental de la Sangre de Cristo. La Misa es la representación sacramental de la muerte de Cristo. En la Santa Misa se renueva sacramentalmente el estado de muerte que Cristo tuvo sobre la Cruz hace 2000 años. Sin efusión de sangre no hay remisión de los pecados: “Sine sanguinis effusione non fit remissio, Hebr.” (S. Th. III, q.69, a.1, ad 2), como tampoco hay aplicación de esa remisión de los pecados sin efusión sacramental de la Santa Misa, es evidente.


Debe quedar claro que en el Santo Sacrificio de la Misa no hay muerte aparente sino muerte real sacramental, o estado de muerte real sacramental, no una nueva muerte, otra muerte, sino la misma de la Cruz reproducida, repetida o renovada sacramental y substancialmente. Citamos el siguiente texto de Santo Tomás de Aquino, que basta y es suficiente: “Eucharistia est sacramentum passionis Christi” (S. Th. III, q. 73, a.3, ad 3). La Misa es el sacramento de la Pasión de Cristo, luego de la muerte, es evidente. Por esto la Misa es la representación sacramental de la Muerte de Cristo, es la renovación sacramental de la Muerte de Cristo. La Misa es la representación sacramental real y verdadera del drama de la Cruz, de la inmolación de Cristo en la Cruz, de la efusión de la Sangre derramada en la Cruz, de la muerte de Cristo en la Cruz, de la Pasión y Muerte de Cristo en el Calvario.


Es más que un símbolo que se ve, es el misterio sacramental que no se ve cuya substancia si bien no se ve está presente bajo las especies, apariencias, accidentes del pan y del vino; la presencia substancial no se ve, pero está ahí en estado de inmolación, de sacrificio, de efusión de sangre y de muerte sacramentales. En la Misa hay Sacrificio y Muerte sacramental pero no hay deicidio. El sacerdote sacrifica pero no es deicida al renovar sacramentalmente en cada Misa el Sacrificio del Calvario. No hay deicidio al realizar el sacrificio sacramentalmente, es un sacrificio puramente sacramental. Por esto no hay que confundir Sacrificio natural cruento de Cristo y Sacrificio Eucarístico de Cristo.


La Misa es un sacrificio sacramental que renueva y representa la muerte en la Cruz; la Misa es el sacramento de la Muerte de Cristo, pero Nuestro Señor Jesucristo no está en la Misa
nuevamente muriendo aparentemente, ni realmente tampoco, pues no vuelve a morir otra vez. El cuerpo de Cristo está en estado de muerte sacramental lo cual representa la muerte física en la Cruz, de modo sacramental, incruento, renovándose así la muerte sacramental, por lo cual en cada Misa se realiza y se causa la muerte substancialmente. Hay muerte sacramental o estado de muerte sacramental sin que vuelva de nuevo a morir una segunda o enésima vez. Cristo no vuelve a morir de nuevo (nuevamente), lo que se realiza de nuevo es el estado de muerte que tuvo en la Cruz. Cristo no se sacrifica, ni se inmola, ni muere de nuevo; en la Misa se vuelve a reproducir el sacrificio, la inmolación, la efusión y la muerte de Cristo que hubo en la Cruz de modo sacramental. Tenemos, así, el mismo sacrificio, la misma inmolación, la misma efusión, la misma muerte substancialmente que hubo en la Cruz, renovándose la muerte y representándose de nuevo de modo sacramental, incruentamente.


Es gracias a la realidad substancial, sacramental (no puramente simbólica), que se puede
realizar la misma realidad de orden físico o natural, pero de modo sacramental.


La Misa es la representación de la muerte en la Cruz, la misma muerte pretérita del Calvario, renovada, representada, vuelta presente, presentada nuevamente sin sufrir ni morir. La muerte está producida substancialmente, es decir, se renueva sacramentalmente la efusión o derramamiento de la sangre, substancialmente presente por la transubstanciación.


¿Por qué se habla o debe hablar de muerte en la Misa? Porque en virtud de las palabras sacramentales o forma del sacramento se consagra (ex vi sacramenti) el Cuerpo y la Sangre separados, y esto constituye la muerte sacramental realmente y no aparentemente, pues tenemos sacramentalmente el Cuerpo sin Sangre y la Sangre separada del Cuerpo, por efecto directo de la transubstanciación. Aunque por concomitancia, allí donde está el Cuerpo está la Sangre y viceversa, junto con el Alma y Divinidad, pues está Cristo todo entero. No hay que confundir lo real natural con lo real sacramental. Hay que distinguir como hace Santo Tomas entre ex vi sacramenti y ex naturale concomitantia, lo uno pertenece a la realidad sacramental y lo otro a la realidad natural, física.


Lo real no excluye lo sacramental ni la muerte real a la muerte sacramental; lo real excluye el no ser; real es lo que es, y lo no real es lo que no es: la nada; todo lo sacramental tiene un ser sacramental, una realidad substancial, de lo contrario no se podría hablar de presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Sagrada Hostia. Negarlo es una herejía.


Cuando San Pedro Eymard o algún otro dice que no hay muerte real esto quiere decir que no hay muerte física, natural; y cuando habla de muerte mística quiere decir más exactamente muerte sacramental; pero esta muerte es real según la realidad sacramental, representativa, significativa y causal.


Si la Sangre está separada del Cuerpo es porque por lo menos en algún momento o instante se separó del Cuerpo, y en esta separación consiste el derramamiento o efusión de sangre, sea física o sea sacramental, y esta separación producida sacramentalmente por las palabras de la consagración, constituyen la efusión sacramental.

La transubstanciación (la conversión de la substancia) del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo termina directamente en el Cuerpo sin Sangre y sin Alma, ni Divinidad, y de la Sangre derramada, sin el Cuerpo ni Alma, ni Divinidad. Es la substancia únicamente del Cuerpo y de la Sangre sin más, lo causado por la transubstanciación. Todo lo demás viene a estar por natural concomitancia, es decir, lo que esta naturalmente unido, actualmente, ahora (la realidad física actual).


El Cuerpo y la Sangre están separados sacramental y realmente, y está mal decir que están
separados sacramentalmente pero no realmente; lo sacramental y lo real no se oponen, lo que se opone o distingue es lo natural y lo sacramental. Negar la realidad sacramental es
protestantismo puro y herejía modernista.


Hay tres realidades o tres órdenes distintos de la realidad: la natural, la sobrenatural y la
sacramental. El orden sacramental nace del matrimonio indisoluble entre el orden natural y el orden sobrenatural. La Encarnación es el matrimonio indisoluble de lo natural creado con la Divinidad increada unidos en Cristo por toda la eternidad.


Lo místico y lo simbólico pueden referirse y aplicarse a cualquiera de estos tres órdenes de lo real, que son el natural, el sobrenatural y el sacramental. Lo sacramental es tan real como lo es lo natural y lo sobrenatural.


La muerte sacramental de Cristo en la Eucaristía, en el Sacrificio Eucarístico, o Sacrificio de la Santa Misa, es una muerte real, no física ni natural, sino sacramental, incruenta, es un estado de muerte real sacramental, pues el Cuerpo de Cristo y su Sangre están realmente presentes y separados substancialmente por la doble consagración por fuerza y efecto causal de las palabras sacramentales de la forma sobre la materia, no están en la propia y natural especie (cuerpo vivo, sangre viva circulando por las venas) sino en estado de muerte, de separación sacramental. Por estado natural Cristo está vivo en el cielo, por estado sacramental está muerto, en estado de muerte sacramental. Su Cuerpo está separado de su Sangre sobre el altar, aunque por natural concomitancia el Cuerpo está vivo y glorioso y así tenemos Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad bajo cada especie consagrada, pero esto no es por efecto causal de la transubstanciación, que termina directa y únicamente en la substancia del Cuerpo exangüe, muerto, y la substancia de la
Sangre derramada, por efecto causal sacramental: ex vi sacramenti.


Cristo, la Verdad Eterna nos dejó con su Pasión y su Muerte el testimonio del sacrificio de la Cruz y su prolongación sacramental en la Santa Misa. La verdad conocida y asumida en el amor nos lleva inexorablemente al don de sí hasta la inmolación y la muerte, que nos dejo Nuestro Señor como testamento sacramentalmente.


No hay que confundir símbolos, signos, accidentes sacramentales (apariencias de pan y vino): sacramentum tantum, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, o sea la substancia del Cuerpo y la Sangre: res et sacramentum; ni confundir la gracia: res tantum, que es el efecto sobrenatural, con el Cuerpo y la Sangre substancialmente presentes en estado de victima muerta, Christum Passum.


Tenemos, así, la doble consagración que realiza la transubstanciación, esta conversión milagrosa y sobrenatural de todo el ente (toda la substancia entitativa) del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, ex vi sacramenti únicamente, y por real o natural concomitancia (lo que está realmente unido) ex naturali concomitantia, tenemos el Alma y Divinidad. La efusión de la sangre derramada (separada) sacramentalmente representa (hace presente) la victima muerta, y por eso se la menciona en la forma de la consagración de la sangre.


La muerte de Cristo consiste en la separación de su Cuerpo y de su Sangre, la cual representa (hace presente) la muerte de Cristo sacramentalmente. Es el misterio de fe del Cuerpo y de la Sangre de Cristo substancialmente presentes y sacramentalmente separados; es el misterio de fe, de la muerte substancial (del estado de muerte substancialmente) representada, renovada sacramentalmente.


Hay que notar que por la virtud del sacramento lo que se convierte es el pan en el Cuerpo y nada más, y lo mismo con el vino que se convierte en la Sangre y nada más; todo el resto está presente por real o natural concomitancia. Esta separación sacramental le confiere el estado de víctima muerta sacramentalmente, aunque esté vivo y glorioso físicamente en el cielo, ahora, actualmente; pero no fue así los tres días que estuvo su cuerpo muerto en el sepulcro.


El término de la transubstanciación del pan, es el Cuerpo (la substancia del Cuerpo) de Cristo; el término de la transubstanciación del vino, es la Sangre (la substancia de la Sangre) de Cristo, y nada más; todo lo demás que hay es por concomitancia (ex reali concomitantia o ex naturali concomitantia), pero no por la virtud del sacramento (ex vi sacramenti), y se realiza sacramentalmente, esto es según la virtud significativa (S.Th. III, q.78, a.2, ad 2).


Cuando Santo Tomas habla de pasión habla de efusión de sangre, pues la efusión pertenece
directamente a la pasión de Cristo: “Effusio sanguinis directe pertinebat ad ipsam Christi
passionem” (S. Th. III, q. 74, a.7; ad 2). La Sangre fue separada del Cuerpo por la pasión. No hay pasión de Cristo sin efusión de sangre y sin muerte.


El sacrificio de la Misa es esencialmente la representación sacramental de la Pasión de Cristo, esto es de la muerte por la separación de la Sangre, es la renovación substancial de la muerte de Cristo, es la representación sacramental y substancial de la muerte de Cristo.
Para evitar en lo posible confusiones terminológicas que alteren erróneamente los conceptos conviene recordar las siguientes observaciones o aclaraciones.


El vocablo renovar puede entenderse de una u otra forma: hacer presente o hacerse presente de nuevo, nuevamente, sea por sí mismo en persona o la cosa misma (según el caso); sea por otro u otra cosa: figura, imagen, símbolo, etc. No confundir los símbolos de muerte (accidentes) con la muerte sacramental (o estado de muerte) substancial.


El término renovar puede entenderse, también, de dos formas o maneras distintas: hacer de nuevo o nuevamente lo mismo, la misma cosa pasada (pretérita), repetir lo mismo; o hacer de nuevo, nuevamente algo una segunda o tercera o enésima vez, repetir lo mismo pero otra vez, un segundo, tercer o enésimo hecho, no el mismo hecho sino otro.


El término místico puede aplicarse a lo natural y físico, así como a lo sobrenatural, además del sacramental. El término real puede referirse al orden natural (tanto material como espiritual), y puede aplicarse al orden sobrenatural, además del orden sacramental, que es tan real como los otros dos órdenes.


A pesar de que Nuestro Señor Jesucristo está tal cual como se encuentra en el cielo con su
cuerpo vivo y glorioso en la Sagrada Hostia, pues por fe católica se debe confesar que Cristo está todo entero en este sacramento, sin embargo Santo Tomás no duda en afirmar que Cristo esta muerto: “Quantum autem ad ipsum Christum passum, aquí continetur in hoc sacramentum” (S.Th. III.q.73, a.6); se trata de Cristo muerto en la Cruz, de la muerte pasada, no de una muerte presente (nueva), es el Cristo muerto, no el Cristo mortal en la tierra, ni el Cristo inmortal en el cielo, es el Cristo muerto en la Cruz, de esto se trata.


En la Misa Nuestro Señor está en estado de víctima o victimación sacramental, en la Cruz lo estuvo como víctima o victimación natural. La victimación sacramental es la que permite la realización de la Misa como verdadero y real sacrificio, el mismo (y no otro) de la Cruz. La victimación sacramental es la muerte sacramental, la efusión sacramental sin la cual no hay ni puede haber ni sacrificio ni inmolación. La Santa Misa es el sacramento de la Pasión y Muerte de Cristo, es la representación substancial de la Muerte de Cristo en la Cruz, sacramentalmente renovada sobre el altar.



El Sacrificio de la Misa es el misterio de la Muerte de Cristo en la Cruz, esto es el Mysterium Fidei (el misterio de fe). La Santa Misa es la representación de la Muerte de Cristo en la Cruz; representación, es decir, que hace presente la Muerte de Cristo en la Cruz. Es el sacramento del triunfo de Cristo muerto en la Cruz.


No es el Cristo mortal y pasible, no es el Cristo inmortal y glorioso, es el Cristo muerto en la Cruz que ha derramado su Sangre. Es la muerte de Cristo sobre la Cruz, su Cuerpo exangüe, sin vida, sin Alma, el Cuerpo muerto y su Sangre derramada en la Cruz. Es la representación de ese momento de la vida terrestre del Verbo Encarnado, en el que muere gloriosamente sobre la Cruz, ofreciendo su muerte al Padre. La Santa Misa es la perpetuación de la muerte de Cristo sobre la Cruz, inmolado, sacrificado sobre el Calvario, derramando su divina Sangre por el pecado, ofreciéndola al Padre y a toda la Santísima Trinidad, ofreciendo su muerte como hombre, como creatura, que se inmola, sacrifica y muere en la Cruz por amor a los hombres.


¿Qué más se puede pedir?, ¿qué más se puede hacer? Imposible, es el paroxismo del amor
crucificado y su triunfo eterno sobre el Mal y el Maligno, recapitulándolo todo en Él. Instaurare omnia in Christo, y dejándonos éste su Testamento Eterno, hasta su vuelta gloriosa el día de su majestuosa Parusía.


P. Basilio Méramo
Bogotá, Agosto 15 de 2011.
En la fiesta de la Asunción

domingo, 21 de agosto de 2011

DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Amados hermanos en nuestro señor Jesucristo:
En este domingo leemos en el evangelio la parábola del publicano y del fariseo propuesta por nuestro Señor a esos hombres que presumían de justos y se consideraban mejores que los demás. Esta es una de las ciento veinte parábolas que hay en el evangelio, como nos lo recuerda el padre Castellani, que se tomó el trabajo de hacer la exegesis de cada una de ellas.

Con esta parábola nuestro Señor nos muestra cuál era su intención, qué se proponía al hacerse hombre. Él quería restituir el culto verdadero del pueblo de Israel, del pueblo de Dios a lo que debía ser; restablecer la religión en esa vida interior y no que quedara dispersa en multitud de acciones externas, que si no permanecen unidas al alma del verdadero espíritu de fe, de religión, a la vida interior, no obran por sí nada, sino que al contrario engendran orgullo y menosprecio, como era el caso de estos hombres que se tenían por mejores. Y por eso, nos muestra en la parábola al fariseo y al publicano; el fariseo que representaba, por decirlo así, a esa elite, a esa clase social de predominio religioso de los que se dedicaban a las cosas de Dios, que tenían el celo por las cosas de Dios, por el culto divino y también contaban con mucha influencia política; mientras, el publicano era prácticamente un vendepatrias un recaudador de impuestos al servicio del César, del Imperio Romano que subyugaba al pueblo judío.

Vemos así que ser publicano, en aquel entonces, era lo más abyecto y despreciable para el pueblo judío; peor no se podía ser. Y en esta contraposición nuestro Señor nos hace ver que el uno es perdonado y tenido en cuenta por Dios, como el publicano, que no osaba ni siquiera adentrarse en el templo, quedándose allí atrás, en el fondo, pues se reconocía vil y miserable pecador. En cambio, el fariseo, todo engreído de sí mismo, de sus buenas acciones, porque ayunaba dos veces por semana, daba el diezmo de lo que poseía, no era adúltero, no era ladrón, era un hombre de bien. Y sin embargo, no sale justificado del templo.

Es tremendo lo que nuestro Señor nos hace ver, porque de nada sirve ayunar, dar limosna, no ser ladrón, no ser adúltero, no ser injusto, todas buenas obras, si nosotros tenemos el corazón carcomido por el maldito orgullo. Gracias te doy porque no soy como esos miserables, ni aun como este vil y abyecto publicano, decía el fariseo. El contraste es tremendo, pero eso muestra cómo el orgullo anula toda obra por muy buena que sea. Y la soberbia es difícil de detectar por nosotros mismos. La persona petulante, y la mayoría lo somos, no se da cuenta, cree, creemos que actuamos bien, ¿y de qué tengo que pedir perdón, qué hice mal? ¡No, es el otro, es el otro que no me saludó, que me miró mal, que me dijo una palabra hiriente, que no me respondió, que no me hizo tal favor! Y eso nos sucede porque si no fuéramos orgullosos seríamos realmente santos.

Y es ese engreimiento que nuestro Señor quiere mostrarnos para que rectifiquemos y llevemos verdaderamente una vida en unión con Dios, agradable a Dios, que nuestra oración sea verdaderamente una oración y no una manifestación de nuestras obras. A Dios no se le va a decir, yo hice tal obra buena, limosnas, ayunos, soy bueno. No, a Dios hay que decirle, yo soy malo, soy perverso, tengo malas inclinaciones, malos sentimientos, malas tendencias. Todo esto a raíz del pecado original, a raíz de los pecados que hemos cometido, por eso no somos buenos y no nacemos buenos, como el mundo de hoy quiere hacernos creer. Nacemos malos, mal inclinados y por eso nos gusta lo malo, porque si no nos gustara no habría tentación, pero Dios dejó esa incitación para que justamente de lo malo sacáramos el bien con la ayuda de su gracia y corrigiésemos esa mala inclinación, esa perversión que hay en nuestra naturaleza y que la llevamos hasta el último día de nuestra existencia, aquí en la Tierra.

Por eso la santidad consiste en luchar, en combatir a ese viejo hombre que llevamos dentro y sin el cual ni el demonio ni el mundo harían nada si no hubiera ese cómplice, ese traicionero que somos nosotros mismos bajo ese aspecto de la naturaleza que ha quedado herida. Dios no creó al hombre así, y aun después de morir nuestro Señor en la Cruz, y de haber redimido a la naturaleza humana, al hombre, no obstante, estamos bajo esa influencia, esa tendencia hacia al mal. Por eso un niño, incapaz de cometer un pecado mortal porque no tiene uso de razón, es grosero, orgulloso, malcriado, y hay que adiestrarlo, como se hace con un animal, con un perro pequeño, hasta cuando el niño tenga uso de razón, para que cuando lo tenga ya esté domesticado; pero eso es difícil de entender hoy en día por la gran revolución que todo lo ha socavado.

Esa gran revolución me dice todo lo contrario, que yo debo ejercer mi libertad como se me dé la gana, caprichosamente, como yo quiera, que nadie me puede molestar; y no hay ningún principio que queda en pie, qué principio o autoridad va a haber, qué principio de paternidad va a haber y menos en la Iglesia, nadie puede reprender a nadie, porque me ofende, porque me insulta, porque me ultraja. Nadie acepta nada de nadie y esa es la situación social del mundo moderno. ¿Y qué queda en pie? Ni familia ni Iglesia, porque aún hay que saber aceptar el llamado de atención, la reprensión, aunque el que lo haga tenga mil y un errores; si a mí un loco o un borracho me dice que estoy demente o embriagado y es verdad, no por eso le voy a decir que no tiene ningún derecho en decírmelo porque él se encuentre en ese estado.

Y así, se podrían dar mil ejemplos, como la insumisión de la mujer, estar igualada al hombre, cuando la Iglesia predica la sumisión, la subordinación de la mujer al hombre. No es la esclavitud, no es el maltrato, pero sí la mujer sumisa; hacerle entender eso a la mujer de hoy, es casi imposible. Y esa insubordinación hace que la mujer de hoy no quiera usar la falda, sino el pantalón, porque éste le brinda esa igualdad de acción, y hay muchos otros ejemplos. Claro que hay faldas que pueden ser mucho más escandalosas que un pantalón ancho, por ejemplo.

Tenemos también la desobediencia de los hijos a los padres, a los superiores; la indisciplina en el área del trabajo y en todos los órdenes. Y justamente, lo que está detrás de todo eso es el orgullo exacerbado por principios que endiosan al hombre, y esos mlotivos son los de la libertad que proclamó la Revolución francesa, que más que francesa fue anticatólica, judeomasónica, para destruir la sociedad cristiana, católica, y convertir a cada uno de nosotros no en un católico sumiso y humilde, sino en un hombre independiente y autosuficiente. Ese es el error del naturalismo, del liberalismo, la presunción del hombre como tal y por eso es independiente de todo lo que no sea su querer y su parecer. De ahí lo complejo y difícil para que nos sometamos, no sólo a la Iglesia, sino también al orden natural, para que respetemos el orden natural sin el cual el sobrenatural no tendría soporte, porque la gracia supone la naturaleza.

Quiere, pues, nuestro Señor, en esta parábola de hoy, que veamos cómo vale mucho más la oración sencilla y humilde del más vil de los hombres que se reconoce pecador y miserable que la de aquel que presume de mucha religión, de muchas acciones buenas, pero que no reconoce su orgullo. Por eso el fariseo es el que simboliza esa arrogancia religiosa, que no es más que la corrupción específica de la religión. En consecuencia, un hombre mientras más religioso sea, más petulante podrá ser su actitud y por eso nosotros, que queremos defender la santa religión guardando la Tradición católica, estamos más cerca del pecado de orgullo que corrompe la religión, que cualquier otro hombre. Y de ahí la gravedad y la necesidad de saberlo, para que tengamos en cuenta que el diablo nos va a tentar más por la vanidad que por otros pecados más escandalosos.

Solicitemos a nuestra Señora, Maestra de humildad, permanecer modestos como el publicano y no engreídos como el fariseo, pero que sí tengamos ese celo de defender las cosas de Dios con humildad, como quiere nuestro Señor. Que defendamos la Iglesia con sumisión y no caigamos en ese pecado tan aborrecible del fariseísmo. Y Dios sabe y sabrá si no hay hoy hipocresía y que por culpa de ella es que en la Iglesia, en sus fieles, en sus miembros, en todos nosotros, estamos viviendo tan grande crisis; Dios aprovecha también de cierto modo, para que a aquellos que son humildes les sirva de purificación. La crisis actual hay que soportarla como una depuración y no debemos escandalizarnos si no vemos entre los fieles de esta capilla y demás capillas de la Tradición, ni a los más santos, ni a los mejores, ni a los más humildes. No debemos asombrarnos, ¿por qué? Porque si nosotros nos sorprendemos es porque somos peores, no tenemos esa misericordia que sabe soportar la miseria de los demás y del prójimo. Por eso Dios permite todo esto que nos puede asombrar al igual que a mucha gente cuando viene a una capilla de la Tradición. Debemos hacer esfuerzos para no alejar al que llega, al que viene y que no sabe nada, pero que se acerca con una recta intención, y no actuar como fariseos porque esa persona sea como un publicano. Eso es lo que Dios nuestro Señor no quiere, Él nos da el ejemplo de cuál debe ser la conducta y la oración, para que no caigamos en ese aberrante pecado del fariseísmo.

Invoquemos entonces a nuestra Señora para que nos ayude a ser más humildes, ya que solamente lo seremos si nos reconocemos pecadores, miserables y vanidosos. Ese orgullo lo tendremos hasta el fin de nuestra existencia pero lo debemos combatir, y la mejor manera de hacerlo es aceptando las humillaciones que nos caen sin que las preveamos y ni sospechemos el momento en el cual llegarán, y que las sepamos aceptar. Pidamos a nuestra Señora esa sumisión que Ella manifestó haciéndose la servidora de Dios, para que nosotros seamos obedientes servidores de Dios y de la verdad. +

PADRE BASILIO MERAMO
28 de julio de 2002

lunes, 8 de agosto de 2011

LA FALACIA DE UN SERMON DIGNO DE UN MODERNISTA




Monseñor de Galarreta pronunció el 29 de Junio de 2011 en Ecône un sermón, en las ordenaciones sacerdotales, digno de un auténtico modernista, aunque, quizás su discurso fuera conservador y moderado, pero de corte modernista al fin y al cabo.

Queriendo explicar o mejor justificar las conversaciones (diálogos) con Roma modernista, adultera y apóstata, como bien dijo Monseñor Lefebvre: “Roma está en la apostasía”, Monseñor de Galarreta cae con su discurso en el más aberrante modernismo. Su explicación es peor que la enfermedad, cual inepto médico al que se lo estereotipa en el refrán popular: peor el remedio que la enfermedad.

Trata de justificar que en primer lugar hay que ir a Roma por ser católicos, apostólicos y romanos; como si Roma modernista fuera católica, apostólica y romana, cosa que evidentemente no es así, no solamente Monseñor Lefebvre dijo que Roma está en la apostasía y que esto no eran palabras en el aire, sino además que en Roma había una logia masónica vaticana (conferencia de 1976 que se trato de hacer desaparecer y silenciar); todo lo cual evidencia la triste realidad que en términos apocalípticos es la abominación de la desolación en lugar santo.

Monseñor de Galarreta no tiene en cuenta que al ir a Roma, a la casa paterna, se encuentra con siniestros personajes revestidos de mitra y purpura, y al igual que en el famoso y tan conocido cuento de Caperucita Roja, creyendo cándidamente que estaba ante la abuelita, lo que tenía en frente era al astuto y feroz lobo, con el cual dialogaba como si fuera la abuelita, como si fuera católica, apostólica y romana y era en realidad el astuto y voraz lobo.

El ejemplo puede ser chocante e insultante, pero más chocante e insultante es la triste realidad con sus hechos, que no admiten refutación alguna.

Otro de los sofismas de Monseñor de Galarreta es su espejismo visual, que le hace tomar como una realidad irrefutable algo que no lo es, su falsa óptica lo lleva a una visceral y alérgica posición anti- apocalíptica, en flagrante oposición a la Historia, ante todo el proceso revolucionario que viene “in crescendo”, y de la Metafísica de la Historia (la lucha del bien y del mal), y de la Teología de la Historia: la pugna entre Cristo y Satanás, la Iglesia y la contra Iglesia con su fase última y apocalíptica.

Se es católico por la profesión pública de la fe, no por ir o no a Roma, y menos hoy cuando Roma es modernista y está en oposición frontal y sistemática con la Tradición Católica.

Es olvidar lo que Monseñor Lefebvre decía:“Lamentablemente debo decir que Roma ha perdido la fe, Roma está en la apostasía. Estas no son palabras en el aire, es la verdad; Roma está en la apostasía”; y por si fuera poco esto lo dijo después de haber tenido una entrevista con el entonces Cardenal Ratzinger (hoy Benedicto XVI) el 14 de julio de 1987, (Conferencia retiro sacerdotal en Ecône septiembre de 1987).

Se trata de otra religión como advirtió Monseñor Lefebvre en su última conferencia a los seminaristas el 11 de Julio de 1991: “La situación en la Iglesia es más grave que si se tratara de la pérdida de la fe. Es la instalación de otra religión, con otros principios que no son católicos”.

Se trata de una Nueva Iglesia: “Este Concilio representa, tanto a los ojos de las autoridades romanas como a los nuestros, una Nueva Iglesia a la que por otra parte llaman, la Iglesia conciliar.” (Monseñor Lefebvre, La Nueva Iglesia -Tomo II de: Un Evêque Parle, ed. Iction Buenos Aires 1983 p. 124).

Por esto en su declaración de 1974 Monseñor Lefebvre no titubeó en decir. “Nos negamos y nos hemos negado siempre a seguir a la Roma de tendencia neomodernista y neoprotestante que se manifestó claramente en el Concilio Vaticano II y después en todas las reformas que de este salieron”.

En la carta a los cuatro futuros obispos Monseñor Lefebvre hace la siguiente denuncia: “La Sede de Pedro y los puestos de Roma siendo ocupados por anticristos, la destrucción del Reino de Nuestro Señor se prosigue”.

Monseñor Lefebvre no dudaba en catalogar de bribones o bandidos al referirse a Roma. A l contestar a una pregunta en la entrevista con la revista francesa, Le Choc du Mois: “Cuando se llega a Roma, no hay más hombres, no hay más valor, pues allí, nos encontramos ante bandidos. Para pesar sobre ellos, hay que oponerse con determinación. Entonces respetan.”( nº 10 Septiembre 1988, p.109).

Todo esto lo hace incluso avizorar, lo anunciado por las Escrituras sobre los últimos tiempos apocalípticos, en la carta de Cuaresma del 25 de Enero de 1987: “Este sacudimiento de la fe parece preparar la venida del anticristo, según las predicciones de San Pablo a los Tesalonicenses y de acuerdo con los comentarios de los Padres de la Iglesia.”

Cosas que tanto Monseñor de Galarreta como Monseñor Fellay tienen prácticamente olvidadas y sin mayor relevancia al juzgar y actuar en el mundo de hoy, en la hora presente. Es más, descartan de plano toda perspectiva apocalíptica de la crisis actual y jamás vista en la historia de la Iglesia.

Todo lo cual el gran Papa San Pio X llegó a señalar desde su primera carta encíclica “E supremi apostolatus” del 4 de Octubre de 1903, hace más de un siglo, para que hoy estulta y supinamente se lo niegue: “Es indubitable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensara que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol. (…) Por el contrario esta es la señal propia del anticristo según el mismo Apóstol; el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios”.

Ante todo esto, con absurda ingenuidad, viene a decir Monseñor de Galarreta: “Sabemos que la crisis necesariamente encontrara su solución, la crisis desaparecerá en Roma y por Roma”. Si pero con la Parusía del Señor y no por obra humana alguna, ni por las fuerzas de la historia y el actuar del hombre como cree el progresista.

Hablar de caridad, de misericordia y de comprensión como si tratase de incultos e ignorantes lejos de la civilización, cuando en realidad se trata de prelados y jerarcas eclesiásticos, es tener un lenguaje que raya en un abyecto modernismo.

“Es difícil dejar el error mientras se vivió toda su vida en el error (…) Tengamos piedad”, exclama Monseñor de Galarreta; es el colmo de la aberración, pues no son desamparados salvajes que no han tenido la fortuna de conocer mejor a Dios, son altos jerarcas y prelados de la Iglesia que tienen el deber de conocer y enseñar la fe y la verdad revelada.

“Ellos necesitan simplemente lo que ya hemos recibido gratuitamente, la luz y la gracia”, (prosigue Monseñor de Galarreta). Inimaginable pensar que está hablando de Obispos, Cardenales y Papas, parecería que hablase de indigentes, marginados e ignorantes que no han tenido la oportunidad de recibir la luz de la fe y la gracia divina. Es inaceptable tal lenguaje aplicado a quienes tienen el deber como prelados y superiores, con autoridad y poder para adoctrinar y enseñar. Si no tienen la luz de la fe y de la gracia, es porque la han perdido, es porque la han impugnado cual pecado contra el Espíritu Santo, cual fariseos en franca oposición a la verdad manifiesta.

Por si fuera poco todo esto, el que se opone a su visión de caridad falsa y modernista, es considerado sin gracia ni caridad, pues así lo expresa: “Los que se nos oponen ferozmente y por principio a todo contacto con los modernistas, me recuerdan un pasaje del Evangelio: ‘No sabéis de qué espíritu estáis animados’. Sí, todavía no habían recibido el Espíritu Santo que difunde la caridad en el corazón y no sabían de qué espíritu eran”. Qué belleza de lenguaje, qué comparación, digna del más encumbrado de los liberales modernistas.

Y por si fuera poco, creyéndose todo un consumado paladín con ínfulas de recio y valiente capitán, Monseñor de Galarreta, se explaya cual Quijote : “No veo como la firmeza doctrinal sería contraria a la flexibilidad. (…) No veo. No sé cómo la intransigencia doctrinal sería contraria a las entrañas de misericordia, al celo misionero y apostólico.” Vaya defensor de la firmeza doctrinal, pues tiene el ridículo parecido de la caricatura con la realidad.

Pero por si acaso alguien en su fragilidad humana se pudiera escandalizar con lo que digo, van aquí algunas palabras del famoso y combativo Presbítero Sardá y Salvany en su libro El Liberalismo es Pecado, ed. Ramón Casals. Barcelona 1960: “Ya se nos echa en el rostro lo de la ‘falta de caridad’.” (p.53).

“No hay, pues, falta de caridad en llamar a lo malo, malo; a los autores, fautores y seguidores de lo malo, malvados; y al conjunto de todos sus actos, palabras y escritos, iniquidad, maldad, perversidad.” (p.57).

“Si la propaganda del bien y la necesidad de atacar el mal exigen el empleo de frases duras contra los errores y sus reconocidos corifeos, éstas pueden emplearse sin faltar a la caridad.” (p.57)

“Al mal debe hacérsele aborrecible y odioso, y no puede hacérsele tal, sino denostándolo como malo y perverso y despreciable” (p.57)

“Las ideas malas han de ser combatidas y desautorizadas, se las ha de hacer aborrecibles y despreciables y detestables a la multitud, a la que intentan embaucar y seducir” (p.61)

“Así conviene desautorizar y desacreditar su libro, periódico o discurso; y no sólo esto, sino desautorizar y desacreditar en algunos casos su persona. (…) Se le pueden, pues, en ciertos casos, sacar en público sus infamias, ridiculizar sus costumbres, cubrir de ignominia su nombre y apellido. Sí, Señor; y se puede hacer en prosa, en verso, en serio y en broma, en grabado y por todas las artes y por todos los procedimientos que en adelante se puedan inventar.” (p.61).Magistrales palabras para aplastar al espíritu liberal que le ha carcomido las neuronas a más de uno.

Y citando a Crétineau-Joly, da la razón y motivo Sardá y Salvany: “La verdad es la única caridad permitida a la historia; y podría añadir: A la defensa religiosa y social.” (p.61).

Pues bien, esto va para los posibles cuestionamientos de los que con visos de caridad falsa por supuesto, quieren ahogar oprimir y silenciar la verdad.

La caridad única y verdadera, es la verdad, pues Dios es Caridad y Dios es Verdad. Concebir la caridad sin la verdad, es uno de las adulteraciones del modernismo y del liberalismo.

Es por esto que Sardá y Salvany dice en consecuencia: “Nuestra fórmula es muy clara y concreta. Es la siguiente: La suma intransigencia católica, es la suma católica caridad”. (p.55). Claro está que esto no lo entiende ni quiere entenderlo el hombre de hoy, es más, no le parece por las influencias de la atmósfera liberal, políticamente correcto.

Pero sí debe quedarnos claro, cuál es la caridad verdadera, pues de lo contrario, una falsa caridad destruiría la verdad, ya que advierte Sardá y Salvany: “Es, como muy a propósito ha dicho un autor, hacer bonitamente servir a la caridad de barricada contra la verdad.” (p.53). No hay verdad sin caridad, ni caridad sin verdad.

Espero que Monseñor de Galarreta, tenga conmigo la mitad de la misericordia, compasión y caridad que prodiga a los modernistas, aunque yo sea un intransigente tradicionalista. Y si de no ser así, que al menos tenga presente lo que dijo el Martín Fierro:
“Mas naide se crea ofendido,
pues a ninguno incomodo;
y si canto de este modo
por encontrarlo oportuno,
NO ES PARA MAL DE NINGUNO
SINÓ PARA BIEN DE TODOS.”


P. Basilio Méramo
Bogotá, 7 de Agosto de 2011

domingo, 17 de julio de 2011

QUINTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:
Escuchamos en el relato del Evangelio de este quinto domingo después de Pentecostés, cómo nuestro Señor les dice a sus discípulos que debía ser más cumplida su justicia que la de los escribas y fariseos; es decir, que no debía ser precisamente cómo era concebida y practicada por los escribas, doctores de la Ley y los fariseos, esa cúpula o elite religiosa dentro del judaísmo, la parte más prestigiosa de la doctrina judía. Y con esto nuestro Señor quiere hacer ver que la ley es muy distinta a lo que los judíos, escribas y fariseos pensaban y creían.

La justicia no más que esa virtud que tiene como objeto específico el bien común y que de algún modo sirve a éste, aunque de modo indirecto. Por eso esa jurisprudencia en el orden sobrenatural es la santidad. Porque el bien común en el orden sobrenatural es Dios Trino, en la Trinidad de Personas y su gracia; por eso a la justicia muchas veces en el Antiguo Testamento, se la designa directamente como la santidad.

Vemos cómo entonces nuestro Señor reprocha la ley tergiversada de los fariseos, de los judíos. Aquello no era imparcial y por lo mismo quiere que nosotros tengamos la verdadera justicia, distinta a la de los fariseos. Porque el ser humano es muy sensible a todo lo injusto. Y sólo Dios sabrá si el mundo de hoy no lo es en sus leyes, en sus constituciones. La norma y la conducta son indebidas.

No se tiene por primacía el bien común; es aberrante porque una nación, un pueblo y un Estado cuyo gobierno, cuya razón social no sea lo justo está perdido; por eso el mundo hoy está confundido. Los políticos de hoy valen nada, son unos corruptos porque no trabajan por el pueblo, sino para bien propio, como mercenarios; y no hay nadie que así lo diga, que así lo haga ver, no para que cambien, porque difícil sería que lo hicieran, pero, por lo menos, para cantar la verdad. La realidad no puede ser oprimida y nuestras inteligencias no pueden tolerar el error y no sólo el privado sino el socialmente instituido; y eso sucede aquí en Colombia y en todo el mundo; no prima el bien colectivo, ya no existe. Estamos igual o peor que los judíos y fariseos.

Entonces ¿qué concepto católico sobrenatural vamos a tener ya de la justicia? Si no lo tenemos en el orden social, en el moral. ¿Qué justicia podrá haber? Por eso estamos como hijos sin madre y sin padre, sin Iglesia, porque hasta ella se nos está derrumbando. Esa es parte de la gran crisis actual, ya que no solamente el mundo anda mal sino también la Iglesia en su parte humana; porque si bien su parte divina es santa, es buena, es indestructible e indefectible, la parte humana sí es defectible y ese es el gran drama. Falta la justicia.

Los gobiernos, los imperios y los mandos se legitiman por el ejercicio de la ley en el mundo, y en la Iglesia con mayor razón; eso es lo que legaliza la autoridad, el ejercicio del bien común; había y hubo reyes y personajes que pudieron ser bastardos pero que por el empleo del bien general se oficializaron. Así pasó con Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos V, que venció en Lepanto a los turcos, con Carlos Martel en Francia, hijo ilegal de Pipino, que venció a los musulmanes en Poitiers. Para mostrar que en última instancia, lo que da legitimidad a la autoridad o al poder es el bien común. Asimismo puede suceder que a un rey o a un gobernante con todos los derechos y títulos de su origen para ser rey, para ser gobernante, se le desconozcan al por no servir a la comunidad.

Lo anterior también ocurre en la Iglesia. Si su autoridad no se ejerce para el bien común que es predicar la verdad, la salvación de las almas y la gloria y honra de Dios, todo se destruye, no queda Iglesia; podrán quedar las apariencias, como la cáscara. En eso se había convertido la doctrina judía por el fariseísmo, que es la corrupción específica de la religión, que es dejar que la fe quede en una pura apariencia exterior de poder y de mando, pero vaciado de su contenido sobrenatural y verdadero, de la verdad. Tenían el Antiguo Testamento, la Ley de Moisés, pero ese no era su dogma ni su credo. Su creencia era el Talmud, la Cábala, el fariseísmo, la corrupción de la religión; lo que quedaba era una solamente apariencia de la religiosidad, pero vacíos los corazones de la verdad, del amor a Dios. Y la prueba de todo aquello está en que a nuestro Señor lo crucificaron en el nombre de la religión. ¿Se habrá visto peor patraña, peor abominación? Matar a Dios en el su nombre. Porque si invoco la religión, es a Dios en última instancia a quien recurro y en nombre de ella los judíos y los fariseos crucificaron a nuestro Señor.

Hoy pasa lo mismo; la doctrina católica está convertida en una pura fachada, está desnaturalizada de su contenido, de su espíritu de verdad; queda simplemente la apariencia, el poder, los puestos, las jerarquías, la autoridad que no sirve al bien común, que no sirve a la verdad, que no honra ni glorifica a Dios. La prueba de todo está en que es el hombre el centro del culto, de lo que se llama en las parroquias religión católica pero que no lo es; donde se exalta al individuo, la dignidad de la persona, sus derechos, sus libertades. Y esos derechos y esas libertades son los que ensalzan todas las constituciones de los estados que son antropólatras, que adoran al hombre, lo colocan como rey y desplazan a Dios.

Lo increíble de todo es que si lo hacen los estados, las naciones con sus constituciones, sea con el beneplácito de la jerarquía de la Iglesia. No olvidemos que a Colombia, un país tan católico y consagrado al Sagrado Corazón de Jesús, en el nombre de la libertad religiosa proclamada por el Vaticano II, se lo dejó arrinconado. De esa herejía nace otra, el ecumenismo. Como decía monseñor Lefebvre: “Si hay una nueva herejía en estos tiempos, más allá del liberalismo, del modernismo, del progresismo, es la herejía del ecumenismo”; eso está en sus escritos, no lo invento yo.

Y ese cisma del ecumenismo, decía, brota, surge, nace de la libertad religiosa que ya no admite, no tributa el culto único y exclusivo al Dios verdadero con la singular y extraordinaria religión verdadera, la Iglesia católica, apostólica y romana. Eso es lo que niega la libertad religiosa, lo que rechaza el ecumenismo, la exclusividad de la Iglesia.

“A Dios lo puedo adorar como quiera, así como me da la gana vestirme como sea; hago lo que quiero, soy libre”. Desgraciadamente así piensa la juventud, y no solamente ella, sino también los adultos, el hombre moderno, y así lo proclamaron el liberalismo y la Revolución francesa. El hombre es libre para hacer lo que quiere, pero no para tributarle a Dios un verdadero culto con la verdad enseñada por la Iglesia católica sino como a ellos “les dé la gana”. Eso en definitiva ¿no es creerse Dios? Rebajar a Dios a lo que yo piense, a lo que “a mí se me antoje”; por eso, “como hago lo que quiero”, ¿para qué me voy a arrodillar delante del Sagrario, que ya ni hay porque está en un rincón?, ¿para qué me voy a hincar al comulgar?; la recibo en la mano, de pie y sin confesión como “se me da la gana”. Es un hecho que lo están haciendo en todas las parroquias.

Pero lo lamentable de toda esta situación es que haya tan poca gente que se percate de ella y si acaso lo hacemos, es tal la presión del mundo en sus conceptos sociales y religiosos, que nos hacen transigir en nuestra integridad religiosa. Por eso somos tan pocos y no tenemos esa fortaleza que nos hace íntegros desde adentro, con la cohesión necesaria para poder derribar a esos falsos ídolos que hay a nuestro alrededor y en nuestras mismas casas, en nuestras familias, ya no se diga del vecino, ni de la sociedad.

Debemos, pues, tener una justicia muy diferente a la de los fariseos, a la de los judíos, para que seamos sacrificados por el bien común como fue nuestro Señor; por eso se le crucificó y no por loco como tantos que por ahí también se inmolan bajo una falsa concepción de Dios, como lo hacen los musulmanes. ¿No fue acaso una inmolación ese atentado en Nueva York? Quien lo hizo sabía que iba a morir y se ofrendó por un falso Dios.

Y nosotros, con toda la revelación, con todo el peso de la verdad no somos capaces ni de la mitad ni mucho menos; vergüenza nos debiera dar; pero así somos. Por eso hay que pedir verdadera fortaleza y noción de justicia, para que toda nuestra religión no sea una apariencia, una cáscara; que tengamos verdadero contenido y sepamos por qué vivimos y por qué vamos a morir, porque tarde o temprano falleceremos. El que no se ha inmolado espiritualmente, moralmente, al menos, ¿cómo llegará a ser un buen cristiano?, ¿cómo llegará a la hora de la muerte en estado de gracia para merecer el cielo? Si somos fariseos, si nuestra religión es puramente externa, si nuestras acciones son puro convencionalismo, estamos muertos en vida y no servimos para nada sino para ser quemados como la paja.

Pidamos a nuestra Señora, a la Santísima Virgen María, nos ayude para que nuestra fortaleza sea la de Dios, basada en Él y no en el hombre que es miseria, barro, paja y así, aun si somos derrotados como hombres, podamos asociarnos a la victoria de nuestro Señor. Si estamos con Dios no vamos a temer al enemigo o al mundo, absolutamente a ninguno; y si tenemos miedo es porque no tenemos esa fe y esa fortaleza que viene de Dios; de lo contrario, pidámosla cada día y así Dios nos asistirá por intercesión de nuestra Madre del cielo la Santísima Virgen María. +

PADRE BASILIO MERAMO
13 de julio de 2003