San Juan Apocaleta



Difundid Señor, benignamente vuestra luz sobre toda la Iglesia, para que, adoctrinada por vuestro Santo Apóstol y evangelista San Juan, podamos alcanzar los bienes Eternos, te lo pedimos por el Mismo. JesuCristo Nuestro Señor, Tu Hijo, que contigo Vive y Reina en unidad del Espíritu Santo, Siendo DIOS por los Siglos de los siglos.












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"Sancte Pio Decime" Gloriose Patrone, ora pro nobis.





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jueves, 23 de abril de 2009

SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA 29 de abril de 2001

Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

En este segundo domingo después de Pascua el evangelio nos muestra a nuestro Señor ante los fariseos definiéndose a sí mismo como el buen Pastor.

Es impresionante ver a través de todo el evangelio la disputa, dialéctica y oposición permanente, constante e insidiosa hasta el odio, de parte de los fariseos, de parte de los superiores y quienes guiaban al pueblo judío, y cómo nuestro Señor no rehuye, sino que siempre va directo al grano: “Yo soy el buen Pastor”. Solamente Dios es bueno, la bondad por esencia, todo lo demás es bueno por una participación de la bondad de Dios, pero lamentablemente el hombre, los ángeles, espíritus puros, con la libertad que tanto los ángeles y nosotros tenemos, conculcamos, contradecimos esa bondad y he ahí el origen del mal y del pecado.

Nuestro Señor además les dice que solamente Él es el buen Pastor que da su vida por sus ovejas y que Él conoce a sus ovejas y ellas lo conocen a Él, como Él conoce al Padre y como el Padre le conoce a Él. De ahí la importancia de conocer a Dios, de conocer a nuestro Señor, de reconocerlo, y ese conocimiento y reconocimiento se hace por la fe y Dios se da a conocer por la revelación que Él hace de sí mismo a través de la palabra, del Verbo y ese Verbo es Cristo. Así como el hombre se da a conocer a través de la palabra, Dios se da a conocer a través de su palabra que es el Verbo Encarnado, que es nuestro Señor Jesucristo. En ese conocimiento mutuo que hay en Dios entre el Padre y el Verbo, nos reconocemos nosotros también, y esta es la importancia de conocer a Dios a través de la revelación. Esa revelación se encuentra en las Sagradas Escrituras y en la Tradición de la Iglesia, revelación escrita y revelación oral y aun la revelación escrita fue primeramente oral y después escrita; de ahí la importancia de la Tradición, de la revelación oral que no se puede dejar de lado.

Pero, desafortunadamente, esa Tradición oral hoy es dejada de lado como la dejaron de lado los judíos, tanto la oral como la escrita, para seguir su propia tradición, sus propias costumbres, sus propias tradiciones, sus propias cábalas y estupideces. Si el hombre no sigue a Dios y sigue a su propia estulticia, su propia estupidez es el castigo por no seguir la divina sabiduría, que es la palabra de Dios.

La estupidez es un pecado grave, es un pecado contra la verdad, contra la luz, contra el don más excelso del Espíritu Santo, que es el de la sabiduría. Por lo que en este mundo impío y alejado de Dios y que conculca los derechos de Dios y proclama los derechos del hombre, no hay sabiduría. Y donde no hay sabiduría no puede haber ni inteligencia ni ciencia, otros dos dones del Espíritu Santo y allí donde no hay ciencia ni inteligencia ni mucho menos sabiduría, ¿qué otra cosa puede haber? Caos, la estupidez del hombre endiosado, pues no pasamos de ser imbéciles, peores que animales.

Esa es la triste realidad del mundo y de nosotros si nos alejamos de la sabiduría divina; de ahí tantas injusticias y calamidades. No se puede rechazar la verdad, no se puede conculcar la verdad y en eso consiste el gran pecado contra el Espíritu Santo: impugnar la verdad conocida, revelada, manifestada, y esa luz es nuestro Señor que ilumina a todo hombre que viene a este mundo si el hombre no conculca y no rechaza esa luz; pero vemos en la historia de la humanidad el continuo y permanente rechazo a la luz, el mismo pecado de los fariseos que eran los pastores, los dirigentes de la sinagoga, de la verdadera Iglesia del Antiguo Testamento.

Nuestro Señor les reprocha a los fariseos que sean unos mercenarios, asalariados, es decir, que no apacientan desinteresadamente al pueblo manifestándole la verdad, sino que lo hacen por vil interés en la prebenda o el provecho, o para decirlo más vulgarmente, para satisfacer los propios apetitos como comer, beber, vivir bien. “¡Mercenarios!”, les reprocha en la cara nuestro Señor. En cambio, el buen pastor da la vida por sus ovejas, no huye cuando ve que viene el lobo, cuando hay dificultad, sino que afronta y defiende al rebaño. ¿Y acaso no sucede eso con el clero, con la jerarquía en general de la actual Iglesia católica, los obispos, los cardenales, los prelados, los príncipes de la Iglesia? ¿Qué hacen, no son hoy unos mercenarios? ¿No están allí por vil interés de la prebenda, del beneficio, del usufructo y menos por enseñar la verdad que rechazan y no conocen? Son unos brutos, lo que les interesa es el puesto como a los políticos.

Es un hecho, estimados hermanos, los obispos debieran ser la luz del mundo, que conozcan la doctrina y la defiendan y no esa sarta de interesados que no saben dónde están parados, lo único que les interesa es vivir bien; el mismo pecado de los dirigentes del pueblo elegido y que lo comete hoy la jerarquía en general, sin negar la excepción que confirma la regla. Pero ¿dónde está el clero? ¿Dónde la jerarquía de la Iglesia católica que defienda el rebaño y lo apaciente con la luz y si es necesario muera con las ovejas? Brillan por su ausencia; de allí el estado calamitoso y deplorable de la Iglesia católica hoy, por esa deserción de la jerarquía ante la verdad.

Por no seguir el ejemplo del buen pastor, convirtiéndose así en fariseos, cuánta gente no se pierde por el mal ejemplo de los sacerdotes corruptos, degenerados, homosexuales; porque hay que decirlo, eso es lo que se ve y da vergüenza. Por lo mismo, debemos pedir a nuestro Señor que haga algo prontamente, porque esto es el colmo como consecuencia de haberse alejado de la verdad, por haber perdido el interés en las cosas de Dios; cuando se pierde el interés por las cosas de Dios, queda todo lo ancho del mundo, con las facilidades que hoy otorga para hacer lo malo, lo perverso, lo corrompido; por radio, televisión, periódico o cine se transmite cuanta porquería se ocurra publicar; y para Dios, el olvido. Así va el mundo, todas estas abominaciones claman a Dios porque se ven dentro del clero y dentro de la jerarquía.

También hace nuestro Señor en este evangelio la gran promesa que no debemos olvidar: “Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales debo recoger; y oirán mi voz, y se hará un solo rebaño y un solo pastor”. No debemos olvidar esta promesa. Ese es el verdadero ecumenismo y no esa aberración que quieren llevar a cabo hoy: reunir a todos los hombres, mas no en la verdad, no bajo el mismo redil, no bajo el nombre de Cristo. Es una pantomima, una parodia, cuando no la antítesis de esta gran promesa; de ahí la herejía del ecumenismo que como toda herejía es la transposición de una verdad sobrenatural llevada al plan terreno y natural, naturalizando esa realidad sobrenatural.

Ese es el actual ecumenismo: una parodia. No necesariamente se puede estar conscientes de eso, pero la realidad objetiva y el trasfondo son así, porque no puede haber unidad fuera de nuestro Señor. Esa es la gran promesa que se realizará tarde o temprano en el reino de Dios, cuando “venga a nosotros tu reino y se haga tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo”, y consta en el Padrenuestro. Esa fue la gran esperanza de los primitivos cristianos, por eso esperaban ansiosos el reino de nuestro Señor, ese reino que los judíos quisieron hacer carnal convirtiéndolo en un dictador mucho más prepotente que los emperadores del imperio romano y al estilo del orgullo de los hombres, error del cual nacen también las sectas protestantes.

El verdadero reino de Dios en esta tierra es el que los hombres de Iglesia han dejado de predicar hace ya mucho tiempo, a pesar de las palabras de Papas como San Pío X, o el mismo Pío XII quien en más de una ocasión llegó a alzar sus ojos esperando el reino de nuestro Señor y no para miles de años después. Nuestro Señor quiere reunir a todos los hombres bajo su cetro, reunirlos en su Iglesia, reunirlos en su verdad, porque Él es Rey y porque tiene otras ovejas que no son de este aprisco; esa es la gran promesa que debemos tener siempre presente y a la cual colaboramos todos aquellos que permanecemos fieles a nuestro Señor, fieles a la Iglesia católica, apostólica y romana, rechazando el ecumenismo herético y el progresismo igualmente herético, para ser fieles a nuestro Señor, esperando que más pronto que tarde se realice esa gran promesa.

Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos ayude a consolidarnos en la fe, a robustecernos en la fe para poder permanecer fieles a nuestro Señor Jesucristo y a su santa Iglesia.

BASILIO MERAMO PBRO.

PRIMER DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA 22 de abril de 2001

Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Nos encontramos en este Domingo de Quasimodo o in Albis, después de Pascua. Por seguir al sábado in Albis, que era el día en que los catecúmenos, después de misa, dejaban los vestidos blancos que como muestra de esa pureza bautismal habían recibido el sábado en la noche de la vigilia de la Resurrección, durante toda la octava permanecían con esas vestiduras que dejaban allí mismo donde las habían recibido.

Hoy la Iglesia nos exhorta a permanecer en esa pureza y santidad que evoca la Pascua, mirar hacia el cielo, que si bien vivimos en esta tierra es de paso, como un puente que hay que pasarlo y que sería locura hacer morada en él. El mensaje de la Pascua es ese paso de la muerte a la gloria de nuestro Señor, la manifestación de su divinidad, la prueba de la divinidad de la Iglesia católica, apostólica y romana, con exclusión absoluta de todo falso credo o versión. Hay que profesarlo públicamente en este tiempo de apostasía ecuménica, de herejía ecuménica, que conculca la divinidad de la Iglesia católica por una aberración y falta de fe, tanto en la jerarquía como en el clero.

No se proclaman estas verdades solemnemente en la Pascua, y para mí sería una claudicación y un grave error no hacer el debido llamado de atención, que es lo que deben hacer cardenales y obispos, proclamar la Pascua de nuestro Señor, su victoria, su resurrección, lo que implica que todo lo demás en materia de religión es falso, como lo son todas las otras religiones y credos y creencias que hoy se propagan en nombre del ecumenismo y de la libertad religiosa.

Hay una falta de fe profunda y una falta también de virilidad para defender la fe en medio de estos errores y tinieblas que socavan las verdades esenciales de la doctrina católica y que por no afirmarlas, por no recordarlo, por no tenerlo presente se va perdiendo la fe y nadie dice absolutamente nada. “Todos somos hermanos, todos somos buenos, todos nos salvamos”. ¡Qué herejías! Una detrás de la otra. No somos todos hermanos en la fe, solamente es hermano en la fe el católico, el que tiene a Dios por Padre y a la Virgen por Madre y los protestantes no tienen a la Virgen por Madre. ¡Cuáles hermanos mayores los judíos! Si son deicidas que persiguen a nuestro Señor. Cuántos errores y poca luz; eso un católico no lo puede aceptar y lo debe manifestar so pena de claudicar.

Hoy vemos en el evangelio cosas sorprendentes, los apóstoles encerrados en el cenáculo, con miedo, con pavor ante los judíos malvados que los querían matar y ellos escondidos; tenían fe, pero una fe débil; no habían sido confirmados en esa fe porque no habían recibido la plenitud del Espíritu Santo. Por eso tenían miedo. Esa es la fe que tenemos nosotros, una fe de timoratos. No era sólida en la gracia, en la plenitud del Espíritu Santo, de la confirmación. ¡Qué vergüenza! Una fe endeble. Deberíamos tener una fe fortalecida, como de confirmados, pero hay una claudicación en la confirmación de la fe.

Y vemos que después, cuando los apóstoles fueron confirmados, salió San Pedro y ya no tenía miedo, tampoco los otros apóstoles temían ni a los judíos ni a nadie. Esto nos sirve de ejemplo, porque si los apóstoles tuvieron miedo, cuánto más nosotros que somos más insignificantes que ellos; de ahí la necesidad de recordarlo para mantenernos firmes y fieles como le dice nuestro Señor al incrédulo Santo Tomás: “¿Si no metes tu dedo en mi llaga, no crees?”. ¡Qué cabeza dura! Es decir, si no veo, si no palpo no creo; el mismo que antes de la captura de nuestro Señor había dicho que iría a Jerusalén y moriría con Él. Qué valiente fue; quizás en gracia de eso nuestro Señor le perdonó y le dijo ocho días después: “Mete tu mano en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”.

Y él reconoció allí la divinidad de nuestro Señor e hizo una proclamación de fe: “Señor mío y Dios mío”. Esta misma proclamación la debemos hacer nosotros cada día para no perder la esencia de la religión católica que está en nuestro Señor y de un modo único y exclusivo como lo dice la epístola de hoy, como lo dice el evangelio de hoy, y que es la condenación de los protestantes, ellos que solamente hablan de las Escrituras y este evangelio les da de bofetones a ellos que se creen sabios y que son brutos e ignorantes, que convencen a personas más brutas y más ignorantes que ellos, como dice el dicho “católico ignorante, seguro protestante”.

Por tal ignorancia religiosa, hoy Colombia está invadida de protestantismo; ignorancia católica en el pueblo a través de los años, sin predicadores que despierten esa conciencia católica basada en la verdad. Está bien hacer novenas, pero la religión no se compone sólo de novenarios, se compone de la doctrina católica, porque si no, terminando una novena le colocan otra vela al diablo valiéndose del indio amazónico, el brujo y el curandero, santerías con ungüentos de lo uno y lo otro, pirámides de buena suerte, ignorancia crasa que se paga con infidelidad y apostasía; católico ignorante es seguro protestante, por culpa de un clero mediocre y sin teología.

El sacerdote tiene el deber de estudiar, porque la Iglesia es luz, eso significa el cirio pascual, la luz de Cristo que debe iluminar al mundo. ¿Pero si el clero no ilumina con la verdad cómo entonces el mundo y la gente van a mantenerse en la verdad? El principal deber de la Iglesia y del clero es ser la luz de Cristo, luz sobrenatural. ¿Y qué es lo que vemos sino un clero decadente, que Dios vomita porque no es ni frío ni caliente, sino tibio? Esto forma parte de la crisis desoladora en la cual un pequeño rebaño tendrá que mantenerse fiel como un faro, dando luz en medio de la tempestad.

Dice también el evangelio leído hoy, que solamente se perdonan los pecados con el sacramento de la penitencia o confesión, cosa que niegan los protestantes; ellos que “saben tanto”, que lean a San Juan, a ver qué hacen con ese sacramento: “Se perdonarán los pecados a aquellos a quienes los perdonéis; y se les retendrán a aquellos a quienes se los retengáis”. ¿Qué respondería Lutero o cualquier otro protestante contra estas palabras textuales? Esto lo tienen que saber bien los fieles para defenderse. No todo lo que hizo nuestro Señor está escrito, porque muchas cosas hizo el Señor y solamente se escribieron algunas para que den luz y verdad, luego no solamente es la Biblia o las Sagradas Escrituras, sino también la palabra que no está escrita y que es la Tradición, son las Escrituras y la Tradición, la revelación escrita y la revelación oral. La Tradición de la Iglesia conculcada y rechazada hoy por el modernismo de cuño protestante que impera dentro de la Iglesia o de lo que cree denominarse Iglesia, pues al profesar tales herejías deja de ser Iglesia.

La Iglesia es santa y pertenecemos a ella por la fe, pero si perdemos la fe, dejamos de pertenecer a ella; no todo el que dice “Señor, Señor” se salva ni es de Dios, porque la fe de nuestro Señor es lo que da testimonio en nosotros, como dice San Juan; ese testimonio tiene que darse proclamando la fe, pero para proclamarla hay que tenerla y no puede ser una fe cualquiera, tiene que ser una fe firme, consolidada en el Espíritu de Dios, en el Espíritu Santo. Esa es la fe que puede vencer al mundo y no lo que quiere hacer hoy la falsa Iglesia atribuyéndose las prerrogativas de la verdad y de Dios para destruirla; no una Iglesia que se convierte al mundo sino que vence al mundo con la fe. Pero se ha claudicado en esa fe, por eso insisten en hacer desaparecer toda distinción entre Iglesia y mundo y vemos cómo contradicen las Escrituras, tanto en la epístola como en el evangelio de hoy.

No es ningún invento, son deducciones de una simple lectura de los hechos con un poco de fe en lo que hoy acabamos de leer. Si queremos vencer al mundo tendrá que ser con la fe, porque no será con otra cosa, dinero, armas o violencia que se nos prometió, sino con la fe y la fe en Cristo Jesús, el Verbo de Dios, la Palabra del Padre Eterno. Que nos queden grabadas estas verdades para mantenernos fieles y podamos, aun viviendo en este mundo, no estar adheridos a él, sino con la mirada puesta en el cielo, en las cosas de Dios, en las cosas del Padre Eterno y poder sufrir con paciencia toda esta miseria; iniquidad ya anunciada por las verdaderas apariciones de nuestra Señora, en La Salette, Fátima, Lourdes y Siracusa; no debemos perder el horizonte, el norte, nuestra mirada en Dios, en el cielo y no en tan miserable y efímera tierra, y vivamos desprendidos de todo lo terrenal deseando y anhelando las cosas de Dios por encima de todo.
Pidamos a nuestra Señora, la Santísima Virgen María, que nos ayude a perseverar en el amor a nuestro Señor y que conservemos en nuestro corazón todas estas cosas que son para nuestra salvación y para la mayor gloria de Dios.

BASILIO MERAMO PBRO.

DOMINGO DE PASCUA 15 de abril de 2001

Antes que nada una feliz Pascua a todos los fieles en este día tan solemne, fiesta de fiestas, porción más sagrada del año litúrgico de la Iglesia, la Pascua, la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, la prueba de su divinidad, de su palabra, de su testimonio. Prueba de la divinidad de la Iglesia, de estar dentro de los cánones de la Revelación divina, por eso es solemnidad de solemnidades y la parte más sagrada del tiempo Pascual.

Celebramos a nuestro Señor, no ya derrotado y vencido como lo encontramos el Viernes Santo, o simplemente el Emmanuel con nosotros de la Navidad el día de su nacimiento, sino el vencedor. Cristo Rey, vencedor de la misma muerte; esa es la victoria que venció a la muerte, hija del pecado. Así entonces, Dios nos creó para la vida y para la vida de la gracia sobrenatural. El primer día de la creación, domingo en el que Dios comienza a crear todas las cosas, y que según San Agustín, creó todo en un solo acto omnipotente, reflejando de una manera más sublime todo su poder divino.

Creó todas las cosas, pero no todas en acto, sino muchas en potencia, que fueron aflorando con el transcurso del tiempo y que sería la mejor interpretación aunque sea la única y exclusiva la de San Agustín, en oposición a todos los otros Santos Padres, pero la que mejor combatiría incluso hoy día ese falso evolucionismo que no quiere reconocer que Dios creó cada cosa bajo su especie, pero que no todas las especies encontrando su hábitat normal se manifestaron al mismo tiempo.
San Agustín ve en seis días el desarrollo que hace Dios en su creación y se lo da a conocer a los ángeles, y que por eso habla del conocimiento vespertino y del conocimiento matutino; y es más, no nos escandalicemos, si tan seguros estamos de que el primer día es de veinticuatro horas; mis estimados hermanos, estamos más trasnochados que los soldados que vigilaban a nuestro Señor y que no supieron cómo se les escapó de la tumba, porque el sol fue creado el cuarto día, lo cual vendría a darle más peso a esa tesis de San Agustín que Santo Tomás cita y que la pone con el mismo valor que la de los otros Santos Padres; pero ese primer día fue conculcado cayendo en pecado y antes que el pecado del hombre, la apostasía de los ángeles, revolucionándose todo el cosmos, el universo; y nuestro Señor, en el día de hoy, regenera ese primer día de luz y de creación que desplaza la importancia del antiguo sábado, considerado el último día de la creación.

Así que en el día de hoy nuestro Señor restituye, pasa de la muerte a la vida y esa es la gloria del día de hoy, la Resurrección, el paso de la muerte a la vida y la derrota definitiva de la muerte, hija del pecado. Por eso la Pascua debe ser esa luz que nos ilumina cada día para recordarnos que también nosotros hemos resucitado en nuestro Señor. Esa resurrección en la Pascua de nuestro Señor es la que nos atribuimos sacramentalmente en el bautismo, en el cual hay una inmolación mística y, en consecuencia, una resurrección mística y espiritual, que es el fundamento de toda nuestra vida religiosa, y también de toda nuestra vida de santidad, aun como simples fieles que llevamos esa santidad en nosotros por la gracia del bautismo y que debe fructificar, desarrollarse, no quedarse allí como una semilla, sino crecer como un árbol frondoso.

A esto estamos llamados, a hacer nuestra esa realidad espiritual, sobrenatural, para poder atravesar lo efímero y caduco del tiempo y del mundo. Aun el tiempo es absurdo en sí mismo si no está respaldado por la eternidad; todo lo que es finito, temporal, mortal, no tiene su explicación sino en Dios, que es infinito, eterno e inmortal. Él es quien sustenta todo en el Ser y le da la vida, la vida natural y la vida sobrenatural. De ahí la gran misión de la Iglesia católica, apostólica y romana: ser la luz del mundo; ese es el significado del cirio pascual; significa a Cristo luz del universo y no como los masones que se dicen a sí mismos iluminados, cuando viven en las tinieblas del error y del infierno.

El verdadero iluminado con la luz de la fe y de la gracia es el católico, no lo podemos olvidar; la gracia es una participación de la naturaleza divina de Dios en el misterio de su Trinidad y esa será la felicidad eterna en el cielo. Dios nos participa, nos anticipa, para que la vivamos de algún modo en el tiempo a través de la fe, de la luz de la fe, de la luz de la Iglesia. Lamentablemente hoy está eclipsada; cada vez se hacen más densas y espesas las tinieblas del error, pero esa llama nunca será apagada, porque aun en medio de la persecución siempre se conservará esa luz de la fe en un pequeño rebaño fiel a Dios. Debemos permanecer fieles a esa luz, fieles a la Iglesia, participar de esa luz, para salvar nuestras almas y poder salvar las almas de los demás. De ahí la importancia de este solemne día.

Pascua Florida se decía antaño, porque en algunos lugares de Europa coincide con el tiempo de las flores, por la misma razón también se llama Florida a ese territorio de los Estados Unidos, por haber sido descubierta un domingo de Pascua. Esto nos muestra el espíritu misionero de España, que ha sido el imperio más católico del universo, gústeles o no a los franceses e ingleses, pero esa gloria misionera no la ha tenido ningún otro imperio sino el español al cual pertenecemos. No caigamos en un indigenismo ridículo; todo lo que tenemos hoy de fe, de cultura y de civilización católica, apostólica y romana proviene del imperio español; no sería digno entonces renegar de esa historia y de ese pasado español, como se hace hoy en día.

El mismo Simón Bolívar, que fue un revolucionario, en su juventud se casó en España, en la iglesia de San José, no en Colombia ni en Venezuela. Se dejó influir por las ideas de la revolución francesa, o mejor dicho judeomasónica y después se arrepintió. Por lo que Santander, masón de pura cepa, y quien lideraba aquí, lo mandó matar: hizo morir a Bolívar, que huía como un perro, perseguido por esa misma revolución de la que había sido un hijo retractado. Esto demuestra cómo un verdadero prócer no lo puede ser, si no reviene a la tradición y a la fe, si no reafirma lo que ha recibido a través de la Historia; por eso un pueblo que no conoce su historia, no puede saber para dónde va. Nosotros tenemos que saber muy bien de dónde venimos y para dónde vamos y nuestro camino se dirige hacia el cielo.

San Pablo nos exhorta a dejar la vieja levadura, el viejo hombre, para vivir en la verdad y en la sinceridad en Cristo nuestro Señor, para vivir de la fe y la fe es una sola como uno es Dios. Es una herejía y una falsedad abominable el falso ecumenismo, la homologación de la libertad religiosa, la proclamación de otras religiones como supuestas vías de mayor o menor salvación; eso es atroz, abominable e impío, intolerable a los ojos de la fe. Y eso es lo que se proclama hoy desgraciadamente y lo que eclipsa a la verdad, la falta de sinceridad por parte de aquellos que tendrían que defender y hasta morir por decir la verdad. Esa es la responsabilidad del clero, ser luz del mundo para que el mundo crea y se salve, esa es la misión y el apostolado de la Iglesia y esa luz es la que simboliza durante todo el tiempo pascual el cirio encendido, porque no somos luz por nosotros mismos sino por la gracia de Dios.

San Juan dice que nuestro Señor es el principio, estaba en el principio y es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; y de ahí el gran compromiso del hombre con nuestro Señor Jesucristo, nazca donde nazca, esté en donde esté, y de la raza que fuere, cada uno tendrá que responder en un momento de la vida con un “sí” o con un “no” a nuestro Señor, reconocerlo como a Cristo Rey o rechazarlo; ese es el gran problema de la libertad del hombre y de esa respuesta dependerá la salvación o la condenación en definitiva. Si nosotros hemos conocido por la gracia de Dios a nuestro Señor, no seamos apóstatas, no le reneguemos, más bien manifestémoslo con nuestra fe y con nuestros actos siendo consecuentes con la verdad y la sinceridad que nos pide San Pablo en la primera epístola a los Corintios.

Pidamos a la Santísima Virgen María. Ella, mejor que cualquier otra criatura, comprendió todas estas cosas que meditaba en el silencio de su corazón, que las contemplaba y entendía de ello, para que nosotros la imitemos, y así contemplando también todas estas cosas de Dios, las amemos más y podamos dar testimonio de ellas a los demás para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.

Basilio Meramo Pbro.

DOMINGO DE PENTECOSTÉS 19 de mayo de 1991

Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

En este domingo celebramos la fiesta de Pentecostés. Los cincuenta días después de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, de la Pascua; todo este tiempo seguido integraba, por así decirlo, la fiesta de la Pascua, desde la Resurrección de nuestro Señor, pasando por la Ascensión, hasta el día de Pentecostés.

Fiesta sublime del día en el cual la Iglesia celebra su nacimiento, su pleno nacimiento con el advenimiento del Espíritu Santo. Así como nuestro Señor tuvo su misión de la Redención cuando se encarnó y murió en la cruz por redimirnos a todos, así con Pentecostés se manifiesta entonces la misión del Espíritu Santo, la misión de santificación y de salvación de los hombres. No de todos, desgraciadamente.

No todos nos salvamos, porque no todos respondemos con amor al llamado de Dios, no todos morimos con la gracia santificante, no todos morimos en el amor de Dios, en ese amor que es el Espíritu Santo, amor consubstancial, el amor por esencia, ese amor sublime de Dios que se manifiesta en la tercera persona con el Espíritu Santo; de allí que es un grave error el que en la liturgia moderna se cambien las palabras de la consagración para decir, “por todos” en vez de “por muchos”, cuando nuestro Señor Jesucristo en ese momento hace alusión al efecto, a la eficacia, a la eficiencia de su Redención, a la salvación, que con pesar de Él no llega a todos los hombres; porque no todos desgraciadamente queremos salvarnos, recibiendo la condenación eterna. Hay que tener esa vida de comunión en la gracia del Espíritu Santo, esa gracia de amor que nos trae el Espíritu Santo en este día de Pentecostés y así entonces está con nosotros la plenitud de Dios, la plenitud de Dios en la Iglesia y para su Iglesia. Esa plenitud colma la Iglesia y la perfecciona, no faltándole absolutamente nada, esa Iglesia que comenzó a gestarse en la cruz y que se completa con el advenimiento del Espíritu Santo.

Tenía entonces nuestro Señor que subir a los cielos, precisamente para mandar, junto con el Padre, al Espíritu Santo. Los dos tenían que enviarlo, puesto que el Espíritu Santo es ese amor mutuo entre el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo tenía que ser enviado por el Padre y por el Hijo de los cuales procede, de Ellos dos; esa plenitud es la que colma a la Iglesia, la Iglesia naciente, con ciento veinte discípulos nada más. Y, sin embargo, a la Iglesia no le faltaba absolutamente nada, la Iglesia católica apostólica romana estaba plenamente reunida el día de Pentecostés, comprendidos los ciento veinte discípulos incluyendo a nuestra Señora, en el cenáculo; no le hacía falta ya nada más para ser la Iglesia. Es, por tanto, un error creer que a la Iglesia le falta algo, como hoy en día se nos quiere hacer creer hablándonos de un “nuevo Pentecostés”, de una ‘“nueva venida” –por así decirlo– del Espíritu Santo, cuando ya el Espíritu Santo se posee dentro de la Iglesia; la Iglesia tiene el Espíritu Santo en toda su plenitud y no le falta absolutamente nada.

Somos nosotros entonces quienes tenemos que permanecer en la Iglesia y no separarnos de ella, para que esa obra de santificación y de salvación se aplique a cada uno de nosotros en particular. Si los hombres no se convierten a la Iglesia y se sumergen en el ateísmo, no es culpa de la Iglesia como hoy se quiere hacer creer; es culpa de los hombres que prefieren el mundo, que se prefieren a sí mismos; quizás sea culpa de los malos pastores, de los malos feligreses que no sabemos dar el ejemplo, pero no de la Iglesia que es Una y que es Santa.

Y la Iglesia es santa justamente porque recibe esa plenitud de santidad de Dios que envía al Espíritu Santo. La venida del Espíritu Santo, Pentecostés, hace que hoy sea un gran día. El día de Pentecostés siempre se celebró con gran pompa para recordar esa misión del Espíritu de Dios en la Iglesia y por eso nosotros debemos, una vez más, meditar estos misterios no solamente para que ello sea el sostén cotidiano de nuestra vida católica, sino también para poder perseverar en la contemplación de las cosas de Dios y en esa contemplación, entonces, elevar el alma a Dios en la oración. Y así, de paso, no caer en los errores que hoy pululan por doquier; esos errores que carcomen a la Iglesia, que le van haciendo perder su identidad, no a la Iglesia en sí misma, puesto que ella no tiene nada que perder, pero sí en sus miembros, en sus feligreses. Decía San Agustín que así como un cuerpo cuando recién nace se ve joven y después con el pasar de los años se le ve en decrepitud, en vejez, la Iglesia al final de los tiempos se verá decrépita, envejecida. Es justamente por lo que está pasando hoy, la pérdida de la fe, el abandonar a nuestro Señor Jesucristo, la apostasía de las naciones, el ecumenismo que la destruye. Por eso la contradicción de las cosas humanas, que justamente cuando se quiere dar un nuevo reverdecer a la Iglesia, un nuevo Pentecostés –que por eso se reunió el Concilio Vaticano II–, pasa todo lo contrario, en vez de reverdecerla, prácticamente se la disuelve, se la disgrega cumpliéndose entonces esas palabras proféticas de San Agustín que deben ser para todos un aliento y, por tanto, lejos de disgregarnos, lejos de dividirnos, congregarnos, aunarnos en el amor de Dios, pues el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia que la vivifica dándole ese amor de Dios y de ese amor debemos vivir todos nosotros, amando a Dios y por amor a Dios amar al prójimo, amar a nuestros semejantes.Invoquemos a nuestra Señora sobre todo en este día, en el que Ella presidía en el cenáculo la Iglesia naciente, como Madre de la Iglesia; pidámosle permanecer aunados en el amor del Espíritu Santo, en ese amor consubstancial de Dios del cual nosotros participamos a través de la gracia santificante; pidámosle la fortaleza para perseverar hasta el final en el amor a Dios sobre todas las cosas.

BASILIO MERAMO PBRO.

DOMINGO DESPUÉS DE LA ASCENSIÓN 12 de mayo de 1991

Amados hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

En este domingo después de la Ascensión, que no se puede dejar pasar sin hacer alusión a la manera cómo desafortunadamente se va marginando a nuestro Señor de la España supuestamente católica, ya no se festejan esos jueves más refulgentes que el sol, ya no reluce nuestro Señor en el mundo católico, no hay naciones católicas; la apostasía de las naciones es evidente para quien quiera ver, y quien no lo quiera, pues que continúe en la ceguera. Y pareciera ser que la Providencia permite que se le ultraje, así como permitió que nuestro Señor fuese ultrajado en su propio cuerpo; permite también que se le ultraje en su culto al relegar a nuestro Señor, como si ya no tuviese ningún interés para nuestra sociedad; así pasa el día de la Ascensión en el pueblo, como un día de trabajo más, sin glorificar a nuestro Señor.
En este domingo después de la Ascensión, nuestro Señor, a través del evangelio, nos dice que no nos escandalicemos de dar testimonio de Él, que sube al cielo y nos envía el Espíritu Santo que viene a dar Su testimonio, testimonio de nuestro Señor Jesucristo, y que ese testimonio que viene a dar el Espíritu Santo también lo darán los apóstoles, porque estuvieron desde el principio con Él; aquellos que no le traicionaron, que no le abandonaron, sino que desde el principio creyeron en Él y rindieron su testimonio. No escandalizarnos entonces, en primer lugar de dar testimonio y como consecuencia de ese testimonio, no escandalizarnos tampoco de las persecuciones que ese testimonio de nuestro Señor acarree; es decir, nuestro Señor prevé para sus apóstoles y para toda la historia de la Iglesia una persecución a causa del testimonio que dé Él a quien con Él esté, aquellos verdaderos discípulos, no el de los traidores, no de quienes le reniegan o quienes le dejan a mitad del camino, sino de quienes permanecen con Él desde el principio hasta el final, apoyados por el Espíritu Santo.

Ese testimonio acarreará indefectiblemente persecución por parte de los judíos quienes los echarán de la sinagoga, Iglesia de entonces y presagio de lo que sería después. Si hoy en día se nos persigue por dar fiel testimonio de nuestro Señor Jesucristo, no nos escandalicemos de ser excomulgados de la Iglesia. El ser echados de la sinagoga era ser excomulgados y eso ¿acaso no es lo que pasa hoy día?; parece ser que el evangelio va dirigido de una forma muy particular a nosotros que permanecemos fieles dando testimonio de nuestro Señor. Lo peor del caso es que nuestro Señor dice que: “Aquellos que os echaren de la sinagoga creerán hacer un favor a Dios”, o sea que la causa, según aquellos que echaren a los verdaderos testigos que dan testimonio de nuestro Señor, es que creerán hacer un favor a Dios. Debemos suponer entonces que es por Dios que lo hacen, es decir, tendrán un motivo religioso, un motivo teológico, modo de actuar típico del fariseísmo: perseguir la verdad en nombre de Dios; lo que ocurre hoy, excomulgar la Tradición en nombre de Dios, echarnos fuera de las iglesias en nombre de Dios. Ya nuestro Señor, entonces, muy claro lo advirtió, no nos escandalicemos cuando veamos que estas cosas ocurran, que se nos echa de la Iglesia, que se nos excomulga y todo esto en honor al nombre de Dios.
“Y obrarán así, por no conocer ni al Padre ni a Mí”. Aquellas personas que excomulgaron a los apóstoles y las que nos excomulgan a nosotros no conocen ni al Padre ni parecen conocer a nuestro Señor Jesucristo, ya que el Espíritu de Verdad no está en ellos aunque invoquen la autoridad y a nuestro Señor; es decir, a Dios, no le conocen. Es lo que pasa hoy de una manera patética, claramente se ve para aquellos que quieren ver; quien no quiere ver, porque tiene miedo de la luz, seguirá ciego, con una ceguera voluntaria, culpable. Por eso, de una forma u otra todos los que colaboran con la demolición de la Iglesia, persiguiendo a la Tradición y que no están plenamente con la Tradición, no dan testimonio de nuestro Señor Jesucristo y en definitiva no conocen al Padre, porque por no conocer al Padre persiguen a nuestro Señor Jesucristo a través de aquellos discípulos fieles que dan testimonio.

Con el evangelio de hoy, entonces, nuestro Señor pone de manifiesto una contradicción tremenda, monstruosa, esa monstruosidad se llama fariseísmo: aplicar con todo el rigor la Ley de Dios contra Dios; es un pecado de la inteligencia contra el Espíritu Santo, la impugnación de la verdad. Fue ese el pecado del pueblo elegido, pecado del judaísmo y es el pecado que comete la actual jerarquía de la Iglesia, que ha condenado a Monseñor Lefebvre y a través de él, no a personas por él representadas, sino a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Y esa persecución es la que hoy por hoy está vigente, con una vigencia atroz: libertad para todo, menos para la verdad; todo se cambia, todo se permite, únicamente no es permitido el ser fieles testigos de nuestro Señor Jesucristo. Se cambia hasta el Vía crucis –por no corresponder al rigor exegético o histórico de lo que la ciencia hoy entiende por exegesis o por historia–, así que todos aquellos que durante años se han santificado haciendo el Vía crucis, hoy ya no; se cambia sistemáticamente todo porque Satanás es el fondo, inspira esta revolución, odia todo lo que sea de Dios y todo lo que sea la imagen de Dios, hasta en las cosas más insignificantes; por eso hay que subvertir, cambiar, revolucionar todo, poco a poco, pero de manera segura y a todos aquellos que han aceptado ese cambio, pues hacen de su vida una continua y permanente claudicación, pequeña, gota a gota, pero claudicación.

Frente a todo lo anterior tenemos que mantenernos firmes, sin ceder, firmes pase lo que pase. Persecuciones, todas las que hubiere, ya lo tenemos advertido: no nos escandalicemos, no nos preguntemos el por qué. Es lógico, es hasta en cierta forma natural que se nos persiga. Permanezcamos entonces fieles en ese testimonio de nuestro Señor Jesucristo, fieles al Espíritu de Verdad, como llama nuestro Señor al Espíritu Santo y fiel en definitiva al Padre Eterno; “aquel que conoce al Padre me conoce también a mí”, dice nuestro Señor, entonces no le reneguemos, y no solamente en el plano doctrinal, en el plano teológico, en el plano de la fe, sino también en el orden cotidiano de nuestra vida, en nuestro actuar, en definitiva. Seamos fieles a nuestro Señor con nuestras inteligencias y con nuestros corazones, deseando verdaderamente la santidad, esa santidad que nos traerá el Espíritu Santo en plenitud; por eso nuestro Señor sube al cielo, para que el Espíritu Santo, el Espíritu de Verdad venga sobre nosotros, venga sobre la Iglesia, la Iglesia fundada por nuestro Señor Jesucristo con la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés.

Pidamos a nuestra Señora. A Ella, que en cierta forma presidía ese cónclave que hubo en el cenáculo esperando durante este tiempo, justamente entre la Ascensión y Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, para que reine en nosotros, para que reine en nuestros corazones. Aboguemos siempre con espíritu de verdad, nada de engaños, nada de mentiras, nada de claudicaciones, testimonio fiel sin escándalo de la persecución, sin escándalo de las excomuniones, sin escándalo incluso de todo lo que veamos de malo en nuestro derredor.

BASILIO MERAMO PBRO.